Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cairo
D

e pronto, el viejo y el nuevo mundo quedaron aislados por la cortina volcánica de Islandia y las siete partículas del Apocalipsis amenazan de paro súbito a las turbinas de los aviones, así que los cielos del Atlántico permanecen de alas caídas, los aeropuertos cerraron en masa y Europa sigue con aprehensión las direcciones del viento. Para esta cortina de humo y polvo no estábamos preparados, ahora que las cortinas de humo son pan de cada día: sedicentes guerras buenas contra el terror (Medio Oriente), el narco (América Latina) o la contaminación étnica (Europa); la inflacionaria nota roja de cada mañana; las identidades nacionales concentradas en una píldora de gajos; las religiones mayores dedicadas a promocionar el Juicio Final.

Días extraños para sumergirse en el Cairo, el músculo vital de Egipto. Ciudad ardua y portentosa, imposible de tan humana, milenario milagro del Nilo que se aferra a la vida con fatalismo ardiente tras sus propias cortinas de humo. Desde enero de 1956, el Islam es la religión oficial del país, que lleva tres décadas gobernado por una misma persona. Su rostro se exhibe en todos lados, como amuleto, pero su nombre se ha vuelto impronunciable. Ya con mucho de fantasma, pese a la censura se prevé inminente la muerte del octogenario caudillo Hosni Mubarak. Será lo que Dios quiera, dicen los egipcios. Ejército y policías omnipresentes en medio de la tensión están listos para garantizar que lo que pase (elecciones, dedazo familiar, cuartelazo) transcurra como Dios manda.

Desde el primer momento, incursionar en el Cairo fue como sacarse los ojos poco a poco y discernir mejor entre más se enceguece. Ver tanto en tal densidad, oler todo a la vez, aturdirse en el tráfico, no entender una palabra de árabe y sin embargo sumergirse en sus calles, un tumulto de engañosa calma, a punto de ahogarte si te distraes, igual que la ondulación de las aguas en el mar Rojo cuando nadabas off shore pudo haberte engullido sin que te enteraras de dónde, qué o cuándo.

Hoy que las multitudes se contabilizan en hits y visitas a las redes sociales cibernéticas y producen un inquietante espejismo de intimidad entre entidades conectadas, en el Cairo la multitud todavía es carnal. Con unos 20 millones de habitantes, el Gran Cairo (que incluye ciudades conurbadas como Heliópolis, Giza o 6 de Octubre) es la urbe más poblada de África. En ella transcurre el día con una agitación incomparable y sus zonas céntricas nunca duermen.

Sitiado por el desierto implacable, el valle urbano y rural a la vez del Cairo está impregnado de tiempo y la pátina se cubre de arena siempre. Resulta difícil imaginar un lugar más sucio y ruinoso. Nadie se preocupa por recoger la basura, y hay que batallar para ir sobre los escombros que son parte integral de las calles, a la antigüita, lo mismo que su copiosa muchedumbre. En apariencia inconclusos, centenares de altos multifamiliares surcan y rodean la megalópolis. Sólo en apariencia deshabitados.

Dudo que exista en la Tierra un lugar donde sea tan obscenamente sempiterno el entrecruce del pasado múltiple, dilatado y continuo desde hace 5 mil años, que se dice pronto, pero, a ver, saquen cuentas. Es un buen. Que los coches y sus claxonazos dominen el espacio sin reglas no impide que transiten carretas tiradas por burros o caballos, y que por todas las áreas sin edificios, entre caminos y canales pestilentes, campos de trigo y legumbres sean arados por búfalos de agua. Como los perros están proscritos, la ciudad está en poder de los gatos, lo mismo en jardines, mezquitas, hogares y basureros. Una constante egipcia, antes ya de las primeras momias.

Otra constante milenaria es su igualada convivencia con los muertos. Desde cualquier punto del Cairo se ven las pirámides de Giza y Sakara, que no son otra cosa que tumbas exageradas. Pero más explícita es la promiscuidad en la llamada Ciudad de los Muertos, en Heliópolis (en árabe El Matariya), cuna del sol en el valle. Dos grandes cementerios son un puñado de barrios donde residen decenas de miles de seres vivos en laberínticas callejuelas y viviendas de toda clase.

Aquí, pernoctar entre fiambres y saquear tumbas es tan antiguo como el blindaje de los faraones. La muerte no espanta a nadie.

En Cairo, ¿quién que es no es taxista? Abundantes, marrulleros, cafres, indispensables, son los glóbulos blancos (y negros) de la circulación cairota. Muy oportunamente, el libro más popular de la actual literatura árabe se llama Taxi, de Khaled Al Khamissi (publicado en castellano por Editorial Almuzara, 2009). Con simpleza y concisión periodística, al transcribir 58 conversaciones con taxistas del Cairo, Al Khamissi ofrece un mapa actualizado y completo del alma y los referentes cotidianos. Al compás de los muecines llamando a rezo en los minaretes e imponiéndose al estruendo callejero por la gracia de Alá, el Cairo está despierto y acecha al futuro, ese viejo conocido suyo.