Opinión
Ver día anteriorMartes 27 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Munal: el éxodo mexicano
L

as curadurías temáticas ofrecen la visión y la interpretación de quien las realiza y Jaime Cuadriello, el autor de ésta, cuenta con varias de excelencia, en parte debidas a su condición de investigador iconografista.

El tema del surgimiento del héroe histórico se convirtió en el amarre principal de la actual exposición, desde un ángulo crítico, pero cargado a lo escritural.

Desde mi rebatible punto de vista y al contrario de lo que ha acontecido con otras muestras históricas en el mismo Museo Nacional de Arte (Munal), en el aspecto visual este proyecto no persuade. Además, los pares examinados resultan forzados y el espectador se pregunta: ¿qué tiene que ver Hernán Cortés con Juan Diego? Claro, el conquistador trajo consigo a rajatabla la fe católica y el segundo es el responsable simbólico de nuestro más acendrado emblema: la Virgen de Guadalupe, quien simboliza la alianza.

Cuadriello es experto en guadalupanismo y se le consulta internacionalmente. Su idea de tomar al Moisés bíblico como eje, basándose en autores que entendieron a Juan Diego como un nuevo Moisés es extraña, aunque la hayan manejado hispanistas como David A. Brading.

Nadie en su sano juicio duda de la historicidad de Cortés y, en cambio, la de Juan Diego sólo es tradición piadosa aunque haya sido canonizado por Juan Pablo II, cosa que –como se recuerda– suscitó arduas controversias y polémicas dentro de los mismos ámbitos eclesiásticos. Que la Guadalupana sea la Emperatriz de México, ni duda cabe, que la ideación y creación de Juan Diego tiene que ver con ello, no es rebatible, pero que los dos personajes sean equiparables, es confuso. Si los pinceles de Dios pintaron a Nuestra Señora, como indica una hermosa pintura en la que aparece la Trinidad, lo hicieron a través de la mano del indio Marcos Cápac, cuya canonización hubiera guardado más sustento, aunque es innegable que la sección dedicada al guadalupanismo quedó bien representada en la muestra, de la que salió pormenorizado reporte en esta sección el pasado 5 de abril.

Por ingeniosa y estudiada que haya sido, esta vez la investigación se volcó en una muestra que no logra atrapar a los espectadores, sean o no medianamente conocedores. En cambio, tengo por cierto que el libro a publicarse resultará sumamente interesante, pues se tratará de un volumen que reúne varias voces.

¿Por qué pensar que las movilizaciones de nuestros ancestros desde Aztlán se analogan al Éxodo? No creo que la idea (¿neoplatónica?) que se urdió al respecto, así tenga siglos de existencia, funcione ahora.

Eso no obstaculiza la apreciación de muchas obras incluidas, ya sea debido a su enjundia artística o académica, ya sea por su rareza, por ser epítomes del kitsch, o por su índole –como los títeres de Rosete Aranda– o como el cuadro de la entrada de Madero a la ciudad de México (1929) proveniente del Museo Michoacano, de cuyo autor, José García Coralina, no pude encontrar noticia alguna. Me detendré en él, porque no alcanzo a descifrarlo.

En primer término hay un personaje del que no se sabe si está muerto porque acaban de balearlo, o está borracho, sólo un perrito callejero es consciente de su presencia, pues el futuro mártir, montado en su caballo no se percata de su proximidad. A Madero lo acompañan oficiales uniformados que portan bayonetas y también civiles, muy trajeados blandiendo pistolas. ¿Pudiera ser que se trate de reminiscencia alusiva a la Cristiada? En ese mismo ámbito se advierte un buen linóleo del yucateco Fernando Castro Pacheco, sobre el asesinato de Madero.

El mártir está aparejado con Vasconcelos. El bronce de Ernesto Tamariz que representa al ministro es una buena pieza. Se exhibe además una fotografía de este mismo escultor (plata sobre gelatina) dando últimos toques a su escultura de Madero en 1932, colocada bajo el busto en yeso de Enrique Guerra.

Es un acierto museográfico ubicar grabados, fotos o documentos enmarcados apoyados en diagonal contra los zoclos. Otro acierto consiste en dar a Agustín de Iturbide su verdadero relieve, que le ha sido tan escatimado, pero lo que a mi criterio no resulta, pese a que fue el primer dador oficial del documento fundacional del Plan de Iguala, es su concatenación simbólica con Moctezuma II. Iturbide fue fusilado sin medida ni clemencia por sus coterráneos.

Unas réplicas enormes (y horrorosas) en fibra de vidrio reproducen las efigies del cura Hidalgo y del más genuino héroe independentista, José María Morelos. El primero procede del monumento en Tenancingo y el segundo de la colonia Morelos. Pudieron obviarse.

Indudable pieza maestra es el entierro de Zapata, ¡qué bien que se exhiba!, de Francisco Arturo Marín.