Opinión
Ver día anteriorMartes 27 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cenizas del volcán
¿M

alcolm Lowry entendió a México? Esta cuestión no concierne a la remota posibilidad de poder comprender la compleja y enigmática realidad de un país, así sea el propio: aquél donde se nace proveniente de generaciones de ancestros, donde se aprende una lengua materna, con sensaciones y sentimientos que anteceden a la inteligencia del nombre y se identifica la palabra con la cosa. Concierne, ¿simplemente?, esa aprehensión de las diferencias entre lo conocido y lo desconocido, diferencias que, si no se entienden por entero, se descubren y aceptan como tales sin negarlas ni tratar de cambiarlas por usos y tradiciones propios.

Sin disminuir un ápice la admiración que me despierta Bajo el volcán, más bien creciente a cada una de mis lecturas, creo que Lowry, a semejanza de su cónsul, amó a México a ciegas, incomprensión que en alguna forma confiesa a lo largo de esta novela deslumbrante. De ahí la expulsión del país con la cual culminan sus malentendidos y consecuentes problemas con las autoridades locales. Destierro de una patria imaginaria que habría podido evitarse si, en vez de conducirse como un ciudadano británico protegido por sus leyes en Inglaterra, hubiese seguido los usos en boga del lugar dando una mordida a funcionarios o burócratas que sólo buscaban redondear sus ingresos. Pero ése es tal vez parte del encanto que se desprende de su persona y hace de su obra un envolvente hechizo: paradoja del espectro apenas visible, que surge de los instantes de una aparición entre las brumas nórdicas, se espanta con sus propias visiones bajo el sol de plomo de los cielos del sur. En vano combate a gigantes que se transforman en molinos de viento sin alma.

No dudo del fervor de este escritor por México. Fascinación e idolatría similares a las que puede inspirar una mujer imprevisible y desconcertante: la obsesión amorosa se alimenta de la ilusión de misterio que emana de la simple incomprensibilidad. México está presente en la obra de Lowry, pero como una entidad imaginaria. Igual la muerte. Capas reverberantes de vaho alcohólico deslumbran sus ojos, incapaces entonces de ver los objetos a través del prisma de una luz descompuesta que cesan de reflejar, escondidos tras ella. Malcom Lowry va a partir de ese lugar de ninguna parte donde despunta la creación para escribir Bajo el volcán. Tal es acaso el tema, uno de los temas, de esta novela. Su objetivo no es crear. Su finalidad es situar el inicio: el proceso de la creación en la mente de un escritor. Para ello, para acceder a esa vacancia del tiempo, necesita deshacerse de la realidad. Desvanecerla, así deba enterrarla viva bajo las paletadas de las alucinaciones del alcohol, asesinando al cónsul, a su mujer, a sí mismo. Y este acto de antifanía, que lo situará antes de la aparición, frente a ella, sólo puede llevarlo a cabo en un país imaginario, no irreal. La locura del norte, sus fantasmas preguntando quién anda ahí, frente a la locura del sur, donde los aparecidos, ebrios, crudos, tienen sed de tequila, y los muertos tiemblan de miedo ante la muerte.

Creo que a Lowry le faltó tiempo para vivir en México –o le sobró para imaginarlo. El tema me concierne personalmente, más de tres décadas en Francia. Sigo pensando, escribiendo, soñando en español, el de México, mi territorio. Un escritor, ¿puede cambiar de lengua al cambiar de país como lo han hecho Ionesco, Beckett o Cioran? O como Joyce, ¿seguir escribiendo en su lengua natal y sobre su tierra de origen lejos de ambos?

Recuerdo que Borges me respondió, cuando le pregunté en qué pensaba al adormecerse: en palabras disparates. Confieso que me adormezco pasando de una lengua a otra, pensando en el nombre de una cosa, en francés, en español, hasta que ambas pierden sentido, libres de la cosa. Lit o cama, labio o lèvre, resuenan en eco, campanazos apagados por el sueño donde las campanas no tienen badajo. No me preguntes por quién doblan las campanas/ doblan por ti.