Opinión
Ver día anteriorViernes 30 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ingenuos
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ientras en Los Pinos los mariachis entonaban Llegó borracho el borracho, y otras del insigne José Alfredo, el Senado debatía acaloradamente el proyecto más reciente de la Ley de Seguridad Nacional: ¿preservar o no el fuero militar? ¿Utilizar al Ejército para labores de policía? ¿Cómo identificar una amenaza a la seguridad interna? ¡Viva México, señores!

Toda guerra tiene un costo. Y en el combate contra el crimen el gran perdedor ha sido el Ejército. Asumió el riesgo y se enfrascó en un combate para el que no estaba preparado; embelesado con el canto de las sirenas siguió al Ejecutivo por senderos que se apartan de la Constitución. Abandonó el nicho de misterio, poder y respeto en el que había permanecido la mayor parte del siglo pasado, para involucrarse en una guerra sin futuro ni cuartel. Puso sus muertos y mató a otros mexicanos, como en tiempos de la Revolución. Al salir a las calles y enfrentarse a su pueblo quedó inerme: amenazado por organizaciones y tribunales de derechos humanos, enfrentado a la Marina en calidad de patito feo de las fuerzas armadas; a punto de perder el fuero militar, y sujeto a futuras comisiones de la verdad o fiscalías para delitos del pasado. ¿Valió la pena?

Joaquín López Dóriga recordó una charla con el general Clemente Vega García, secretario de la Defensa de Fox. Enfrentado a la eventualidad de una orden superior para sacar al Ejército a las calles en caso de un desbordamiento social por el desafuero de López Obrador, el general, con inteligencia y visión de Estado, dijo a López Dóriga: si el Presidente me da esa orden, me la tendrá que dar por escrito. De otro modo no saldrá ni un soldado a la calle. Meses después rectificó su postura: se hizo más intransigente. Recordó la charla anterior y le dijo al periodista: si llega a ver a los soldados en la calle es que yo ya no estoy aquí. He decidido renunciar antes de dar esa orden. Hay de generales a generales.

Se acabó la obediencia debida. La aprobación de la nueva Ley de Seguridad Nacional por el Senado indica que altos mandos, gobernadores y partidos han comenzado a acotar al Presidente. Cada vez más altos mandos se rehusaban a pelear sin un marco legal, y algunos consideran el combate una guerra civil. Más aún, ¿quién conoce las cifras de esta guerra combatida en la peor crisis económica? ¿Cuánto ha costado en armamento, combustible, sueldos, transportes, alimentos y medicinas, además de indemnizaciones a familiares?

Cual mandatario priísta, Calderón sacó al Ejército descansando en la facultad que le permite disponer de las fuerzas armadas para la seguridad interior. Pero de ahí a involucrarlo en una matanza descomunal, con víctimas civiles y sin estrategia de salida, hay un gran trecho. Con esa cuestionable autoridad los presidentes compraban la paz: rompían huelgas, auxiliaban a la población civil, apagaban movimientos sociales, sometían estudiantes (hasta que vino Tlatelolco) y mantenían en línea a los opositores.

Hoy es diferente. Hay 22 mil 700 muertos, y estados sustraídos a la gobernabilidad; territorios donde no manda el gobierno. Apostar todo a la confrontación militar, o enfocar el problema como “un asunto de narcos matándose entre sí” es ingenuo, y cada vez menos aceptable. Sobre todo frente al alarmante reconocimiento presidencial: cobran impuestos, imponen leyes y cuentan con fuerza pública. ¿Qué falta?

Joaquín Sabina llamó ingenuo a Felipe Calderón por pretender la victoria con ayuda del Ejército: ésa es una guerra que no la puede ganar él ni la puede ganar nadie, advirtió el español, desatando una batalla mediática en la que Calderón fue defendido por Fernando Gómez Mont. El secretario refutó en forma comedida a Sabina, porque a pesar de todo Calderón considera al cantante su amigo (un amigo que lo critica públicamente y lo llama ingenuo en suelo mexicano).

Para justificar a Sabina, Gómez Mont dijo de todo: que no fue insulto, que estaba en su derecho y que éste es un país donde la gente puede decir lo que le venga en gana. Después el gobierno hizo un acercamiento. Invitó a Sabina a comer en Los Pinos. Hubo vino, tequila, mariachis y otros cantantes de renombre. Pero no les dieron las diez ni las once, y menos las dos ni las tres de la mañana, como dice la canción. Cantó Sabina, cantaron los mariachis y cantó Calderón (según Sabina mejor que él: nobleza obliga). Después Sabina, romántico empedernido, acuñó una frase que podría ser título de su próximo disco: el ingenuo soy yo. Pero no se engañe: ni se disculpó ni fue a pedir perdón, porque luego añadió: por ingenuo quise decir alguien que no pierde la esperanza cuando se reducen los espacios. Eso le viene como anillo al dedo a la terquedad con la que Calderón continúa empeñado en una guerra que lleva 22 mil 700 muertos.

Tal vez los ingenuos seamos todos: Calderón por creer que es un tema de policías y ladrones, los soldados por comprar la estrategia presidencial, y nosotros por confiar en que el gobierno resolverá el problema. De Sabina ni se preocupe: es ingenuo por reconocimiento propio. Ya escribirá algunos versos…