jornada


letraese

Número 166
Jueves 6 de mayo
de 2010



Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER

Directora general
CARMEN LIRA SAADE

Director:
Alejandro Brito Lemus

pruebate



editorial

Joaquín Hurtado

El Nórdiko

En el tránsito que va de mi secreta apetencia a la conquista de este chavo apenas necesito un guiño inocente como, digamos, rascarme la oreja. O la intersección de las miradas en el cristal mientras mi hombro le roza la entrepierna. O el trámite de un sobreentendido cuando le pido la hora. O la negociación tramposa con la sangre que me enrojece la cara y el cálculo preciso que debe hacerse en los luminosos confines de la temeridad.

El chavo baja del bus y lo sigo. Damos vuelta a la manzana hasta un punto crítico. Con voz oblicua me pide un cigarro. Capto su juego seductor y le reviro: ya hace hambre, voy a mi casa, tú a dónde; le hago la ofrenda de mi carne con una invitación a comer. El chavo revisa su reloj, hace aritmética con el tiempo y responde: voy a hacer un jale pero lo acompaño. Detengo un taxi. El chavo huele a jabón Nórdiko. Las palabras sólo me sirven para hacer la relación insípida del clima y sus accidentes. El Nórdiko con mucho calor yo con mucho frío. Al mirar de reojo mis libros de filosofía me pregunta si soy cura. Muevo la cabeza afirmativamente, le miento para darle confianza. Bajamos en mi barrio.

Cuando ve un grupo de uniformados me dice al oído: vengo armado. Sonrío, lo tranquilizo: no te preocupes, vienes conmigo. El Nórdiko es la pura solemnidad, se ajusta la escuadra bajo la camiseta. Es para defensa, la necesita para cuidarse, no para matar a nadie. El Nórdiko se detiene y me pregunta fulminante: ¿usted no tiene el sida, verdad? Le respondo que sí. No, dice él, usted no es sacerdote ni tiene el sida. Yo levanto los hombros: qué más da, chavo, si no quieres venir no hay problema, tú y yo sabemos que no sirve para maldita cosa la verdad, la verdad está en las noticias de la tele.

Se cierra la puerta y nos detenemos pasmados, abajo está la ciudad criminal y los cerros pelados que anuncian su apocalipsis. Saca su arma y me la pone en la boca: ¡chúpela! y la succiono con avidez, reímos a carcajadas. Avienta la pistola sobre la cama. Se desnuda. Sobre su tetilla izquierda veo un tatuaje, un ridículo estigma que debe ser una moda entre estos hijos del perro: un corazón se desangra por obra de un puñal. La hermosa daga fija a su piel un pergamino infame: “VIH+”. Qué bello, suspiro, luego me sumerjo en el vigoroso perfume del Nórdiko.


S U B I R