Llegando a Gaza

Alice Walker

La poeta y escritora afroestadunidense Alice Walker viajó a la Franja de Gaza después de los bombardeos israelíes a principios de 2009. En compañía de las activistas del grupo Codepink recorrió la región y convivió con la población palestina, en su totalidad damnificada de guerra.
Hace unas cuántas semanas publicó su testimonio Recuperando el habla (Overcoming Speechlessness, Seven Stories Press, Nueva York, 2010), subtitulado “encuentros de una poeta con el horror en Ruanda, Congo Oriental y Palestina-Israel”, si bien la mayor parte del volumen se refiere a Gaza. Tras conocer el manuscrito, el historiador Howard Zinn, fallecido recientemente, expresó: “Quizá se necesita un poeta que alcance su propio corazón y el nuestro para romper el silencio y la desesperación y  decir la impronunciable verdad”.
Walker vuelve a las páginas de Ojarasca con este breve capítulo donde narra su arribo a la ciudad bombardeada.

 

Al entrar en Gaza me invadió la sensación de llegar a casa. Hay ahí un sabor a gueto. A bantustán. A rez (reservación india). A “sección de color”. En cierto modo, resultaba increíblemente tranquilizador. Porque tener conciencia es reconfortante. Quien te topes por las calles posee un conocimiento directo de lo que son la lucha y la resistencia. Lo encuentras en el hombre que conduce la carreta tirada por un burro. En el joven que acomoda alfombras en la banqueta o la muchacha que pone flores en un vaso.
Cuando yo vivía en la zona segregada de Eatonton, Georgia, sólo respiraba con normalidad en mi propio barrio, en la parte negra de la ciudad. Cualquier otro lugar resultaba muy peligroso. Un amigo mío fue golpeado y encarcelado por el atrevimiento de auxiliar a una niña blanca, en plena luz del día, a reparar la cadena de su bicicleta.
Pero este barrio en forma de astilla, muy propiamente llamado Franja de Gaza, no me pareció seguro. Acababa de ser bombardeado durante 22 días. Recordé que en Estados Unidos, el primero y quizás único bombardeo aéreo en suelo continental antes de 11 de septiembre de 2001 fue el ataque contra una comunidad negra en Tulsa, Oklahoma, en los años veinte del siglo pasado. Los negros que lo habitaban eran considerados demasiado prósperos y “presumidos” por los racistas blancos. La bombas destruyeron cuánto la comunidad había construido. A esto siguió la acusación, generalizada en toda la cultura blanca estadunidense, de que la población de color se negaba a “mejorar”.
En Gaza existen abundantes evidencias de que los palestinos nunca han cejado en sus esfuerzos por “mejorar”. Lo que años atrás nació como un campo de refugiados de guerra, con tiendas y toldos, evolucionó a una verdadera ciudad; sus edificios rivalizaban con los de cualquier otra ciudad de los países “en desarrollo”: casas, edificios de departamentos, escuelas, mezquitas, iglesias, bibliotecas, hospitales.
Mientras recorríamos sus calles y veíamos que muchas de estas construcciones se encontraban en ruinas, me percaté de que nunca antes fui de verdad conciente de lo que significa la palabra “escombros”. Es común la afirmación de que tal o cual cosa “quedó reducida a escombros”. Otra cosa es encontrarse con los edificios demolidos. Edificios de los cuales hubo que sacar centenares de cuerpos destrozados.
Tan intenso trabajo han hecho los palestinos para retirar a sus muertos de los hogares aplastados que no queda ni el más mínimo rastro de olor a muerte. Asombra pensar lo que esa labor debió significarles física y psicológicamente. Pasamos por estaciones de policía sencillamente borradas del mapa, y cientos de jóvenes policías asesinados (casi todos los palestinos son jóvenes). Pasamos ministerios bombardeados sin piedad. Pasamos hospitales consumidos por las explosiones y el fuego.
Si no se está salvo en un hospital, al que uno llega cuando ya se siente enfermo y espantado, ¿en dónde se podría estarlo? Si los niños no están seguros mientras juegan en los patios de sus escuelas, ¿entonces dónde?

¿Dónde quedaron
los Padres de Todos los Niños del Mundo
los Cuidadores de Todos los Enfermos del Mundo?

Hay algo de abrumador en el intento de dar consuelo a alguien con los escombros hasta el cuello que apenas hace unas semanas enterró a su niño, asesinado mientras dormía. O a una mujer que perdió a 15 miembros de su familia, sus hijos, nietos, hermanos y hermanas, el marido. ¿Qué les puede uno decir a esas gentes cuyas familias salieron de sus tiroteadas casas agitando banderas blancas de rendición sólo para ser acribillados de cualquier manera? A las madres que ven a sus niños, en este momento, jugando entre escombros contaminados de fósforo que una vez en la piel nunca deja de arder. Realmente no hay nada que decir. Nada que decir a esos que allá en casa se niegan a escuchar estas noticias.

No queda sino ponerse a bailar

 

 

Traducción del inglés: HB

ojarasca

Veracruz, 1953.  Fotos: Bernice Kolko