Opinión
Ver día anteriorJueves 27 de mayo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Lo fugitivo permanece
E

n 1973 Jorge Luis Borges hizo en México una de las críticas más contundentes al género novelístico, al género de géneros, según algunos. En una mesa redonda grabada en dos partes por Televisa en el famoso salón El Generalito, del Colegio de San Ildefonso, el poeta dijo sin rodeos: son imposibles las novelas sin ripios, sin rellenos, sin basura. Por eso no le interesaba el género; por eso nunca había escrito una novela. Me asombró su crítica, porque tenía ante sí a tres novelistas: Salvador Elizondo, Juan García Ponce y Adriano González de León, quienes no rebatieron el punto.

Después de su afirmación lapidaria, Borges mencionó algunas excepciones: Don Quijote de la Mancha, las novelas de Dickens, de Flaubert, de Conrad, de Stevenson, cuyas frases, según él, son perfectas. Y cuando lo forzaron a recomendar cinco libros hispanoamericanos para los jóvenes lectores, el escritor insistió en su actitud crítica: nombró sin dudarlo Las mil y una noches, ese libro que la tradición árabe formó a manera de las cajas chinas, encerrando un cuento dentro del otro y que nos muestra como pocos la esencia del relato.

Si en esas mesas redondas grabadas hace 37 años el poeta también había dicho que la imprenta se había convertido en uno de los grandes males de nuestro tiempo, ¿qué habría dicho del mercado editorial de nuestros días, donde se publican libros de versos y novelas con faltas de lenguaje, ensayos que suplen la imaginación crítica con inútiles estadísticas, libros de farmacia de grandes tirajes y una prosa que nunca llegó a encarnar? ¿Tendríamos que volver a escribir sin publicar como lo hiciera John Donne y lo sugiriera Borges? Tal vez lleguemos a la época en la que sólo valga la pena transcribir lo escrito.

Borges dijo entonces que prefirió escribir cuentos por su estructura directa, esencial, y versos, porque pueden acercarnos a lo que hay de sobrenatural en cada uno de nosotros, trasladarnos a esa otra orilla donde habita la emoción. ¿Qué es la poesía?, le preguntaron a Borges quien sonriente parafraseó a San Agustín en su meditación sobre el tiempo: si no me preguntan qué es, lo sé. Si me lo preguntan, no lo sé.

Es probable que durante esa visita a nuestro país Borges escribiera el poema México, lugar cuya mitología de sangre la entretejen los hondos dioses muertos. Debo advertir que su relación con México era fuerte: su amistad con el humanista Javier Wimer y con Alfonso Reyes (el mejor escritor de nuestro idioma), su gusto por la poesía del afrancesado Manuel Gutiérrez Nájera, la Suave Patria de Ramón López Velarde, que sabía de memoria, y el sabor terrestre de la chía.

Juan José Arreola, quien también participó en aquel memorable encuentro se convirtió, desde el inicio, en el principal interlocutor del poeta y a quien debemos una de las mejores descripciones de la obra emprendida por el autor de Los conjurados: Borges volvió a encontrar para nosotros las formas secretas de la composición en castellano. Descubrió nuevamente el sistema vertebral y las articulaciones de nuestra lengua. Creo que bajo el patrocinio de Francisco de Quevedo, Borges despojó a la lengua castellana de toda una vana palabrería de la que estaba recargada.

A más de 30 años, la voz del poeta nos sigue sorprendiendo por haber ejercido el sano ejercicio de la claridad, pero también por su incisiva imaginación crítica: “los poemas no son artefactos verbales (…) hay demasiada poesía para imprimir”; “el libro capital de la literatura inglesa (…) es La Biblia”, “las Academias –y yo soy académico–, son un error” y cada nueva edición de los diccionarios, salvo el de Corominas que no fue académico, hace lamentar la precedente. No lo turbaba la fama entonces y ahora tampoco el tiempo. Ya sabemos que la tradición de la televisión es el olvido pero también que lo fugitivo, materia del poeta, permanece. No se equivocó el principal titular de La Jornada aquel 14 de junio de 1986: Ya inmortal, murió Borges.