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Ver día anteriorLunes 31 de mayo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Abel
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Una de las escenas de Abel
E

chale ganas, matador. Con esta expresión de aliento, el niño autista de 9 años Abelardo Serna (Christopher Ruiz-Esparza) es despedido por su médico en un hospital siquiátrico capitalino, para su reintegración en Aguascalientes, en el seno de una familia disfuncional compuesta por Cecilia (Karina Gidi), madre abandonada por su esposo, que ha ido a buscar fortuna y encontrado familia alterna en Estados Unidos; Selena (Geraldine Alejandra), la hermana adolescente, y Paúl (Gerardo Ruíz-Esparza), un simpático hermano menor. Abel, primer largometraje de ficción del actor Diego Luna, explora en una combinación de drama y comedia las vicisitudes por las que atraviesan el niño y sus parientes en una breve y extraña convivencia que habrá de trastornar por un tiempo el esquema tradicional de la familia mexicana.

El guión de Diego Luna propone una idea novedosa y descabellada: Abel supera sorpresivamente el autismo gracias a la televisión (aparato frente al que pasa horas enteras) y al consumo voraz de viejas películas mexicanas (La oveja negra, de Ismael Rodríguez, 1949). Pero, lejos de curarse, sólo transita de un estado patológico a otro, volviéndose un niño esquizofrénico, convencido de que debe asumir el papel de padre de familia en remplazo de la figura ausente.

Primer hallazgo humorístico: el niño Abel imita en gestos y palabras al patriarca rural Cruz Treviño Martínez de la Garza (don Fernando Soler en la cinta citada) y somete a su autoridad incuestionable a su familia, que finge acatar todas sus órdenes para no agravar el delirio. Nuevo giro cómico: Anselmo (José María Yazpik), el padre verdadero, regresa al hogar y se enfrenta a la suspicacia y tiranía de Abel, acomodándose con dificultad a la nueva situación como primo postizo de su propia esposa.

La distancia que toma Diego Luna de cualquier desbordamiento dramático o humorismo complaciente se refleja en el tono irónico y controlado de las interpretaciones (estupenda Karina Gidi, notables los niños Ruiz-Esparza), y en una pista sonora que es lúdica y muy efectiva, excepto cuando sucumbe a la tentación sentimental de la última melodía (Abel), interpretada por Julieta Venegas.

Sobre lo esquemático e inverosímil de la propuesta clínica (el autismo infantil ocasionado por el abandono paterno, y fantasiosamente resuelto por la suplantación de roles), se impone un brío narrativo que acumula con desenfado las situaciones humorísticas. Abel reprende a sus hermanos como si fueran sus propios hijos, y es para su madre el marido severo y responsable con quien comparte la cama.

El guión insinúa una fantasía de incesto que resuelve hábilmente, al tiempo que presenta al padre verdadero como un ser emocionalmente inestable, incapaz de garantizar un bienestar doméstico. La familia disfuncional ensaya con Abel una paradójica apariencia de equilibrio, y en la representación paródica la cinta alude a una crisis real de los valores familiares. Al manejar todo esto en tono de comedia, Diego Luna reinterpreta de modo original la vieja tradición del melodrama doméstico (Una familia de tantas, Alejandro Galindo, 1948).

En Abel los niños y las mujeres son protagonistas muy vigorosos, mientras los hombres adultos aparecen como figuras desdibujadas o disfuncionales. Una gastada figura patriarcal se vuelve así el objeto último de la ironía. Como resultado de esta operación, un niño esquizofrénico que suplanta, con éxito pasajero, a un padre desobligado se presenta como un mal síntoma para la salud moral de la institución más defendida por el conservadurismo mexicano. A su modo, Abel semeja una variante en apariencia más ligera, pero más efectiva, de De la infancia, de Carlos Carrera, un drama extremo de la disfunción familiar presentado en el Festival de Cine de Guadalajara.

El joven actor, guionista y realizador Diego Luna comienza a romper con los engañosos beneficios de esa celebridad instantánea que le permitió lucimientos azarosos (Rudo y cursi) y un desigual trabajo como documentalista (J.C. Chávez), y ofrece en su primera narración personal un acierto discreto, de una madurez sorprendente.