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Rebatiña por el hereje y excomulgado
D

e que son obstinados ni duda cabe. A su obstinación le suman la conveniente desmemoria que busca a toda costa ponerse a salvo de las atrocidades históricas cometidas por la institución. En este sentido va el reclamo del vocero de la arquidiócesis de México, Hugo Valdemar, por no haber sido invitada la Iglesia católica a la ceremonia de traslado de los restos de algunos héroes y una heroína de la Independencia hacia el Museo de Chapultepec para su preservación y estudio.

La Iglesia católica novohispana, la cúpula clerical que la dominaba, fue absolutamente contraria al movimiento del cura Miguel Hidalgo y Costilla. De un tiempo para acá, conforme se acerca el bicentenario de la Independencia, sobre todo la arquidiócesis de México que encabeza el cardenal Norberto Rivera Carrera, ha intentado reapropiarse de Hidalgo y su gesta no obstante que fue tachado de hereje y excomulgado por autoridades eclesiásticas católicas.

Miguel Hidalgo padeció tanto un proceso militar como uno inquisitorial. Fue acusado de enemigo del régimen político y estigmatizado como hereje por la Iglesia católica romana. El conglomerado político/religioso de la Nueva España puso a funcionar toda su maquinaria para darle una condena ejemplar al cura que en la madrugada del 16 de septiembre de 1810 convocó al levantamiento del pueblo.

Pocas semanas después del llamado popular hecho por Hidalgo, la Inquisición cita al rebelde para que comparezca ante ella. Hidalgo desobedece y continúa al frente de la insurrección. En un edicto, que fue mandado fijar en las iglesias, se le considera depravado, desviado doctrinalmente, fornicario, soberbio, libertino, infiel, hipócrita, inicuo, enemigo de Dios, monstruo, apóstata, padrote (hicisteis pacto con vuestra manceba de que os buscase mujeres para fornicar, y que para lo mismo le buscaríais a ella hombres) y, ¡horror!, luterano: Adoptáis la doctrina de Lutero en orden a la divina Eucaristía, y confesión auricular, negando la autenticidad de la Epístola de San Pablo a los de Corinto, y asegurando que la doctrina del Evangelio de este Sacramento está mal entendida, en cuanto a que creemos la existencia de Jesucristo en él. Es decir, según sus juzgadores, Hidalgo no creía en la transustanciación, no compartía que en la comunión estuviese realmente la sangre y el cuerpo de Cristo. Pero no fue luterano en el estricto sentido del término, la acusación de serlo tenía por objetivo desacreditarlo en extremo ante el pueblo que lo apoyaba. Hidalgo enarboló una imagen de la Virgen de Guadalupe, la cual iba al frente de sus tropas.

Hidalgo compareció ante la Inquisición después de que fue apresado (21 de marzo de 1811). A varios de sus compañeros civiles de insurrección los fusilaron antes que a él. La condición sacerdotal de Miguel Hidalgo y Costilla hizo necesario, para poder enviarlo al paredón, que primero se le retiraran los hábitos clericales. Esto lo perpetró con mucho gusto la Inquisición, que lo excomulgó y puso en manos de la justicia civil, justicia que a su vez estaba supeditada a las autoridades eclesiásticas. Previa excomunión Hidalgo fue enviado a las mazmorras, de las que era sacado nada más para hacerlo comparecer ante sus jueces eclesiásticos, los que le sometieron a jornadas infamantes.

Antes de su fusilamiento (a las siete de la mañana del 30 de julio de 1811), a Miguel Hidalgo le fue leída la pena de excomunión; algunas fuentes sostienen que fue emitida por el propio papa Pío VII, y uno de cuyos fragmentos dice: “Lo excomulgamos, lo anatematizamos y lo secuestramos de los umbrales de la Iglesia del Dios omnipotente para que pueda ser atormentado por eternos y tremendos sufrimientos, juntamente con Datán y Avirán… Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga, y que el cielo con todos los poderes que hay en él se subleven contra él, lo maldigan y lo condenen. ¡Así sea! Amén”. Después de la ejecución su cuerpo fue exhibido en la plaza pública, por la tarde cercenaron la cabeza, la pusieron en una caja con sal, y la enviaron para que fuera colgada, junto con las de otros líderes independentistas: Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato.

Sus inquisidores obligaron al padre Hidalgo para que estampara su firma en una retractación de sus errores. Esa es la base que usa el revisionismo histórico clerical para asegurar que el reo murió reconciliado con la Iglesia católica. La abjuración le fue arrancada mediante torturas y anatemas. Quienes ahora arman rebatiñas por los restos y memoria histórica de los rebeldes que en su momento fueron estigmatizados, perseguidos y ejecutados por decisiones de la Iglesia católica identificada con los intereses de la corona española, deben explicar sus malabares interpretativos que les lleva a concluir que los herejes de ayer en realidad siempre han sido modelos de creyentes católicos.

Por como van, no sería extraño que pronto leamos un boletín de prensa como el siguiente: Antes de que se cumpla el bicentenario del inicio de la Independencia, la Comisión Histórica del arzobispado de México revelará, por boca del cardenal Norberto Rivera Carera, que Miguel Hidalgo nunca fue fusilado, que su cuerpo inerte jamás fue decapitado y que, por tanto, la cabeza colgante en la Alhóndiga de Granaditas no era la de él. Hará públicos contundentes documentos donde fehacientemente queda demostrado que todo fue urdido por pérfidos luteranos para desacreditar a la inmaculada Iglesia de Roma.