Editorial
Ver día anteriorViernes 4 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Conflicto coreano: negociación necesaria
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i Jang Gon, embajador adjunto de Corea del Norte ante la Conferencia de Desarme de Naciones Unidas en Ginebra, Suiza, advirtió ayer que una guerra puede estallar en cualquier momento con su vecino del sur y responsabilizó de ello al régimen surcoreano en colaboración con su aliado Estados Unidos. Tal advertencia tiene como contexto las crecientes tensiones que surgieron luego del hundimiento, el pasado 26 de marzo, de un buque de guerra surcoreano cerca de la frontera marítima entre ambos países; debe recordarse que, luego de que una comisión internacional de investigación concluyó que el incidente fue causado por un torpedo norcoreano, el gobierno de Pyongyang rompió todas sus relaciones con su vecino del sur, desconoció la validez del armisticio suscrito en 1953 –con el que se puso fin a los enfrentamientos armados entre ambos países–, amenazó con un ataque inmediato si algún barco de Corea del Sur violase la frontera en el Mar Amarillo y aseguró que no garantizaría la seguridad de los sudcoreanos que viajen a su territorio.

La tensión casi prebélica del momento presente y los amagos del régimen que preside Kim Jong-il, inconvenientes e indeseables por cuanto introducen factores adicionales de tensión e inseguridad en un mundo de por sí sobrado de ellos, deben ubicarse, sin embargo, como el producto de una historia de agresiones e injerencias extranjeras. Debe recordarse que desde finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando las fuerzas estadunidenses y soviéticas intervinieron para poner fin a más de tres décadas de ocupación japonesa, la península de Corea fue dividida en dos estados que reclamaban la soberanía sobre la totalidad del territorio. Poco después, cuando sobrevino la guerra entre ambas partes (1950-1953), los dos bloques geopolíticos que se disputaban por entonces el orden mundial se involucraron en el conflicto: el gobierno de Washington, bajo el cobijo de la ONU, intervino directamente en la contienda en favor de Seúl, mientras que los regímenes de Moscú y Pekín brindaron apoyo político, militar y económico al de Pyongyang.

Después de tres años de una guerra mortífera y catastrófica, en la que el gobierno de Estados Unidos consideró seriamente la posibilidad de lanzar ataques nucleares, los bandos suscribieron un armisticio que dejó irresuelta la reunificación de la infortunada nación asiática y que constituye, hasta la fecha, la más persistente marca del intervencionismo estadunidense en aquel continente. No sorprende si ahora, después de casi seis décadas, el gobierno norcoreano decide desconocer ese acuerdo.

No debe soslayarse que el belicismo y la cerrazón del régimen de Pyongyang son un colofón lógico al cerco histórico impuesto por Occidente contra Corea del Norte, así como una respuesta lógica a la aplicación de la doctrina de la guerra preventiva por parte de Washington en Afganistán e Irak.

En este sentido, cabe señalar que el desarrollo de armas atómicas emprendido por Corea del Norte constituye una reacción indeseable, pero coherente, a la invasión y destrucción de Irak, país al que Estados Unidos acusó –en falso– de poseer armas de destrucción masiva. Lo cierto es que la agresión estadunidense contra esa nación árabe fue posible justamente porque ésta carecía de tal clase de armamento, y el gobierno de Kim Jong-il extrajo de ello sus propias conclusiones: de no dotarse de un arsenal atómico –por pequeño que fuera– como factor de disuasión, tarde o temprano correría la misma suerte que el de Saddam Hussein.

En la circunstancia presente, y frente a la responsabilidad histórica que en la configuración de las tensiones actuales han tenido las potencias occidentales, con Washington a la cabeza, lo menos que puede esperarse es que éstas muestren prudencia y sensatez diplomática, den la espalda a la perspectiva de resolver este conflicto por la vía armada e impulsen, en cambio, un proceso de negociación que conduzca a una paz sostenida y duradera en esa región.