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Foto: www.arrabal.org |
Fernando Arrabal y lo exultante
José Luis Merino
Por medio de una tarjeta postal fechada en junio de 1966, el dramaturgo Fernando Arrabal nos daba su asentimiento para elegir la pieza teatral suya que quisiéramos representar. “Tienes mi bendición.” Y aconsejaba: “De hacer algo: que sea exultante, nuevo, violento...” Previamente le había escrito en nombre del grupo de teatro Akelarre de Bilbao (del que yo era uno de los miembros fundadores), pidiéndole permiso para poner en escena una de sus obras. Nos decidimos por la obra titulada Fando y Lis.
Veinticinco años más tarde, Arrabal vino a Bilbao para dar una conferencia sobre su teatro en la biblioteca municipal. Al término del acto, el alcalde de la capital invitó a una veintena de informadores a compartir, durante una cena, un encuentro con el escritor. Durante la velada Arrabal llevaba la voz cantante. Daba lecciones de taxonomía, mofándose de aquellos colegas que él consideraba enemigos suyos o simplemente competidores literarios. El bachiller que lo sabía todo cocinaba su monólogo imparable en el microondas del ego.
Hacia el final de la velada me dirigí a él para preguntarle si era posible entrevistarle, en un aparte, para un libro que estaba preparando, una vez acabáramos la cena. Contestó: “Nada de después, ahora mismo delante de estos señores.”
Creyó oportuno explayar su ingenio ante aquellos provincianos informadores de prensa, radio y televisión. Puse voz a mi primera pregunta. Su contestación, un poco balbuciente, no correspondía a la brillantez de los momentos anteriores. Tampoco se lució con la segunda pregunta. Ya preparaba la tercera, cuando no me dejó continuar. Dijo que las preguntas eran muy interesantes y harto difíciles de contestar de palabra. Requería que fueran contestadas por escrito. Lo haría gustoso y me dio su dirección de París.
Días después le mandé las preguntas a su domicilio, sin recibir respuesta alguna. Insistí un par de veces. Como permanecía mudo como una cuchara de madera, le propuse un juego exultante y nuevo, recordando sus palabras de la tarjeta postal, como era que yo contestara por él. Traté de provocarlo. Nada. Ni rastro de quien se las daba de libérrimo anarco y anticonvencional. Creo que nunca me perdonó haberle privado de convertirse del todo en una prima donna de la noche bilbaína, nada menos que con el primer edil de la ciudad como testigo.
Dos años después, el gran cocinero del ego volvió a Bilbao por no sé qué motivos. Fui a entrevistarlo para el periódico donde yo colaboraba, a propósito de la fiesta de los toros (estábamos en plena Semana Grande). Durante el encuentro no me di a conocer. No valía la pena. Volvió a comportarse tan “estupendo” como un trago de aguarrás. Su fatuidad rebasaba todos los aranceles...
A partir de aquellas dos experiencias me olvidé para siempre del Fernando Arrabal de carne, hueso, barba egolátrica y espejuelos schubertianos. Prefería recordar sus piezas dramáticas, donde se funden influencias del teatro del absurdo y de la crueldad, además del surrealismo, con la tradición cultural española. Obras como Oración, Los dos verdugos, Fando y Lis, El cementerio de automóviles (su obra más ambiciosa), Ceremonia por un negro asesinado, El arquitecto y el emperador de Abisinia, entre otras.
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