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Terror en la Plaza México
 
Periódico La Jornada
Lunes 14 de junio de 2010, p. a50

Por segundo domingo consecutivo, Rafael Herrerías usó la puerta de toriles de la Plaza México como arma de grueso calibre para ametrallar a personas indefensas. Si la semana pasada envió a la enfermería a un niño de 12 años y a una hermosa mujer que sigue en el hospital, ayer mandó a la cárcel a un aprendiz con más valor civil que taurino, y truncó la carrera de otro que también fue más débil que su propio miedo. ¿La causa? A jóvenes sin sitio alguno, les echó un encastado encierro de Antonio de Haro, sangre tlaxcalteca de La Laguna, con más de 450 kilos de peso en promedio.

Alfonso Mateos, poblano desconocido y primero en el cartel, trató insistentemente de convencerse de que tiene valor para ser torero. Pero después de matar de un espadazo a su primer enemigo, llevó el autoengaño a límites extremos y demostró que no está hecho para esto. Peor todavía le fue al capitalino Christian Hernández, a quien se le fue vivo el primero de su lote.

Ante su segundo, un cárdeno de 470 kilos, la lluvia le complicó todo: él no quiso ni olerlo detrás del capote y los picadores no le restaron fuerza, de modo que luego de pegarle dos muletazos por la cara, a medida que arreciaba el chubasco, Hernández perdió el control, atravesó el redondel corriendo y se tiró de cabeza al callejón.

Rehén del pánico se negó a volver a salir, mientras el aguacero continuaba, y al cabo de una larga plática con el inspector de autoridad, se plantó en los medios, se arrancó la coleta y se despidió del público para siempre. Sin embargo, como incumplió su contrato, fue arrestado por la policía y conducido a la delegación Benito Juárez, donde un juez le impuso una multa por falta administrativa.

Quien corrió con la mejor y la peor suerte fue David Aguilar, también poblano, que agradó a los menos de mil aficionados reunidos en el embudo, al recibir con pintureras y templadas verónicas al tercero de la tarde, mismo que llevó al caballo con el capote a la espalda por tapatías, para rematarlo con una espléndida revolera delante del peto y, nuevamente con el capote a la espalda, sacarlo de la suerte caminándole por vizcaínas.

Con las banderillas no tuvo ningún lucimiento y con la muleta desperdició la bravura y la fijeza de un toro-toro, que puso en evidencia su falta de recursos: era como si al ring hubiera subido a pelear un amateur contra un campeón del mundo. Al sexto y último de la tarde ya no lo pudo conocer porque la lluvia, el juez y el empresario suspendieron el criminal festejo.