Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Sabor amargo
S

omos toda clase de bichos los críticos de teatro. Están los sedicentes, es decir locutores y egresados de alguna escuela de comunicación que ignoran todo acerca de las artes escénicas, pero que andan por el mundo amparados en un blog de Internet o en las siglas de asociaciones fantasma, pero esos no valen la pena de que nos ocupemos de ellos. Estamos los que intentamos ser serios y documentados, aunque algunos que otros se ensañan con sus colegas, tal vez por sentirse superiores. Por no caer en eso, y porque me resultan muy simpáticas sus posturas de izquierda y feministas, me siento inhibida de escribir acerca de Estela Leñero y en alguna ocasión he prescindido de hacerlo cuando su texto no me ha gustado, pero hoy intento olvidar a la crítica de teatro de una importante revista y me atengo a la muy premiada dramaturga que es también Estela y creo que no hay falta de ética en hacer una crítica que no es positiva.

Vale este preámbulo para hablar de Sabor amargo, su más reciente estreno, ya publicada por El Milagro y que, escenificada, revela en mayor medida las que me parecen grandes deficiencias. La autora propone una visión muy tremendista de una familia disfuncional de clase baja, y es muy posible que se den casos así en la vida real, pero el amontonamiento de abusos y crueldades que culmina con la revelación del asesinato del brutal padre (que deambula como fantasma en lo que quiere ser un destello hamletiano) a manos de la madre, hace que se sienta una gran saturación de elemento para hablar de violencia intrafamiliar, aunque es muy válida la acotación –que es antigua en la dramaturgia mexicana– de que la mujer reproduce el machismo al obligar a la hija a hacer tareas domésticas y servir al hermano drogadicto e inútil. Si a eso añadimos que la crítica social y política se hace en partes de parlamentos, que resultan como parches mal puestos, cuando Rosa externa su preocupación por tener que torear entre los coches para vender su fayuca y su temor a la reubicación, en momentos en que atiende su hijo César que es presa de convulsiones por un exceso de droga, entendemos que no estamos ante uno de los mejores textos de la dramaturga.

A pesar de los muchos apoyos obtenidos (CNCA y Secretaría de Cultura del DF, entre ellos) con la escenificación también algo pasa. La esperanza de ver algo rescatable en escena, dadas las personas que intervienen en ella, resulta muy fallida, empezando por lo primero que vemos, ese espacio escenográfico que asesoró la talentosa Gloria Carrasco pero que aquí resulta poco feliz; supongo que se intenta subvertir la idea de un departamento normal mostrando el caos de la familia, pero ese hoyo en el suelo, tan exactamente colocado bajo la pera de boxeo, desde que el fantasma del padre coloca su fuete en forma de lazo en la pera, nos recuerda un cadalso y se sabe de antemano el desenlace y, para peor, las hileras de foquitos de Navidad, a un lado de la caja de cartón que sirve de mesa, que se encienden en los sentidos y culpables monólogos de César cuando baja la luz –en iluminación de Matías Gorlero– y que resultan insoportablemente Kistch, aunque esto es responsabilidad de la directora.

Claudia Ríos ha dado excelentes direcciones, pero esta no es una de ellas. Su trazo no es claro y limpio, olvida algún espacio como el sillón a la izquierda del espectador y tras la caja de cartón, que nunca es ocupado, por poner un ejemplo. Su dirección de actores, algunos más avezados que otros, tampoco es uniforme, aunque con algunos de ellos ya trabajó con buen resultado en Otelo, según se recuerda y a otros los hemos visto en diferentes montajes, con mayor logro que ahora. Rosario Zúñiga encarna con compostura a Rosa, la madre, aunque no logra ser del todo convincente en lo que debieran ser cambios y matices. Edgar Parra –que dobletea con Rodolfo Arias– como Germán, el amante abusivo, poco convincente sobre todo en su escena final de ebriedad absoluta y tampoco convencen esta vez Humberto Solórzano como el fantasma del padre o Max Flores como César, el hijo casi siempre rodando por el suelo, lo que impide apreciar su actuación. Y he de confesar que tengo una viva simpatía por Sofía Espinosa en lo personal, pero no creo que eso sea causa de que piense que es la única del elenco que haga, como Silvia, una actuación creíble e interesante.