Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de junio de 2010 Num: 799

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La dignidad se llama José Saramago
RODOLFO ALONSO

Tres poemas
MARKOS MESKOS

José Saramago, un lusitano indomable
GUILLERMO SAMPERIO

Saramago: el gran lagarto verde y las tentaciones de San Antonio
ANTONIO VALLE

José Saramago: un desasosegador incansable
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Responso triste por una amistad remota
JORGE MOCH

In memoriam

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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José Saramago:
un desasosegador incansable

Luis Hernández Navarro


En marzo de 2001 en la llegada del EZLN al Zócalo capitalino. Foto: Francisco Olvera/ archivo La Jornada

SARA MAGO, LA PINTORA FAMOSA

Esperanza Aguirre y Gil Biedma, dirigente del Partido Popular de España y Condesa de Murillo y Grande de España, actualmente presidenta de la Comunidad Autonómica de Madrid, era ministra de Cultura en octubre de 1998, cuando José Saramago recibió el Premio Nobel de Literatura. Corre la versión de que, enterada del reconocimiento, la funcionaria declaró que Sara Mago era una pintora muy famosa.

El escritor portugués desmintió la versión. “Aunque Esperanza Aguirre ha dicho antes y después alguna sentencia similar a ésa –escribió– estoy en condiciones de afirmar que ella no ha dicho nunca eso […] Eso no es más que un chiste. Yo no tengo elementos para decir si es cierto o es falso. Eso es un cuento y no quiero decir nada que contribuya a que se siga hablando de ello.”

Curiosa broma para un escritor cuyo nombre viene del apodo de la familia de su padre, de un caso inusual en la historia en el que el hijo le da el nombre al padre. Cuando su progenitor fue a inscribirlo al Registro Civil, el funcionario le preguntó: ¿cómo se llama el hijo? Su procreador respondió: como el padre; que según la ley era José de Sousa. El funcionario por su cuenta añadió el apodo que conocía. Con los años, su progenitor tuvo que transitar por tortuosos laberintos burocráticos para que se reconociera que él también se llamaba Saramago y que aquel muchacho era su vástago.

Pero lo de Esperanza Aguirre no fue casualidad. La derecha no se caracteriza ni por su cultura –recordemos los flamantes dislates de Vicente Fox– ni por su sentido del humor. Sin embargo, sí lo ha hecho por su intolerancia. Lo que nunca fue un chiste fueron la rabia, el rencor y el desprecio con el que una parte de la intelectualidad de derecha, el mundo clerical y distinguidos políticos trataron en vida al novelista, por su ateísmo y su compromiso con las causas contra la explotación y la injusticia. La propaganda reaccionaria lo caricaturizó como un demonio comunista, profanador de la soberanía nacional. En México, el entonces presidente Ernesto Zedillo estuvo a punto de expulsarlo del país. El Vaticano lo fustigó. La jerarquía eclesiástica brasileña dijo que si Saramago fuera católico sería “excomulgado”. En Portugal, el gobierno vetó que su novela El Evangelio según Jesucristo fuera presentada al Premio Literario Europeo en 1992, porque consideró que ofendía a los católicos. El subsecretario de Cultura de esa época, António Sousa Lara, dijo que “el libro no representa a Portugal ni a los portugueses”.


En una manifestación del Partido Comunista
Foto: Fundación José Saramago

Irónicamente, Saramago fue, además de un extraordinario narrador, un hombre bueno y generoso. Una persona pacífica, sin demagogia sin dobleces. Un intelectual que siempre dijo lo que pensaba, de manera sencilla y sin retórica. Un pensador que habló con honestidad y consideró la bondad un valor revolucionario. Un personaje comprometido hasta el final de sus días con la vida, esforzado por transformar las cosas, decidido a hacer lo que hizo y a decir lo que era. Un escritor que nunca sintió la necesidad de un triunfo, de una carrera, de ser reconocido, de ser aplaudido. Que nunca quiso ser un hombre famoso, que no fue una persona ambiciosa que se pusiera metas. Que vivió su vida haciendo lo que quería. Fue un ser humano feliz a pesar de no buscar la felicidad, pero que estuvo en el momento y en el lugar donde algo podría ocurrir. Un artista que tuvo todo porque nunca buscó nada.

Su generosidad y calidez fueron reconocidas por miles de personas que se acercaban a él en actos públicos para tocarlo, para verlo, para saludarlo, para estar a su lado.

AL QUE NO LE DABA IGUAL

Confeso como comunista hormonal debido a una hormona que le impuso una conciencia ética, cuando Saramago recibió las llaves de Ciudad de México dijo: “Yo soy comunista, pero en México soy zapatista. Y zapatista no por un capricho intelectual, como varias veces ocurre mucho con los intelectuales que van más a lo nuevo, a la novedad. ¡No!, sino por un convencimiento de que hay que encontrar nuevas formas de entender la realidad.”

La relación del escritor portugués con los rebeldes del sureste mexicano no era nueva. Y no lo era porque no le daba igual lo que sucedía en aquellas tierras. Conmovido por la matanza de Acteal de diciembre de 1997, acudió a Chiapas a conocer y solidarizarse con la rebelión. En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara declaró: “Lo único que yo quería decir es lo siguiente: hay guerras que son guerras y hay no guerras que son igual de guerras. La no guerra de Chiapas es una guerra.”

En 2001 regresó a México para participar en la Marcha del Color de la Tierra organizada por el EZLN. Fue uno de los momentos más exaltadores y arrebatadores de su vida, una de las raras ocasiones en las que quedó claro que se puede ser infinitamente mejores de lo que somos.

A comienzos del siglo XXI, en pleno ascenso de la lucha altermundista, Saramago juzgó necesario el desarrollo de un movimiento mundial de conciencia, y consideraba que el zapatismo podía ser un elemento para lograrlo y para favorecer con su ejemplo la aparición de expresiones similares de protesta en otros países, que no buscaran la conquista del poder político convirtiéndose en nuevos partidos. De manera fraternal expresó sus discrepancias con los rebeldes, cuando éstos dijeron o hicieron cosas que no le convencían. Le incomodaba, sobre todo, el silencio del subcomandante Marcos en algunos momentos, y así lo hizo saber en su blog. “Ojalá –escribió– que no vuelva a callarse. ¿Con qué derecho lo digo? Con el simple derecho de quien no abandonó. Sí, de quien no abandonó.” Sin embargo, disciplinado, en más de una ocasión prefirió tragar sapos para no abrir un flanco de crítica a sus compañeros.


Mitin del 25 de abril Foto: Fundación José Saramago

EL ESCRITOR Y EL COMPROMISO SOCIAL

No obstante sus fuertes convicciones políticas, su compromiso ético y su decisión de ensanchar la acción pública de su trabajo, Saramago nunca escribió para hacer proselitismo o propaganda política, pues, según él, de ello se encarga la historia misma. “Creo –aseguró– que en la literatura no debe ser el autor el que haga explícitas sus ideas, sino los propios personajes.”

Para él, su compromiso social era independiente de su exigencia estética. La literatura no era, nunca, un compromiso. El compromiso es de la persona que es escritor. Según el portugués, la literatura no es un agente de transformación social ni puede ser instrumentalizada por una causa política. No transforma socialmente el mundo. Por el contrario, el mundo es el que va transformando, y no sólo socialmente, a la literatura. “La literatura –afirma– es irresponsable, porque no se le puede imputar ni el bien ni el mal de la humanidad. Por el contrario, actúa como un reflejo más o menos inmediato del estado de las sociedades y de sus sucesivas transformaciones.” La literatura no tiene mensajes; el mensaje es el que cada lector pueda extraer.

En cambio, Saramago se propuso explícitamente combatir la quietud, la serenidad, la tranquilidad. “Yo no escribo para agradar ni para desagradar –decía–. Yo escribo para desasosegar. Algo que me gustaría haber inventado, pero que ya lo inventó Fernando Pessoa, El libro del desasosiego. Pues a mí me gustaría que todos mis libros fuesen considerados libros para el desasosiego.”

El arte no tiene que dar lecciones de moral. Son los ciudadanos quienes tienen que salvarse. Ello –afirmó– sólo es posible con una postura ciudadana ética, aunque pueda sonar antiguo y anacrónico. Lo que sí hace la literatura, inevitablemente, es hacer pensar. Es la palabra escrita, la que está en el libro, la que hace pensar.

Su visión del mundo, de la historia, de la sociedad, fue pesimista. Según el autor lusitano, el mundo no daba motivo alguno para ser optimista. Eso es justamente lo que aparece en sus libros.

En Ensayo sobre la ceguera, una de sus obras más leídas y gustadas, Saramago construye una sencilla metáfora: la ceguera es la ausencia de la razón, no en el sentido de la locura, sino como un instrumento utilizado más para destruir que para construir, más para atentar contra la vida que para defenderla. La pérdida de la visión es la pérdida de la razón que construye. La gente se vuelve ciega porque no se da cuenta de que su forma de vivir es totalmente errónea y nos lleva al desastre. Ensayo sobre la ceguera anuncia el desastre que se podría producir si continuamos por el camino en que nos encontramos. En la era de las crisis concurrentes, del desastre petrolero en el Golfo de México, de la locura belicista, del sitio a Gaza, el mensaje desasosegador que la obra transmite no podía ser más actual.


En Oventic saludando al comandante David del EZLN, 1999. Foto: Eduardo Verdugo/ archivo La Jornada

UN ESCRITOR CON ALMA CAMPESINA

José Saramago fue, desde muy niño, callado, reservado, melancólico. Nunca rió con facilidad. “Incluso la sonrisa, para mí, es algo que me cuesta trabajo. Y las alegrías o las tristezas en mí son interiores, no las manifiesto.”

Nacido en 1922 en Azinhaga, Ribatejo, a cien kilómetros al norte de Lisboa, fue hijo de campesinos sin tierra, que vivían en medio de grandes penurias. Apenas con tres años emigró a Lisboa con su familia. Abandonó la escuela para trabajar en un taller. Estudió en una escuela técnica para ser cerrajero o carpintero. Fue mecánico. Escribió una novela a los veinticinco años y luego guardó silencio durante décadas.

De alguna forma sigo siendo un campesino. Parece disparatado decirlo pero sólo yo puedo saber lo que llevo de campesino dentro de mí. En gran parte sigo siendo ese niño. Mis raíces más auténticas son ésas. El pasado está lejos pero nunca me he podido separar de él. Lo que está entre la infancia, la adolescencia y lo que soy hoy no me marcó tanto. El carácter se forjó en aquel momento.

Este sello de sus raíces rurales aparece muy claramente reproducido tanto en el relato sobre su infancia hecho en Las pequeñas memorias, como en Levantado del suelo, la historia de diversas generaciones de campesinos del Alentejo, publicada en 1980, en la que devolvió a los hombres del campo lo que ellos le habían dado en el terreno del habla y la visión del mundo.

Compró su primer libro a los dieciocho años y leyó ávidamente en la biblioteca pública. Empezar a leer fue para él “como entrar en un bosque por primera vez y encontrarme de pronto con todos los árboles, todas las flores, todos los pájaros. Cuando haces eso, lo que te deslumbra es el conjunto. No dices: me gusta este árbol más que los demás. No, cada libro en que yo entraba lo tomaba como algo único”.

Saramago se ganó la vida como empleado administrativo y de seguros. Ingresó en 1969 al clandestino Partido Comunista (en el que permaneció hasta el momento de su muerte), luchó contra la dictadura de Salazar y trabajó de dibujante, editor y periodista.

FE Y RELIGIÓN

A pesar de no tener educación religiosa, ni en el colegio ni en la escuela, de no haber tenido nunca crisis de fe, y de haber ido en su niñez a misa sólo en dos ocasiones, Saramago abordó polémicamente la existencia de Dios y el papel de la religión en sus novelas El Evangelio según Jesucristo y Caín, lo mismo que en ensayos como “El factor Dios.” La jerarquía católica y los sectores más tradicionalistas de la Iglesia no le perdonaron nunca el atrevimiento.

No creyente convencido, aseguraba que se requiere de un grado muy alto de religiosidad para ser ateo. Habló de Dios porque es un asunto que afecta al conjunto de la humanidad y no sólo a los creyentes. Los ateos, según él, eran las personas más tolerantes del mundo. Confesaba sentirse incapaz de creer en Dios, de acercarse a esa sensación. Creer en un Dios superior y eterno le parecía un absurdo. Nunca tuvo duda sobre las consecuencias enormemente negativas y nefastas de la existencia de las religiones, que inevitablemente se oponen las unas a las otras. Sin ambigüedad alguna aseguró: “Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel.”

En plena expansión del fundamentalismo religioso de todo tipo afirmó que Dios, el demonio, el bien, el mal, están en la cabeza de los hombres, no en el cielo o en el infierno. En el mundo religioso encontró hipocresía, parálisis y corrupción. Según él, el hombre inventó a Dios a su imagen y semejanza, y luego se esclavizó a su ley. Lo inventó para enfrentar a la muerte. Dios sólo existe en el cerebro humano.

FIN DE ÉPOCA

Decía Saramago que “después de muerto, el escritor será juzgado según aquello que hizo”. Él pasará a la historia tanto como un magnífico narrador como por ser un hombre bueno y un desasosegador incansable. Como afirmó el también Nobel Darío Fo sobre su amigo: “Lo que te da la medida de cómo has vivido es lo que le va a faltar al mundo cuando tú ya no estés. Hoy que José no está, a mí me falta todo, me han arrancado un trozo de vida, un amigo que nunca se ha rendido, que siempre se ha mantenido íntegro y de pie en medio de la batalla.” Con el fallecimiento de Saramago pierden todos aquellos que luchan por un mundo más justo.