Opinión
Ver día anteriorJueves 8 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las fronteras de cal
N

i el estruendo de las infames vuvuzelas en el estadio de Soccer City, ni el contagioso ambiente de un país, ni los gritos alcoholizados de un continente impulsaron a Ghana a las semifinales del Mundial. La ola de euforia que rodó por tres semanas en Sudáfrica terminó en tragedia legendaria. La fiesta en África murió el viernes pasado, cuando el equipo de los ghaneses fracasó al no pasar a semifinales.

Es un fenómeno inusual y contrario al rigor nacionalista de cada Mundial saber que en el continente africano millones ondean las banderas de Ghana y corean este nombre como si fueran sus ciudadanos. El pasaporte de origen no restringe la conciencia del africano. Típicamente, cada nación que era eliminada experimentaba una depresión temporal donde las banderas patrias se guardaban en un baúl. En ese continente los baúles no se usan, ya que la esperanza de la afición no residía en un equipo nacional sino en las seis selecciones africanas.

En África, las fronteras políticas se derrumban cuando se trata de futbol. Cualquier símbolo patrio –una bandera, un himno, un color– que tiene como meta identificar sólo a un número reducido de humanos pierde su fuerza exclusiva, ya que, sin prejuicio y sin envidia, se adoptan por extranjeros para apoyar a una idea que se hace llamar África. Un ejemplo simple es ver cómo el cántico que al inicio del torneo inspiraba al equipo sudafricano se convirtió en Baghana Baghana, distorsión del original para alentar a Ghana. Esta metamorfosis ortográfica es comparable con transformar el querido apodo de el Tri en Trimarela para apoyar a Brasil; para el aficionado mexicano resultaría un sacrilegio comparable con rezar a Allah bajo la sombra de Cristo crucificado. En México, como en América Latina, aunque una persona o una nación apoye a su vecino nadie ondea banderas ajenas y mucho menos corea el himno nacional. El nacionalismo es volcánico y fácilmente explota en fanatismo. Pero para el africano, el nacionalismo es una coincidencia, una ficción geopolítica, un síntoma occidental en perpetua decadencia que no impide ni frustra el abrazo con otra nación negra.

Cuando participa Honduras u otro equipo de nuestra zona que comparte una misma historia o un idioma nunca corremos a ondear su bandera. Esta maravilla transnacional es la ventaja de África. Y es hermoso y es aire de frescura saber que las fronteras y banderas no se elevan como barreras divisorias, sino que se presentan como tenues líneas de cal que cualquiera puede brincar para apoyar a un hermano. Es muestra genuina de la potente fraternidad que existe en África y también paradigma de su trágica realidad, ya que una guerra civil en un país se esparce con facilidad y afecta a cada vecino de forma mortal.

Regresando al futbol, el poder de la ola africana en Sudáfrica fue tal que los mismos uruguayos se sorprendieron al descubrir que los latinoamericanos apoyaban a Ghana y no a sus hermanos de la región. Pero no es de preocupar. En ningún instante veremos las banderas charrúas ondear en las calles de nuestro país. En cambio, en Sudáfrica, aun después de su eliminación, la estrella negra de Ghana vuela a lado de edificios de gobierno en Pretoria y colorea la cara de niños en guarderías de Soweto. Aquí en África, cuando se trata de futbol, es el hermano y no su bandera lo que se aprecia.

Los jugadores de Ghana, antes de regresar a su nación, zarparon en una gira triunfal por todo Johannesburgo hasta anclarse en Soweto, donde se juntaron con Nelson Mandela, quien admitió haber sufrido igual al par del continente por la salida del equipo africano. También se reunieron con Winnie Mandela, ex-esposa del primer mandatario, quien consolidó el sentimiento continental al pronunciar su orgullo de ver a coterráneos poner a su continente en alto. Con la eliminación de Ghana, la pasión mundialista decayó. Sólo los Países Bajos y Alemania encuentran a seguidores en las minorías blancas. España y Uruguay gustarán, tal vez, al paladar refinado de algún aficionado. El resto de Sudáfrica ya piensa en la vida después del Mundial. Su sueño ha terminado y la final en Soccer City no despertará mas que la angustiosa espera para ver, en cuatro años, triunfar a una nación suya.