Opinión
Ver día anteriorDomingo 11 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Petite Source
H

ay lugares que poseen una fuerza de atracción selectiva. Si algunas personas no pueden escapar a su magnetismo y caen arrastrados en su espiral con el júbilo que provocan las profundidades donde se muere de risa, otras rehúyen esos lugares con el temor que inspira la muerte.

Sitios ajenos a las modas, para nada turísticos, escondidos en la penumbra que brota de ellos mismos, sus puertas están abiertas a quienes obedecen al capricho de cruzar sus umbrales polvosos. Lugares sin edad, recientes sin el brillo de lo nuevo, viejos sin la pátina de los antiguo, de sus fachadas no cuelgan placas grabadas con nombres de celebridades que pudieron acudir a ellos en otras épocas imantándolos con su fama. No corren la suerte de hoteles, restoranes o cafés clasificados monumentos históricos, a los cuales se cree resguardar gracias a las sucesivas reconstrucciones que sólo terminan por enterrar ruinas aún vivas de donde pudiera emanar un soplo de lo que fueron. El visitante que imagina poder sentir la presencia de Voltaire o Rousseau al cruzar las puertas del café-restorán Le Procope –creado en el siglo XVII– sufrirá un antinostálgico desengaño: la luz eléctrica desvanece cualquier huella de anocheceres a la luz de las velas. Sartre y Beauvoir son la novedosa propaganda del Deux Magots, un café de Saint-Germain-des-Prés, para atrapar ingenuos.

Debo haber entrado por vez primera a La Petite Source durante el verano de 1975, año de mi llegada a París. Junto al Apollinaire, el Deux Magots o el Flore, ese café tenía los visos de un patito feo, el arrimado de la familia, huérfano recogido: el azar quiso que se encontrara situado a su lado, justo enfrente de la plaza del Odeón sobre el reputado bulevar Saint-Germain. Su estrechez, sus mesas apretujadas, los gritos del mesero para pasar el pedido a la cocina, la mezcla de olores a grasa, fritanga y aceite quemado, el ruido de los autos apenas acallado por el de platos y cubiertos hacían huir a gente más sensible. Sin poner atención en estas sospechosas y olientes cualidades, volví a La Petite Source atraída a pesar mío. Había en su atmósfera un yo no sé qué. Lo barato de sus precios no era su única virtud, tampoco los canastitos llenos de baguettes que colmaban el apetito de estudiantes hambrientos: había algo más, indefinible, huidizo, con ese hechizo que sólo posee lo fugitivo. Pasaron por ahí escritores y artistas durante sus años de vacas flacas, los mismos que ya célebres volvían en busca de ese no sé qué más duradero que la añoranza. Entre sus paredes amarillentas escuché a Cioran burlarse de su angustia, sonreír socarrón de una desesperanza absoluta. Pocas personas he conocido en apariencia tan alegres. Todavía hoy, no puedo leerlo sin escuchar los ecos de su risa queda.

Volví muchas veces a La Petite Source, citada con amigos muy diferentes entre ellos, pero que no escapaban al un yo no sé qué de esa atmósfera donde se imponía una actitud displicente, de abandono y burla ante la desesperación, el mal gusto de la angustia que remueve en cada quien la idea de su propia e inevitable muerte.

Guillermo Merino era uno de los asiduos a este café. Nos citamos ahí muchas veces. Willy, como lo llamamos los amigos, me hacía estallar en carcajadas con sus frases tan serias, desbordantes de melancolía y desasosiego. Nada ni nadie escapaba a su humor negro, tan lejano a los tangos argentinos de su primera patria. De ahí la originalidad de su poesía. Leo algunos de sus versos en Maldoror, una lujosa revista de Uruguay: Engañar la soledad simulando ocupaciones/ es un ejercicio de buena educación/ es hacer creer en la eternidad de nuestro suelo/ es recordar a Pompeya y sonreír.

Es también recordar La Petite Source, desaparecida para siempre un día cualquiera, hace unos 10 años. En su lugar, una tabaquería, un restorán, qué importa. Nadie va a a borrarla restaurando sus muros, ni a hacerla olvidar simplemente porque ya no existe.