Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de julio de 2010 Num: 801

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El águila y el escorpión
AUGUSTO ISLA

Dos estampas
MAURICIO QUINTERO

De princesas promiscuas
y malhabladas

ADRIANA DEL MORAL

Un intercambio con
Alejandro Aura

JULIO TRUJILLO

“Vivir no fue cumplir un requisito”
EDUARDO VÁZQUEZ MARTÍN

Kapuscinski con un fusil
al hombro

MACIEK WISNIEWSKI

Agua estancada déjala correr
RAÚL OLVERA MIJARES entrevista con MARYSOLE WÖNER BAZ

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Del formato y otras quimeras (II Y ÚLTIMA)

Si en Trabajando un día particular, con todo y sus virtudes innegables en cuestión de austeridad, la imaginación de los actores parece toparse y detenerse en cuanto se relaciona con la conformación poética del espacio, dando cuerpo a la hipótesis de que el desempeño histriónico se ve afectado por este desencuentro, en el caso del Fausto en carne propia, proyecto con el que la Compañía Estable del Complejo Cultural Universitario de la BUAP poblana debuta en sociedad, la tensión entre el relato y el espacio se manifiesta en rasgos distintos pero igualmente localizables en la elección y la conformación, más que en el espacio de la ficción, del formato en el que el director Ángel Hernández presenta esta tentativa de revisitación de la fábula marlowiana.

El teatro del Complejo Cultural Universitario, ubicado en una zona exclusiva de la periferia poblana, presenta las características de un auditorio para espectáculos masivos de tamaño mediano antes que las de un teatro a la italiana de gran formato. Y si bien las fronteras entre ambas categorías son más bien difusas –si es que existen de hecho–, la puesta en escena se encarga de ponderar, suponemos que involuntariamente, la distancia entre el espacio concreto de la representación y el espacio interior que la mayoría de los actores, que suman más de veinticinco en escena, hacen fluir a cuentagotas durante la hora y media que la versión retrabajada tras el estreno se extiende.

Hernández ha apostado por no intervenir prácticamente en modo alguno la dramaturgia marlowiana; la saga del doctor en teología que vende su alma al diablo se desenvuelve ante nuestros ojos con apego estricto a la narrativa isabelina en cuestiones anecdóticas, de relatoría y de estilo lingüístico. Fuera de un trabajo de compactación consistente en reducir el tiempo de la representación a partir de la supresión de algunas escenas, la obra de Marlowe ha sido respetada enteramente, y se le hace suceder escénicamente en un espacio que, al menos de entrada, compele a pensar en una apuesta austera: el escenario ha sido dispuesto con sólo unas mamparas, enormes eso sí dadas las dimensiones del auditorio del Complejo, sobre las cuales se hacen desfilar proyecciones que de alguna manera se relacionan con los sucesos de la escena. Pronto, no obstante, tales elementos se propulsan a un protagonismo que se antoja superabundante no por carencias o deficiencias estéticas, sino porque parecen ahogar el imaginario actoral y porque evidencian un choque semántico entre el espacio, su habitación y el desarrollo de la ficción propiamente dicha. El devenir de estas proyecciones se vuelve cada vez más constante y preponderante y, sumado al diseño de audio por parte de Shaday Larios, igualmente estimulante y logrado pero también igualmente excesivo en cantidad y duración, termina por mandar el trabajo de los actores a un plano decididamente secundario. Sea por desconfianza o por impericia del director en algún grado, lo cierto es que la metamorfosis del Doctor Fausto, las irrupciones mefistofélicas y el trance transcurridos entre el pacto con Lucifer y el desenlace fatal no alcanza a ser imaginado, evocado y encarnado cabalmente por el copioso elenco, aunque existan pasajes en concreto y actuaciones en particular (como las de Amancio Orta, Rodolfo Rodríguez, Adriana Guzmán, Jorge Arturo Chávez y, en menor medida, Rodrigo Alcántara y Trixi Márquez) que son excepcionales en ese sentido. No habría que soslayar la innegable capacidad de Hernández para la construcción de imágenes y atmósferas, pero tampoco podría dejar de mencionarse que, en tanto que el desempeño del reparto ostenta tal irregularidad, la virtud de la imaginería y la ambientación no rebasa lo estrictamente formal. La sensación general, entonces, es que una dramaturgización más radical de la obra de Marlowe y un trabajo de dirección de actores realmente profundo hubiera contribuido a que el divorcio entre el formato monumental de la representación y la puesta en escena propiamente dicha no resultara tan evidente y, en consecuencia, hubiera coadyuvado a crear una intimidad y hondura en la interpretación que dejara atrás tales paradojas y conflictos formales.