Opinión
Ver día anteriorJueves 15 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El mausoleo de Humayún
D

e manera obsesiva, sigo anclada y recordando este subcontinente asiático, India, la tierra de las cobras (ya casi sin veneno) y los tigres de Bengala –a punto de extinguirse–, animales novelescos de los relatos de Kipling, país donde antaño deambulaban en tropel los elefantes salvajes, hoy embadurnados de colores chirriantes, ataviados con ropajes falsamente lujosos y cagando verdadera caca.

En el impresionante parque que rodea el mausoleo de Humayún, en Delhi, abundan las aves. Se entra por una gran puerta que conduce a una avenida y al fondo se entreven las primeras tumbas reales; me confundo cuando veo un hermoso edificio rojo con ventanas bordeadas por un encaje de mármol, creo estar frente al sepulcro del gran sultán; en verdad es un edificio más modesto, más humilde, a pesar de su imponente elevación, el color sanguinolento de la piedra y los arabescos de las ventanas.

Cuando penetro en la explanada –en esta mi tercera visita a Delhi– se desarrolla ante mí un espectáculo incongruente que ya he relatado antes: varios muchachos y muchachas indios, vestidos a la última moda (los chicos con jeans y chamarras, las chicas con minifalda, leggings y tenis Nike) bailan al son de una música de rock, que sale de un tocadiscos gigante y los camarógrafos filman una comedia musical para una de las grandes compañías fílmicas de la India. La música se interrumpe de repente y también el movimiento convulsivo de los danzantes. Cuando se reinicia, los jóvenes retoman su ritmo enfebrecido. Los miro embobada, me fascina este juego entre lo turbulento y el total estatismo.

Sigo caminando y llego, ¡por fin!, al edificio principal. Una explanada enorme con numerosas bancas donde se congregan familias enteras, las mujeres vestidas con saris de colores deslumbrantes y los niños de ojos negros con sus uniformes escolares, los hombres usan pijamas y kurtas o ropa occidental.

Sobre la gran cúpula blanca, las águilas y los halcones se retan; junto, se disputan el sitio los pichones y la excepcional blancura del mármol se ennegrece a trechos siguiendo el ritmo de las aves. Me aproximo, al fondo, al verdadero mausoleo. Entro. Ante mis ojos deslumbrados y olvidadizos, emerge, intacta, la tumba del sultán, el soberano opiómano y sabio. Repuesta de mi asombro, admiro los relieves inscritos en mármol blanco sobre la piedra color escarlata, signo característico de la arquitectura mogol; vislumbro los rosetones de esmalte verde, y casi invisibles, las volutas negras que pronuncian el nombre de Alá sobre los remates de la tumba. Ordenadas jerárquicamente a su alrededor, otras tumbas más pequeñas; en unas de ellas descansan algunas de sus otras esposas, sus hijas y sus hijos, quizá…

En la vieja Delhi hay un hospital de pájaros jainita: en el primer piso, los pájaros malheridos ocupan pequeñas jaulas donde se les da cuidados especiales; en los pisos superiores, las aves empiezan su recuperación y, en el último nivel, en jaulas enormes y altas –semejantes a las que en los zoológicos albergan a las aves de cetrería–, esperan las que han sanado, dispuestas a emprender el vuelo.

Las aves de rapiña recibirán un tratamiento deambulatorio.

Cuando a finales de los años 40, los ingleses se retiraron de la India y la provincia de Pakistán se convirtió en un país independiente, millares y millares de indios que profesaban religiones distintas emigraban en masa desde el país recién constituido, huyendo de las persecuciones y masacres a las que los musulmanes los sometieron; se refugiaron en las vastas explanadas que rodean la tumba de Humayún, transformadas en un gran albergue y hospital. Enormes contingentes acamparon en los jardines, ¿justicia poética?: los exiliados –hinduistas, jainitas, sikhs, ¿budistas y parsis?– encontraron refugio bajo la égida de un emperador mahometano.

Hoy, los pavos reales, pájaros emblemáticos de la India, siguen paseando inmutables, amenizan con su orgullosa cola los verdes espacios cuidados con esmero.