17 de julio de 2010     Número 34

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Lourdes Edith Rudiño

Distrito Federal

Siembras urbanas

Lourdes Edith Rudiño

Baldíos, barrancas y azoteas y patios de casas, escuelas e incluso prisiones están vistiéndose de verde. La agricultura urbana, que es orgánica, y en muchos casos con el concepto del policultivo, es una realidad en la Ciudad de México. Tan sólo el programa del gobierno del Distrito Federal que fomenta esta actividad y capacita a los interesados registra 82 proyectos creados en 2007-09 y, considerando el interés de la población, prevé más que duplicar esta cifra con “huertos” que nacerán en 2010 o inicios de 2011.

Ello, sin considerar los esfuerzos que asociaciones civiles y promotores privados realizan y que están multiplicando rápidamente estos proyectos. La tendencia es global. Según la organización Sembradores Urbanos, la agricultura urbana y periurbana proporciona comida a cerca de 700 millones de residentes en las ciudades, un cuarto de la población citadina mundial, y ello deberá reforzarse considerando que el crecimiento demográfico en el planeta de aquí al 2030 se concentrará en las ciudades de los países en desarrollo.

Un predio ubicado entre las delegaciones Iztapalapa, Tláhuac y Xochimilco es una muestra ejemplar. El lugar fue una fábrica de tabiques y también sirvió de basurero. Desde hace casi tres años poco más de 20 personas integrantes de la Unión Cananea (de origen, solicitantes de vivienda) decidieron limpiar el lugar y establecer una infraestructura mínima para la producción de hortalizas y plantas medicinales y aromáticas. Lo hicieron con la asesoría y apoyo económico de la Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (Sederec) del gobierno del DF, pero sobre todo con el interés de acercarse a lo rural, pues varios de los principales impulsores provienen del campo y lo añoran.

“Tengo 32 años en el DF; vivo aquí por necesidad, no me gusta la ciudad. Me crié en una provincia de Guerrero. Yo le entré al proyecto porque me gusta mucho la agricultura”, dice Rosa Elena Pablo, una mujer que ronda los 50 años de edad y que es parte del grupo. “Traía yo a mi marido y andábamos limpiando, aquí había basura, hasta perros muertos. Los vecinos decían ‘¿qué estás loca?’. Pero cuando vieron que empezamos a cosechar y que se dieron tan bonitas las hortalizas, con muchísima calidad, orgánicas, con excelente sabor, se sorprendieron”.

Lo que vemos aquí son 36 platabandas (una especie de grandes jardineras) de 16 metros de largo por 1.25 de ancho, un sistema sencillo de riego por aspersión, dos cisternas de 13 mil litros de capacidad y una olla de captación de agua de lluvia con espacio para 80 mil litros. Asimismo. un espacio para cría de conejos y producción de composta (con las excretas y orines de estos animales) y lombricomposta, y otras instalaciones que buscan completar un sistema holístico: un temascal que pronto funcionará, dos baños secos ahorradores de agua y algunos adobes para construir un centro agroecológico para capacitación.

Todo el año hay producción en estas platabandas y –dice Enrique Miguel Pazos—“tenemos la meta siempre de rebasar los 20 kilos por metro cuadrado anual en promedio considerando todos los cultivos y los periodos de descanso de la tierra, y sí lo logramos”. La producción consiste en calabacita, pepinos, zanahoria, betabel, rábano, tomate, ejotes, brócoli, cebollita cambray, chícharo, col, coliflor, acelgas, lechugas, fresas y rabanitos y una gran cantidad de hierbas medicinales y aromáticas (sembradas en las orillas para ahuyentar a los insectos), como lavanda, té limón, romero, cilantro albahaca, muicle, ajenjo, árnica, sábila, menta, hierbabuena, epazote, vapo-rub e incluso toloache.

Los participantes del proyecto son comerciantes y usan sus tiempos libres para trabajar en “la tabiquera” –como le llaman al predio–. Se organizan en comisiones (como la de fertilidad del suelo y composta, o la de riego, o la de ventas).

Las cosechas –comenta Aurelio Monjaraz, de origen campesino oaxaqueño– sirven en 75 por ciento para el autoconsumo y el resto se vende en bolsas de a kilo a un precio uniforme de diez pesos. El dinero que reciben sirve para comprar insumos como las semillas y los remedios caseros para el control de plagas (ajo, jabón neutro y otros). Él resalta el interés ecológico. “Nuestro trabajo apoya a que el subsuelo se humedezca. Esta zona es de muchas grietas, pues se ha extraído mucho agua del manto freático.

Enrique habla de la la bondad del policultivo. El tener multiplicidad de cultivos “nos favorece porque si no podemos controlar las plagas, éstas acaban con un pedacito, no acaban con todo”. El programa de Agricultura Urbana de la Sederec brinda, además de apoyo económico para el equipamiento de los proyectos, una asesoría continua de parte de técnicos adscritos a esta dependencia, y es algo que valora la gente. “Yo fui campesino en mi tierra, en la sierra norte de Oaxaca. Allí se siembra maíz, calabaza, se producía milpa, pero allí es un control natural. No hay mucha plaga. Aquí es diferente, pero los técnicos nos dan el conocimiento de cómo se tratan los insectos, cómo se curan las plantas, aprendemos a saber qué PH tiene la tierra, qué es lo que contiene, y he aprendido a producir hortalizas que no sabía cultivar, como el rábano y la zanahoria”, dice Enrique.

Rosa Elena Pablo e Iraís Miguel Pazos resaltan el valor nutricional y la calidad de la agricultura urbana, así como el ahorro que les implica contar con cosecha propia. “Esto es muy satisfactorio para mí. Los vecinos que compran nuestras hortalizas, nos dicen ‘están muy frescas, se cuecen más rápido’; uno de mis hijos me dice: ‘cada vez que vengo, tienes verdura fresca’. Se está enseñando a comer diferente. Antes comía carne y hoy prefiere las verduras. Ahorro mucho. Hay días que no voy al mercado por nada, porque tomo de aquí todo lo que necesito. Aquí no tenemos sueldo. Lo que yo obtengo de aquí es una nueva forma de comer, más sana”, dice Rosa.

Campo en la azotea

En la delegación Coyoacán, muy cerca de las avenidas División del Norte y Aztecas, una casa de clase media, común a simple vista, es escenario de lo que se llama agricultura en azotea. En un espacio de unos 40 metros cuadrados Rosa Trejo Hernández tiene un invernadero donde produce 120 lechugas a la semana y también algo de jitomate. Todo, eso sí, es gourmet: orgánico y de variedades poco comunes en el mercado. El proyecto es muestra de que la agricultura urbana puede ser fuente de alimento familiar, pero también un pequeño negocio.

Rosa Trejo es madre de diez hijos y tiene varios nietos, algunos de ellos ya universitarios. Ella creció en un rancho de su abuelo, cercano a León, Guanajuato, y desde niña conoció de los trabajos del campo: “mi papá nos llevaba a sembrar, a deshierbar, a limpiar, a sacar agua del pozo...”. En 2009 uno de sus nietos y ella misma se capacitaron en la Facultad de Ciencias de la UNAM en hidroponía y decidió comenzar a producir jitomates en macetas. Luego, al obtener un apoyo de poco más de 56 mil pesos del programa de Agricultura Urbana del gobierno del DF, contrató la instalación de un pequeñísimo invernadero “llave en mano” (con todo dispuesto para comenzar a producir) que le permite cosechar las más de cien lechugas semanales, las cuales vende a tres pequeños restaurantes argentinos. Originalmente doña Rosa pensó que la producción sería para el autoconsumo. “Aunque somos 10 hermanos y una familia extendida, nos sobraban muchas lechugas y decidimos comercializarlas”, dice una de las hijas de Rosa, María de la Luz Hernández, quien resalta que el proyecto da empleo a varios en la familia.

Esto genera una utilidad de tres pesos por lechuga para doña Rosa (como productora) y tres pesos para una de sus nueras, responsable de comercializar. “Por kilo, las lechugas las vendemos a 35 pesos y por pieza a siete pesos, aunque podrían venderse a 10 o 15 pesos cada una (pues son orgánicas y de variedades poco comunes, Sangría y Green Galaxi)”, dice Luz y precisa que en el caso del jitomate, la producción (que es gourmet pues es de una cruza genética que da producto pequeño, aunque no cherry) es escasa, de unos 20 domos de una libra. Cada domo se vende a diez pesos (LER).

Distrito Federal


FOTO: Carmen Morales Valderrama

Milpas en milpa alta

Carmen Morales Valderrama

En la cuenca del Valle de México hay un área denominada suelo de conservación. Constituye 88 mil 442 hectáreas, casi 60 por ciento de la superficie del Distrito Federal. Esta barrera verde permite que la ciudad resista las tolvaneras e incendios, genere oxígeno y disminuya el carbono, y estabiliza los suelos. Gracias a la vegetación de bosques y pastizales que allí persiste se recargan los cuerpos de agua visibles y subterráneos del Distrito.

Los bosques de ocotes, encinos y tepozanes, las laderas cubiertas de cactáceas, así como los ríos, lagos y canales han nutrido por siglos el imaginario social. Hasta inicios del siglo XX el valle brindaba el paisaje de sus poblados asentados sobre espejos de agua rodeados de montañas, pero además estas condiciones ambientales han permitido que los campesinos que allí han estado por más de 500 años produzcan hasta ahora importantes recursos alimenticios y medicinales.

En esta nota hablaré de cómo se conserva, en “breves espacios” que se salvan cada año de los incendios, del sobre-pastoreo, de la obtención ilegal de madera y de la especulación inmobiliaria, la producción de nopales, flores, y también los productos de la milpa: maíz, haba, calabaza y frijol. Para ello expondré, citando a campesinos de Villa Milpa y Santa Ana Tlacotenco, cuál era el modelo de sistema productivo que imperaba hasta mediados del siglo XX en sus pueblos, y qué es lo que va quedando, según los primeros resultados de una investigación iniciada en 2008, bajo los auspicios del Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

Milpa Alta está a unos 30 kilómetros del centro de la Ciudad de México, pero su presencia es poco valorada. Al ser cuartel de la lucha zapatista a principios de siglo XX, fue duramente castigada por el ejército y después por las tropas carrancistas, de modo que en 1916 prácticamente los pueblos como Villa Milpa Alta y San Pablo Oztotepec quedaron desiertos. La gente tuvo que huir hacia Morelos y el centro de la Ciudad de México adonde empezaron a vender lo que en aquel entonces producían: pulque, habas, maíz, nopales y bordados, o bien, a ofrecerse como sirvientes domésticos.

En voz de una milpaltense de hoy, a mediados del siglo XX en las milpas se sembraba maíz azul, rojo y amarillo, así como frijol, haba y calabaza, y en las faldas del monte: chícharo, cebada y trigo. Los magueyes se procuraban tanto para detener la erosión en las laderas como para obtener pulque, que fue una importante fuente de ingreso hasta que el nopal se convirtió en el principal producto de estos pueblos. En efecto, la superficie sembrada de nopal asciende a cuatro mil 159 hectáreas, mientras que la dedicada a maíz es de dos mil 993.8.

Por otra parte, a los productos ya mencionados que se obtienen de la milpa hay que agregar los quintoniles, quelites y tréboles que se recogen en época de lluvias y que aportan nutrientes importantes en esos meses. Es difícil calcular el número de ocupados en estos cultivos. Los jornaleros y peones junto con los trabajadores por su cuenta en el sector agropecuario y forestal suman más de cuatro mil, pero quienes reciben apoyo de Procampo son apenas 450. Los terrenos de cultivo son poco extensos: un tercio de hectárea o media hectárea por productor, y se acostumbra la renta de tierras.

Los campesinos distinguen dos nichos ecológicos que coinciden con distintas alturas: en “la boca del monte” son terrenos sobre los dos mil 500 metros sobre el nivel del mar, y en las tierras que dan hacia el Teuhtli (Cerro Sagrado), por debajo de esa altura. Las fechas de siembra que recuerda la gente mayor son: dos de febrero, uno de marzo, seis de abril y 24 de junio. Un ejemplo de cómo se manejan estas fechas es el siguiente: doña Felipa, de Santa Ana Tlacotenco, sembró en la “boca del monte”, el dos de febrero y el uno de marzo: maíz, haba y frijol ayocote; mientras que el seis de abril, en un terreno más abajo, “frijol vaquita” y maíz rojo, de la semilla que sembraba su mamá. De 34 productores a quienes se preguntó en 2008 si siembran cultivos asociados, la mitad respondió que sólo maíz, aunque de dos colores o más, y la otra mitad respondió que lo hacen con haba y frijol (siete), sólo con haba (seis), sólo con frijol (dos) o con otros cultivos (cuatro).

Las preferencias en cuanto a tipo de maíz indican que la mayoría elige el rojo porque se aprovecha para hacer pinole, y con ello el atole característico de Milpa Alta; igualmente, los tamales quedan más porosos con este tipo de maíz.

De los maíces que se colectaron en nueve pueblos de Milpa Alta durante 2008 acusan predominancia los de raza chalqueño, aunque también se encontraron mazorcas de razas cacahuacintle y otras con influencia de pepitillo. No se reportaron transgénicos. (Datos proporcionados por el doctor Antonio Serratos H., UACM, 2009).

Para apreciar los maíces que se producen en Milpa Alta hay dos periodos importantes. Uno es a mediados de septiembre, cuando ya hay elotes con los que se elaboran atoles, panes, gelatinas y también los tradicionales esquites y elotes hervidos. La Feria Gastronómica y del Elote de Santa Ana Tlacotenco, del 15 al 30 de septiembre, es una buena oportunidad para conocer estos alimentos. Por otra parte, en los primeros días de noviembre se lleva a cabo la primera cosecha de maíz maduro y se preparan atoles, tamales, tlacoyos, quesadillas y un postre llamado “burritos” muy apreciado en la región.

Un comentario final: urbanistas como Jorge Legorreta se han referido a que las ciudades no pueden ser pensadas para las actividades exclusivamente urbanas, sino que requieren de los bosques, pastizales y áreas de cultivo en una proporción que sea por lo menos el 20 por ciento del total de la superficie destinada a usos urbanos. De esta aseveración y del conocimiento de los cultivadores y cultivadoras de milpa y chinampa en el suelo de conservación, puede el lector sacar sus propias conclusiones sobre la importancia de preservar estos nobles espacios de la Ciudad de México.

DEAS-INAH


Chihuahua

Sembrando sostenemos al mundo

Alejandro Fujigaki Lares, Isabel Martínez Ramírez* y Denisse Salazar González**

Los rarámuri o tarahumaras son uno de los cuatro grupos indígenas que habitan en la Sierra de Chihuahua, en el norte de México. Ellos son los hijos de Onorúame, dios creador de todo lo bueno que hay en el mundo. Como buen padre, Onorúame les enseñó a los rarámuri a vivir de manera correcta: caminando siempre juntos mediante el trabajo colectivo, motor del intercambio de alimentos y bebidas que permite que el mundo siga siendo mundo.

A los espacios donde erigen sus casas, corrales y tierras de cultivo, los rarámuri le llaman bitichí. A estos espacios se les conoce también como ranchos y en ellos trabajan todos los integrantes de la familia preparando alimentos, educando a los menores, cuidando al ganado y realizando todas las actividades que implica el cultivo del maíz y el frijol: barbechar y fertilizar la tierra, sembrar las semillas, vigilar las plantas, escardar la parcela y, finalmente, levantar la cosecha anual. Al organizar los trabajos requeridos para hacer producir una milpa, los rarámuri reproducen las reglas que Onorúame les pidió seguir para sostener este mundo. A cambio se recibe el maíz necesario para alimentarse cotidianamente con tortillas, tamales, pinole, pero también para realizar las fiestas en las que se comparte el teswino (cerveza de maíz) con otros rarámuri y con los otros seres que habitan el cosmos.

Así, las formas de vincularse con la tierra presuponen las maneras en que los hombres, mujeres, rarámuri, mestizos y seres sobrenaturales se relacionan entre ellos. En este sentido, la historia del nexo que los rarámuri tienen con su Sierra es a un mismo tiempo la historia de su identidad como pueblo; de su desplazamiento, iniciado en el siglo XVI, de los valles agrícolas hacia las zonas montañosas; del deseo nunca realizado de los misioneros por concentrarlos en pueblos; de la explotación forestal capitalista iniciada a fines del siglo XIX; de la introducción del ejido como una nueva forma de poseer su territorio y relacionarse con el Estado mexicano. En todos estos contextos, los rarámuri han constituido desde hace mucho tiempo una sociedad en constante transformación, una colectividad que se ha enfrentado una y otra vez a distintos modelos sociales y económicos. Adaptándose y resistiendo siempre en compañía de Onorúame, algunos rarámuri se bautizan por la Iglesia católica, unos viven en pueblos, otros en ciudades, otros más participan de la explotación forestal –tal como hicieron sus padres y abuelos–, algunos son parte de la narcoeconomía de este país, unos siguen danzando como lo hacían sus antepasados, unos mueren siendo viejos y otros siendo apenas muy jóvenes.

Esta diversidad de realidades o posibilidades se traduce en el acceso diferenciado a las tierras de cultivo. El caso de Norogachi, un ejido del municipio de Guachochi, en el corazón de la Sierra, es ilustrativo. Cuenta don Albino Espino, un viejo rarámuri: “Cuando llegó el ejido la cosa empezó a cambiar. A la gente nunca le preguntaron si estaba o no de acuerdo. Se suponía que todos iban a ganar. Las primeras dos veces sí, luego ya no. Los que primero cortaron los árboles no eran rarámuri, eran gente que venía siguiendo los pinos. Luego se quedaron y compraron tierras. Emborrachaban con pisto a la gente y luego les compraban la tierra”. Desde su conformación, el ejido ha sido una forma territorial ajena a la cosmovisión y organización social rarámuri. La gente que “llegó siguiendo a los pinos”, los mestizos, se quedaron y algunos se convirtieron pronto en los únicos administradores de las ganancias ejidales. Así, por no contemplar las variables socioculturales de los pueblos, el reparto agrario no benefició del todo a los rarámuri, pero tampoco a los mestizos más pobres de la región. Hoy en día, los rarámuri cuentan con las tierras más infértiles e improductivas; las dimensiones de sus tierras son menores a las de algunos mestizos, y el acceso a fuentes de agua es sumamente restringido.

Indudablemente, los factores que intervienen en la transformación de la sociedad rarámuri no se contraponen a su continuidad, a lo que ellos mismos denominan el camino de los antepasados. Sin embargo, parafraseando su cosmogonía podríamos preguntarnos: si Onorúame nos dejó cuidando este mundo para tener maíz, comer tortillas y beber teswino, ¿qué sucederá el día que sin tierra el maíz nos falte? ¿Qué haremos para sostener al mundo cuando no podamos sembrar más maíz –tal vez sólo enervantes–, cuando en lugar de pasar una noche danzando, los jóvenes tengan que pasar una noche recordando en un corrido cómo sus abuelos sembraban la milpa? En la Sierra Tarahumara, y por medio de la intervención del Estado mexicano, las diferencias culturales son también desigualdades económicas, y los jóvenes rarámuri migran a las ciudades porque, como nos contó una mujer pensando en sus hijos distantes: “no es que a ellos no les guste trabajar la tierra, es que la tierra ya no da para vivir”.

*Estudiantes de posgrado en Antropología, UNAM.
**Estudiante de posgrado en Antropología, ENAH

Puebla

Guardianes totonacos

Milton Gabriel Hernández García

En octubre de 2003, una red de organizaciones indígenas de la Sierra Norte de Puebla denunció que se había detectado contaminación de maíces criollos (o nativos) por Organismos Genéticamente Modificados (OGMs), o transgénicos, en por lo menos 12 municipios de la región. Ante ello, la conservación de las variedades criollas de maíz, una práctica cotidiana y compartida por muchos campesinos nahuas y totonacos, se tornó progresivamente en un asunto de relevancia política.

Para los pueblos indígenas productores de maíz, la potencial contaminación con transgénicos no es una contrariedad puramente alimentaria o ambiental. Es un problema fundamentalmente cosmológico. Implica un riesgo que pone en juego la vida, el ser, no sólo del hombre sino del cosmos en su totalidad. Desde la perspectiva de las organizaciones indígenas de la sierra, como la Unidad Indígena Totonaca Náhuatl (Unitona) o el Centro de Estudios para el Desarrollo del Totonacapan Chuchut sipi, el mundo vegetal y animal, el de los hombres y el de las entidades no humanas que participan de la milpa, han entrado en una fase de crisis vital por la amenaza de los OGMs.

Y es que para los totonacos y para los nahuas de la sierra, el maíz participa de la misma sustancia de la que están hechos los hombres. Señala un militante de Unitona: “El maíz tiene su espíritu que le da vida. Con el transgénico se va a morir el espíritu, su dueño y luego nosotros, porque dicen los más antiguos que estamos hechos de maíz”.

Para los totonacos, el “complejo milpa” implica mucho más que los elementos que la integran en el ámbito de la parcela productiva: maíz, frijol, calabaza y chile. Para que la milpa exista es de suma importancia que “trabajen bien” los campesinos, así como los ancestros, algunos santos y el aquél que es considerado como el “dueño” o el “espíritu del maíz”: la “serpiente del maíz” o kuxiluwan.

La Madre Tierra es concebida como una dadora de vida que nos da alimentos, que nos sustenta fundamentalmente a través de la milpa. El hombre, al morir, alimenta a la tierra con su cuerpo de maíz. Este último debe ser a su vez ofrendado con pollos, aguardiente y danzas, para poder dar-se a los seres humanos. Esto se verifica en la conceptualización que hacen los totonacos acerca del cuerpo humano, definido como tiyat-liway (tierra-carne). En esta palabra, se resume la concepción cíclica de esta relación. “La tierra, tiyat, es nuestra madre, ella nos alimenta; nuestra carne, liway, se compone de maíz, del frijol y todo con lo que nos alimenta la tierra y al morir nuestro cuerpo regresa a ella para alimentarla y para que así pueda nacer de nuevo el maíz y los demás cultivos”.

La referida “serpiente del maíz” es concebida como el “mero jefe”, el guardián de la milpa. Es conocida por los totonacos como “víbora mazacuate”. Su objetivo es mantener alejados de la milpa a un conjunto de intrusos: hombres, animales y entidades nefastas, como los malos aires o malos espíritus. Es por eso que cuando un totonaco encuentra una “mazacuate”, debe apartarse del camino y dejarla pasar, con una actitud reverencial, pues es kuxiluwan que realiza su trabajo. Matarla con un machetazo, o incluso molestarla, puede generar consecuencias nefastas no sólo para él y su parcela, sino para toda su familia:

“(…) aquí nos comentan los abuelos que si acaso que matas una víbora que es mazacuate no es bueno, porque esas víboras donde se producen buen maíz en tal parcela, en ese lugar si lo mataste esa víbora ya no vas a producir tu maíz. Bueno claro que sí van a crecer pero cuando ya iban a espigar se van a llevar el viento y todo van a tirar, o sea que casi más de la mitad te van a quitar. Aunque no lo va a pasar la colindancia por esa parte, nada más donde tu sembraste te van a llevar el viento. Porque esas víboras según que te van a castigar siete años. También así nos pasó a nosotros. Mi papá había matado a unos masacuates así de grande, siete años (nos castigó)”: Francisco Pérez Vicente, Huehuetla, marzo de 2007.

Debido a la deforestación de la sierra, cada vez es más difícil encontrar a kuxiluwan en las milpas. Muchos campesinos la conocen por la tradición oral pero jamás han visto una “mazacuate”. El siglo XX ha sido testigo de la progresiva desaparición de la ritualidad que ha existido en torno a este dueño tutelar o “dios”. Por lo menos hasta antes de la década de los 80s, la Iglesia atacaba este tipo de “creencias”, pues desde el púlpito se insistía en la dimensión demoníaca de las serpientes. En el municipio de Ixtepec por ejemplo, los sacerdotes alentaban a los campesinos a matar a cualquier serpiente que se les atravesara en la milpa o en el monte, pues “según los curas, era para atacar al diablo”. La Iglesia se oponía a que los totonacos creyeran en la eficacia de kuxiliwan y le rindieran culto; se consideraba como una manifestación demoníaca de la ritualidad, absolutamente incompatible con los lineamientos de la evangelización:

“Era el Dios del Maíz, era una serpiente. Es venerado, no se le puede matar. Ahora ya no se da en el maíz, los antepasados lo respetaban: si había un kuxiluwan en su terreno no lo mataban porque es de respeto, pero se ha perdido con la influencia de que la serpiente es diablo y los ángeles el bueno, entonces es cuando se empezó a atacar nuestras creencias, (…) el kuxiluwan era un dios que inclusive dicen en su piel que aparecen todos los colores del maíz. Yo nunca he visto pero me lo contaban mi mamá y mi papá, me siguen contando, donde había esa serpiente se daba muy bien el maíz. Se daba y no sufría de que los comía la siembra el tlacuache o el armadillo. Cuando ya están los elotes no se acercan mapaches, tejones ni nada, el kuxiluwan es el protector del maíz, el Dios del Maíz”: Gabriel Sainos Guzmán, Ixtepec, marzo de 2007.

INAH/UAM-X/CEDICAR