Sociedad y Justicia
Ver día anteriorDomingo 18 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

La mujer del río

J

unto a la ventana está, como siempre, un canastito rebosante de piñones; al lado una piedra para cascarlos. Emma se inclina sobre el hombro de su tía Raymunda y le murmura: ¿son del rancho? Sí, ¿de dónde más? La respuesta prueba que al menos la hilera de árboles esbeltos sigue en pie ya que todo el resto –según le han dicho– ha cambiado o ha desaparecido.

Si algo queda de la casa grande, de la cocina vieja y el vergel está en las fotografías o en los recuerdos que guardan Santa, Raymunda, Consuelo y Josefina. Emma se pregunta qué harán sus tías con sus remembranzas cuando no tienen a quien contárselas. De seguro las comparten mientras deshilan, tejen, bordan, cocinan, limpian o preparan las jaleas y los encurtidos que venden para sostenerse y conservar el rancho. Perteneció primero a sus abuelos, luego a sus padres, después a sus hermanos y ahora a ellas.

Tienen planeado para mañana un día de campo en Los Arrastres. Antes quieren poner a Emma al corriene de las novedades. La más reciente data de marzo, cuando Heliodoro, el caporal, sedujo a María Águila, su fiel sirvienta. La consideraban como otra hermana y su huida les causó dolor. Para no volver a padecerlo decidieron prescindir de otra ayudante y repartirse el trabajo.

Por mucho que sea, siempre les sobrará tiempo, piensa Emma. Ya no recordaba que las horas fluyeran con tanta lentitud en el pueblo. Con disimulo mira el reloj: son apenas las 12 y sus tías aún no le han dicho cuál era la urgencia de que las visitara.

Le quedan muchas horas al día. Emma verá caer la tarde en el patio con arcos, ya sin canarios. Tal vez sienta, como cuando era niña, melancolía y temor ante la noche que se acercaba con ráfagas de viento y el tañido de las campanas en la iglesia de Santa Lucía y en la parroquia de San Miguel; luego, apenas audibles, en las capillas. Recuerda la de Los Arrastres y pregunta si aún está en pie. Le dicen que igualita a como la dejó, excepto que ya pocas veces la abren: los sacerdotes no bajan hasta allá, no hay oficios y Liborio, el organista, murió.

Emma trata de imaginarse la capilla sin más música que el zureo de las palomas y sin otra luz que la filtrada por entre los tablones de la puerta. La cerraban con una cadena y un candado. Sus tías deben tener la llave. En cuanto lleguen a Los Arrastres les pedirá que le abran la capilla. Tal vez conserve el olor a las flores de mayo y la emoción de las niñas ofreciéndoselas a la Virgen.

Enseguida se da cuenta de que eso es imposible. Si quiere encontrar algo de aquellos días tendrá que buscarlo en las fotos donde aparecen, junto a ella, otras niñas vestidas de blanco. La alegra recordar sus nombres: Tomasa, Delfina, Eustolia, Isabel, Margarita. ¿Y quién más?

Su tía Santa le responde como si hubiera esperado la pregunta desde hace mucho tiempo: Julia y Camila. A lo mejor tampoco te acuerdas: se ahogaron durante una temporada de lluvias muy fuertes, como nunca habíamos visto. El hilo de agua que siempre llevaba el Río de Piedras, junto al que te encantaba pasear, se convirtió en un raudal incontenible, furioso. Tiró árboles, casas, cercas y lo peor: se llevó a las dos hermanitas.

Emma recuerda la noticia. Les llegó a sus padres por carta. ¿Cómo es posible que la hubiera olvidado si Camila y Julia eran sus amigas durante todas la vacaciones? Intenta reconstruir sus rasgos pero no logra concentrarse porque su tía Raymunda continúa el relato: su padre, Arnulfo, no pudo soportarlo y sin avisarle a nadie una noche se fue. Jamás volvimos a verlo. Wenceslada, su mujer, se quedó sola. No te imaginas el dolor que nos daba verla a la orilla del río, otra vez ya casi seco, pidiéndole que le devolviera a sus hijas. De tanta aflicción se enfermó y ya no duró mucho. La enterramos junto al Río de Piedras.

II

Emma lamenta la desgracia ocurrida en el sitio que para ella representaba el paraíso. Recuerda la foto que alguna vez le tomaron allí junto a Camila y Julia. Desea verla. Por fortuna está a la mano. Su tía Raymunda tarda unos minutos en volver y entregársela. Emma la observa emocionada. Con el índice, acaricia la imagen de las tres niñas que posan de pie, entre el río y un macizo de árboles.

Deplora que sus amigas ya no estén y que la remota inundación haya desordenado el paisaje. Su tía Josefina la tranquiliza: sembramos otros árboles. Ya crecieron. Todo está más o menos como lo dejaste. El Río de Piedras sigue igual de mustio y sólo crece en la época de lluvias. Pero después de la muerte de Julia y de Camila no ha vuelto a desbordarse.

Josefina se vuelve hacia sus hermanas. Permanece en silencio hasta que ellas la autorizan con la mirada a seguir el relato: nosotras no los creemos, pero hay rumores de que Wenceslada lo impide porque desde las primeras aguas se aparece caminando junto al río para tenerlo domado y evitar que perturbe a sus hijas.

El relato, ingenuo y conmovedor, le recuerda a Emma otros cuentos que siempre han circulado por esos rumbos y recrudecen su interés por visitar el rancho: quiero verlo antes que otros cambios lo vuelvan irreconocible en mi próxima visita. Advierte un nuevo intercambio de miradas y sonrisas nerviosas. Comprende que está a punto de saber para qué la llamaron sus tías.

No se equivoca. Josefina toma la palabra: queremos pedirte un consejo. El representante de una constructora ha estado viniendo a visitarnos. Se interesa en comprarnos terrenos junto al río. Quiere hacer casas para las familias que han llegado a trabajar en las fábricas de los alrededores. Nosotros no consentimos en venderle, pero él insiste. En la última conversación nos dejó ver que es muy influyente. Si se lo propone, bajo cualquier pretexto puede quitarnos los terrenos y empezar a construir.

Si eso ocurriera, es fácil imaginar las consecuencias: las familias que compraran las casas iban a vivir en peligro. Es posible que el río vuelva a desbordarse y a causar otras muertes y otros desastres. Era urgente evitarlo. Para lograrlo tenían un plan: decir que las apariciones de Wenceslada eran ciertas, que su fantasma se les había presentado para decirles que si alguien altera el descanso de sus hijas soltará las riendas del río y nadie podrá apaciguarlo.

Emma está sorprendida. Nunca imaginó que a sus tías pudiera ocurrírseles sustentar la defensa de su tierra en una historia inverosímil, y más en estos tiempos. Quien la oiga la interpretará como una locura. No se atreve a decirlo. Sólo pide que le concedan unas horas para reflexionar, para buscarles otra alternativa.

III

Entre la comida y la prolongada sobremesa pasan las horas. Por el viaje y las emociones Emma siente un cansancio profundo. Aún es temprano pero quiere dormir. Sus tías la comprenden y la acompañan al cuarto que le tienen preparado. Se alegra de que tenga los mismos muebles, las mismas islas de salitre, el mismo olor alcanforado y hasta el mismo candil con brazos de latón. Desde que ella era niña, cuelga del techo. Sigue adornando poco y alumbrando menos. El cansancio la vence, se tiende en la cama y se duerme.

El golpe de la ventana impulsada por el viento la despierta. Aturdida, se apresura a cerrarla, pero no alcanza a comprender dónde se encuentra ni por qué. Al fin lo recuerda todo, hasta el retrato que dejó en el buró. Lo toma y lo mira. Bajo la escasa luz aparecen Julia, Camila y algo que no había visto: una mujer que las contempla con expresión serena.