Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las cuatro estaciones
L

a reina de las avispas no se apresuró a recibir a Blas una vez que lo tuvo de rehén en su rancho. Así lo conservó cuatro días, botado en una cabaña que hasta eso no estaba mal, rodeada de vegetación. Se sentía como quien despierta quién sabe dónde y no tiene modo de averiguar. Televisión de cable y una cocina muy mona y equipada que nunca usó porque siempre le trajeron de comer y beber unos hombres robustos y silenciosos. Variaban. La cama, más bien catre con pretensiones, le permitió dormir sin interrupción por las noches. Cuando en el día le entraba modorra, sesteaba en el sofá frente a la televisión.

Nada de la mítica buena vida de esta clase de magnates, controvertidos pero exitosos. Le confiscaron el celular. No le ofrecieron mujeres, ni polvo, ni siquiera pornografía. Blas se descubrió huésped de la nueva respetabilidad de los jefes. Habían pasado los años de masacres, asesinatos de periodistas, abogados, candidatos y hasta niños. Reynaldo Lima, conocido como la reina de las avispas, llevaba una vida discreta, sobria, intachable, con tintes calvinistas y no poca Biblia de por medio. Nada de Malverde ni Santa Muerte, puro Jesucristo salva. De hecho, una Biblia de Gedeón se aburría en el buró junto al catre pretencioso.

Así que para bañarse, Blas debía aguantarse el agua fría. El clima estaba frillón, lloviznaba y a la cabaña se le metían corrientes. Ni chance de rasurarse. Ni rastrillos desechables, ni navajas. La carne se la servían partida y con tortillas, para que no necesitara cuchillo, y el tenedor era de plástico.

¿Quién lo estaría extrañando? Tal vez nadie, se tranquilizaba. No imaginó el argüende que armaba su cuñada con eso del mensajito raro en el celular y su desde entonces no contesta ni tiene señal, como todos pudimos comprobar. Incluso los de la peña del café París realizaron algo así como una tertulia de emergencia para debatir si debían o no preocuparse, y decidieron que sí, después de horas de animada discusión.

Para cuando finalmente lo mandó llamar Reynaldo Lima, Blas ya no encontraba tan divertida su aventura, y empezaba sentirse más bien víctima, por lo menos del tedio, y pensaba quejarse.

Lo guiaron por lo que parecía la parte trasera de la cabaña, pero fue ésta la que resultó un mero apéndice del tremendo ranchón de Lima. Caballerizas, una arena con gradas y burladeros, fuentes, cisnes en un laguito, una huerta de frutas exóticas: maracuyá, kiwi, lichi. Un plantío de macadamia. La caminata fue agradable. Detrás de una muralla de palmeras, al fin la casita del anfitrión. Una residencia de tamaño difícil de calcular, con una escalinata al frente, terrazas enarcadas y una profusión moradísima de buganvillas. El jardín de enfrente resultaba pequeño comparado con el helipuerto.

En lo alto de la escalinata, con un panamá divino y vestido de lino blanco, Reynaldo Lima lo esperaba agitando la mano, de lo más casual. Había guardias por todas partes, de guayabera blanca y pantalón negro. No se les veían las armas.

Hasta allí acompañó a Blas su escolta. Subió solo la escalera, con una molesta sensación de quinceañera o de Lo que el viento se llevó.

–Bienvenido a mi pequeño panal –bromeó Lima extendiéndole la mano y de inmediato lo invitó a pasar, como no dándole importancia a la impresionante vista de su heredad.

El vestíbulo de la residencia era luminoso, con una alta cúpula de cristal y una fuente modernista en el centro. Caminaron hacia una sala con mecedoras de mimbre, una hamaca que alcanzaría para red de circo y una U de sofás geométricos con el fondo de una gran ventana que daba al jardín que acababa de atravesar.

Se sentaron esquinados, por indicación de la reina de las avispas. Sobre la mesa de vidrio donde una mucama de uniforme, joven y guapa, sirvió los tragos que Blas y Reynaldo acababan de pedir, había un cenicero de Bohemia y al centro una figura como de 30 centímetros, un Degas seguramente original. Bailarinita, claro. Fuera de un vasto lienzo de Rafael Coronel al fondo de la sala, no había más arte a la redonda. Y un piano de cola. Steinway.

–Don Blas, como le habrán dicho los propios que mandé por usted, mi interés en conocerlo nació de una recomendación de nuestro querido amigo (y aquí un nombre ampliamente conocido hasta para Blas, que ni parpadeó).

Lima le pareció de esas personas en cuya cabeza no cabe, ni como hipótesis, la posibilidad de equivocarse en algo. No le preguntó si había estado a gusto los días de espera, ni se justificó por la tardanza. Como si todo le perteneciera, especialmente el tiempo de los demás. Dadas las excepcionales circunstancias, a Blas le daba igual. Cuando el anfitrión accionó un botón en un control que tenía a su lado y comenzaron a salir por todas partes, muy ambient, Las cuatro estaciones, de Vivaldi, una por una, Blas pensó que capos, políticos y magnates son predeciblemente iguales, siempre parecen nuevos ricos, aunque se esmeren en disimularlo.