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Ver día anteriorSábado 24 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Uribe: herencia de guerra
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a visita a México del presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos, que se auguraba como el principio de una gira destinada a mitigar el aislamiento en que Álvaro Uribe deja a ese país después de más de un lustro de agravios y conflictos con sus vecinos de América del Sur, tomó ayer un giro inesperado. Después de varios días de acusaciones mutuas entre los gobiernos de Caracas y Bogotá en torno de los santuarios de las FARC y del ELN en territorio venezolano, el mandatario Hugo Chávez anunció la ruptura unilateral de relaciones diplomáticas y extendió un plazo hasta hoy para que el embajador colombiano se retire del país. Muy cauto, Santos prefirió no hacer ninguna declaración al respecto, aduciendo que Uribe es el presidente en funciones hasta el 7 de agosto. Pero el hecho es que el nuevo mandatario de Colombia asumirá el poder en medio de una de las crisis más delicadas que han enfrentado a ambos países.

El tema es, digamos, ya antiguo. Al menos desde hace siete años, las FARC, la guerrilla que controla una quinta (¿o una cuarta?) parte del territorio colombiano, en particular las regiones de la selva, y cuyo vínculo con el narcotráfico es del dominio público, han encontrado en suelo venezolano un espacio para pertrechar su retaguardia, una suerte de hinterland en la que el ejército colombiano no se ha atrevido (como sí lo hizo en Ecuador, donde asesinó a varios estudiantes mexicanos) a incursionar para atacar los campamentos guerrilleros. La posición de Chávez al respecto ha variado a lo largo de estos años. En mayo de 2004, por ejemplo, cuando la administración de George Bush había empezado a enlistar a los grupos terroristas de varias partes del mundo, calificativo que fue adjudicado a las FARC antes que a nadie en América Latina, Chávez refutó a Washington, diciendo que el asunto de las guerrillas colombianas era resultado de un conflico en Colombia, y que si el ejército colombiano no podía cuidar sus fronteras, el gobierno venezolano no estaba dispuesto a realizar esa tarea. Era una acusación lanzada por Bush y Uribe, por decirlo de alguna manera, con dos bandas: si Chávez no empujaba a las FARC de regreso a suelo colombiano, aparecía como un aliado del terrorismo; pero si lo hacía, aparecía, frente a su opinión pública local, como un aliado de Estados Unidos. Chávez optó por no hacer nada: hizo caso omiso de las exigencias de Uribe y se deslindó de toda acusación de que prestaba apoyo a la guerrilla.

En noviembre de ese mismo año, cuando las presiones estadunidenses se intensificaron y Uribe emprendió su mayor cruzada militar, Chávez tomó distancia de las FARC: “No apoyo ni he apoyado jamás –dijo en una rueda de prensa en compañía de Uribe– a movimiento subversivo alguno contra gobierno democrático alguno”. Si definir como un gobierno democrático al de Uribe era una evidente pirueta retórica, no así su ambivalencia frente a los grupos armados colombianos. Cuatro años después, en 2008, frente a la posibilidad de que los republicanos perdieran la Casa Blanca (tal y como sucedió), Chávez volvió a revisar su postura. Esta vez, ante la mismísima Asamblea Nacional en Caracas: “No son terroristas –inquirió–, son verdaderos ejércitos, y hay que darles reconocimiento”. Es obvio que para Chávez las FARC han fungido como un instrumento visiblemente pragmático para negociar posiciones tanto frente a Bogotá como frente a la Casa Blanca. En esa retórica, a veces incandescente, sólo cabría leer intereses contingentes, desplegados no sin cierta habilidad, por cierto.

Lo nuevo en 2010 es que el gobierno de Uribe ha circulado imágenes y videos de campamentos guerrilleros estacionados en Venezuela, y ha exigido a la OEA que intervenga en el asunto. Lo cual, a saber, es un rictus, porque la OEA sólo interviene a pedido de ambas partes.

La herencia que Uribe deja a Santos, miembro de su propia coalición, es en muchas maneras lastimosa. Hace un par de semanas, Ingrid Betancourt, ex candidata a la presidencia hecha rehén por las FARC durante casi seis años, decidió demandar al gobierno por no haber garantizado su integridad y su derecho a la libertad cuando estuvo en cautiverio. No es improbable que esta demanda esté fincada en varias ofertas que extendió la guerrilla para negociar su liberación. Ofertas que el gobierno rechazó. En una era de delirio militar como el que definió a Uribe, Ingrid era simplemente más valiosa como rehén. Al escándalo de la Betancourt, habría que agregar las revelaciones cada vez más numerosas de miembros de las fuerzas paramilitares que durante 10 años incendiaron a Colombia en la peor era de su violencia. Fuerzas que, apoyadas por el gobierno de Uribe, y financiadas por elites empresariales locales y los circuitos del narcotráfico, crearon un auténtico régimen de terror en vastas regiones de Colombia.

El actual affaire diplomático con Venezuela no parece ser más que el corolario de una política que fracasó en sus dos renglones básicos: liquidar a las FARC (los informes más recientes indican que han vuelto a crecer con quienes huían de la violencia paramilitar) y criminalizar la política civil en Colombia. Todo indica, para el nuevo mandatario colombiano, que una estrategia que no esté basada en auténticas negociaciones de paz y voluntad para la reforma social no debería más que repetir lo ominoso que fue la era de Uribe para la sociedad colombiana. Por lo pronto, Santos fue recibido en México por un indignadísimo comité de los padres de familia mexicanos que exigen que los crímenes contra sus hijos sean investigados a fondo, y de paso declarado persona non grata por una parte de la opinión pública. Pero su mandato sólo está por comenzar.