Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de julio de 2010 Num: 803

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Del Café Tortoni
al Café de Flore

ALEJANDRO MICHELENA

Otra hoja en blanco incompleta
JUAN BAJAMAR

Saint-Pol-Roux,
el mago de Bretaña

RODOLFO ALONSO

Saki y la carga de la infancia
GRAHAM GREENE

Saki
Los entrometidos

La potencia de lo real
RICARDO VENEGAS

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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SIN (O: IRSE DE LAS) PALABRAS,

RICARDO YÁÑEZ


Fulana,
Lisi Turrá,
La Zonámbula,
México, 2009.

En sabroso diseño de Sol Ortega Ruedas, con portada a partir de un trabajo gráfico de José Luis Guerrero García (gatos de letras bailando tango), la joven y productiva editorial tapatía lanza este poemario de la bonaerense –avecindada en Guadalajara desde hace doce años– Lisi Turrá. El anterior, Vía, también muy bien editado (por la U. DE G.) es de 2001.

Sorprende saber que la autora estudió música y arquitectura. Sorprende porque de no anotarlo sus editores uno difícilmente lo descubriría. Quiero decir que sus libros la presentan ante todo como poeta. No obstante ciertas alusiones (Discépolo, Piazzolla, el tango o la música en general, Rota, la guitarra) o su gusto por no sabría decir si lo visual o lo espacial, es la palabra el elemento, la sustancia central.

Cito un poema, “Agenda del suicida”, del que al inicio de cada estrofa deliberadamente suprimo el día de la semana en que ocurre lo que los versos describen, con el fin de mejor hacer sentir la fluidez, el desarrollo del poema, el movimiento del final de una vida. Advierto asimismo que también dejo fuera el “domingo 32” que, claro (este único verso constituye la última estrofa): “no existe”. Va: “Hoy despegué de las paredes/ las huellas de mi cuerpo y alguna foto// limpié de las ventanas/ los restos de palabras pronunciadas// que estallaron como aguaciles [libélulas]/ contra el hocico de los trenes// arranqué uno tras otro/ los clavos empecinados/ que le buscaron las manos a Cristo// dejé en libertad/ a los espíritus demacrados/ que dejan en las paredes los cuadros viejos// archivé el último soplo de marzo/ en una página impar de Rayuela.”

Parecerá quizá que me contradigo. Al reproducir este poema de la manera en que lo hago intento destacar la melodía del mismo, no sólo en cuanto a su desarrollo sonoro, propiamente musical, sino en cuanto a la secuencia imaginal, toda ella relativa a los espacios.

La visión, más allá de la mirada, es la de una poeta… que acaso no del todo confíe en las palabras, en la escritura, pues sólo una página antes expresa: “devorar la muerte y atragantarse// desde ese asco escribo”. Y en la conclusión (el texto se denomina “Cagatintas”): “Un poema se arrastra hacia el perfume/ como rata.”

Es raro, ¿no?, que un poema se atreva a llamarse “Sin palabras.” He aquí algunos fragmentos: “Se fue no dijo/ ni mu […]// no le importó de mí/ ni el beso a sotavento que le gusta decir/ ni el vaso roto con calcomanías/ los discos revueltos de Salvatore Adamo/ y pinceles moribundos en la/ témpera fresca// vuelto loco/ por no poder estar en ningún sitio/ donde el amor le hable.”

Quizá por su también aire de título me entretiene este último verso del poema y me hace pensar que el poeta, en este caso la poeta, sólo puede detenerse, estar, “donde el amor le hable”; de allí el asombro ante quienes al parecer no actúan de ese modo.

Distante de ese hablar, resulta que la “noche no tiene alma/ sus perros olfatean mi carne/ para su hambre.// Lo poco de mi sueño es de puro veneno”.

Cuando “hecha pedazos la música/ queda el fragor de algún distraído/ caminando solo hacia su última sangre”. Dudas hay sin embargo: “Ora sí que no voy/ tanta sed en el vaso pavorido/ y no hay vino que alcance.” Dudas que bien pueden concluir de esta manera (“Pasar de largo”): “Anímate./ No hay como irse de las palabras/ para decirlo todo”.


SUICIDIOS GLOBALES

GERMÁN IVÁN MARTÍNEZ


La locura ecocida. Ecosofía psicoanalítica,
Luis Tamayo,
Fontamara,
México, 2010.

El calentamiento global, la degradación de la biodiversidad, las crisis que se avecinan a partir de la extinción del petróleo: financiera, energética, sanitaria, alimentaria, etcétera, traerán consecuencias desastrosas para una sociedad que ha sido incapaz de contener su locura ecocida. Ésta, dice Luis Tamayo en su nuevo libro: La locura ecocida. Ecosofía psicoanalítica, tiene que ver con una guerra que el ser humano ha trabado desde tiempos inmemoriales contra la naturaleza; a partir de la cual, señala, “el hombre devino virus de la tierra”.

Desde su perspectiva, el tránsito de homínido a ser humano trajo consigo un desequilibrio del ecosistema pues, al intentar alejar la muerte de su ser, al descubrir el fuego, diseñar herramientas, domesticar animales; al dar lugar a la agricultura e ir de una economía depredadora a otra productora, pero también acumuladora y consumista; al habituarse a vivir en la ficción del lenguaje, el hombre se olvidó prácticamente del entorno natural y comenzó su labor destructora, “ecodepredadora”.

Para el director de Estudios Filosóficos del Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos (CIDHEM), el envenenamiento de la atmósfera, del agua y los alimentos; la disminución de la fertilidad de los suelos y, en muchos casos su franca esterilidad producida por el uso masivo de fertilizantes y pesticidas altamente letales; el deterioro ambiental, la desecación de los ríos y los lagos y, en suma, la devastación ecológica, se desprenden de nuestra “relación impropia con el mundo”, la cual, afirma, no es sólo homicida sino suicida.

La locura ecocida es el resultado de una escisión que experimentó el hombre en relación con el mundo. Esto ha dado lugar a un modelo que se transmite y refuerza a través de nuestro sistema político, económico, judicial, educativo, etcétera. Por ello dirá que necesitamos cambiar de paradigmas e implicarnos políticamente para construir una nueva humanidad, mejor pensante y actuante. Esto no es tarea fácil pues la “locura ecocida es similar al alcoholismo, es egosintónica y thanática. En tanto egosintónica el que sufre la locura ecocida no se considera enfermo, los que sufren son los de su alrededor, su familia, los miembros de su comunidad y demás afectados por sus conductas ecocidas. En tanto thanática remite a uno de los deseos más profundos e inconfesables del hombre: su propio anhelo de autodestrucción”. Sin embargo, el psicoanálisis “permite detener el goce guerrero” y curarnos de esa locura que nos está llevando lentamente al asesinato de nuestros descendientes, a hacer de nuestros hijos nuestras víctimas. De esta manera, basándose en autores como Freud, Heidegger y Lacan, Tamayo nos invita a pensar contra nosotros mismos, con los otros y con lo otro (el mundo, la naturaleza en su totalidad), en un presente que debe recuperar la importancia de la angustia y la muerte para re-descubrir nuestra mundanidad y re-aprender a construir verdaderas comunidades que eviten que nuestro hábitat se vuelva inhabitable. Sugiere entonces modificar nuestras costumbres, recuperar las tecnologías prepetroleras, la agricultura ancestral –así como la biointensiva orgánica y dinámica–, pero también construir un sistema eficiente de residuos sólidos y otro de transporte colectivo. También pugna por habitaciones bioclimáticas, el ahorro energético y “la vuelta a la vida simple”, esto es, optar por las energías llamadas limpias (solar, eólica, maremotriz, geotérmica, hidroeléctrica, etcétera). Quizá esto nos permita comprender la tesis heideggeriana, ésa que dice “que el hombre es un ‘Ser-en-el-mundo’, indisociable del mismo, consustancial a su entorno”. Asimilar esto, concluirá Tamayo, sólo será posible si conocemos, educamos, vivimos, con-vivimos y gobernamos de otra forma, de una que no haga de la destrucción de la Tierra una consigna.


DE LA SIMBIOSIS DE DOS PARÁSITOS

DAVID JURADO


Minoica,
Eduardo Padilla y Ángel Ortuño,
Bonobos,
México, 2009.

Pocos poetas publican un libro juntos. Si no se trata de una antología de poesía (en la que se publican sólo a ellos o por un prurito de censura no se incluyen invocando una imparcialidad siempre discutible) o de un manifiesto, raro en estos tiempos “postmodernos”, entonces las plumas dudan y la desconfianza y la sospecha se apoderan de cada una de las partes. En ocasiones quizás sólo sea el temor a ser comparado con otro, de que se les haga el comentario acerca de las coincidencias o las “contaminaciones”. O simplemente es raro entre poetas tanta simpatía. Poco más común es que un poeta en ciernes se deje influenciar por el director del taller al que asiste o por el editor, seguramente también poeta, de su primer libro; latente en sus poemas estará la voz del mentor, guardaespaldas armado con su propio nombre. Por eso Minoica (Bonobos, 2009), publicado por dos poetas, es un libro raro. Al fin y al cabo una isla, lejana en tiempo y espacio.

Simpatía suficiente se dio entre Eduardo Padilla (Vancouver, 1976) y Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969) para que compusieran este libro, que si bien está dividido en dos, Serpens Kaput, del primero, e Ilécebra, del segundo (cada quien con lo suyo), mantiene un tono ácido, violento, insolente y terrorífico a lo largo de las dos partes. Los poemas arremeten brutales con imágenes retorcidas que pueden llegar a estremecer los músculos, como si algún animal extraño de aquella isla lejana detenida en el tiempo, tal vez un minotauro, pasara junto a nosotros. “Lo que nos une nos separa/ así como lo que separa al canibalismo de la autofagia/ es lo que une a la familia”, escribe Eduardo Padilla. Y, por el otro lado, escribe Ángel Ortuño: “La media de un bastardo. El zapato/ de una prostituta. En la camisa/ menstrual/ van las cuerdas del piano.”

Los diferencia el ritmo, el largo aliento de Padilla y el corto de Ortuño, la desmesura del primero y la sobriedad cortante del segundo, las anécdotas, en buena medida biográficas o sacadas de paratextos del primero y abstractas, a veces herméticas, del segundo. Pero los acerca el humor y una reticencia al realismo, una inmersión en montajes contranaturales, combinaciones inesperadas de significados e imágenes. Si hay realismo en estos poemas, es creacionista. Es decir, una realidad interna y oblicua creada por cada poema. 

Inevitable marcar las comparaciones en un libro a dos voces. Aquí nadie temió la alteración de las “contaminaciones” o el miedo a ser equiparado con un contemporáneo; habría que hablar incluso de una simbiosis de dos parásitos, uno alimentándose del otro y viceversa. Por eso Minoica es un libro que hay que leer de manera intercalada. Eduardo Padilla y Ángel Ortuño son la diástole y sístole de un libro-isla que, si se está interesado en la poesía contemporánea mexicana, vale la pena que se lea.

Ángel Ortuño ha publicado además Las bodas químicas, Siam, Aleta dorsal. Antología falsa y Boa. Por su parte, Eduardo Padilla cuenta con dos libros publicados: Wang Vector y Zimbawe.



Peregrinazioni, antologia poetica,
Hugo Gutiérrez Vega,
Sentieri Meridiani Edizioni,
Italia, 2010.

Brevísima y al mismo tiempo certera, esta antología visita varias de las estaciones poéticas indispensables para conocer y apreciar, ahora en la lengua de Dante y de Montale, la voz y la letra del poeta mexicano. En la estupenda traducción al italiano de Emilio Coco, se incluyen, entre otros, dos fragmentos de los Cantos del despotado de Morea, cuatro de “Las ineptitudes de la inepta cultura”, así como otros cuatro del poema de largo aliento “México-Charenton”, que Carlos Monsiváis celebrara como uno de los más relevantes no sólo de la obra de Gutiérrez Vega, sino de la poesía mexicana actual.



¡El arte o la vida! El caso Rembrandt,
Tzvetan Todorov,
Vaso Roto,
España, 2010.

Con sólo dos años de retraso respecto de su publicación original en francés y traducido por Ramon Dachs, aparece en español este magnífico ensayo del pensador, crítico e historiador luminoso que suele ser Todorov. Aquí, concentra la mirada en el Rembrandt dibujante más que en el célebre pintor, para explicar la postura vital y artística del que es –lugar común fenomenal resulta insistir en ello– uno de los más grandes creadores plásticos de todos los tiempos.