Opinión
Ver día anteriorMiércoles 28 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Isocronías

Los rosales, el granado

A

urora Jiménez, a quien conocí hará 25 años y quien en el que corre cumplirá 90, me deja leer un breve poema suyo: El viento vaivenea/ las ramas de los rosales. ¡Qué bonito, Aurora!, le digo. Más bonito es verlo, contesta con toda y natural seriedad.

Lo que cuento es el recuerdo de una lectura de 1971; la firmaba el nayarita Ernesto Flores y espero no desvirtuarlo demasiado. Llegó el maestro Flores a una de las muchas casas en que vivió Alfredo R. Placencia, sacerdote, poeta, algo digamos bohemio (según ha referido el también poeta Flores: tuvo varios encuentros a cachazos de pistola en Jamay)… Llegó pues el maestro Flores a dicha casa, habitada por una viejecita que había conocido al padre Placencia. Pregunta si sabe algo del granado que, me parece, el de Jalostotitlán menciona en dos poemas (adelanto citas exactas, aunque posteriores a mi lectura, de Flores: sólo el granado resiste el abandono y el granado de rebelde fertilidad). Responde la viejecita, señalando algún lugar del patio: Ahí donde ve el cemento roto, ahí está. Lo hemos tapiado varias veces, revienta el cemento, y vuelve a crecer.

Siempre devuelvo los libros que me prestan, los libros y los discos. O eso digo: de repente me topo con alguno(s) que no. Pero me consuelo del remordimiento pensando cuantísimos he prestado yo que no han vuelto. Consuelo convenenciero, ciertamente. Uno de esos que no volvieron era prestado (su dueño, para mayor remordimiento, ya murió). Era la edición tapatía de las poesías presuntamente completas de Alfredo R. Placencia (quizá en parte le tenga gran afecto al padre porque nací en el cruce de su calle con la de Arista, nombre éste que siempre imaginé derivado de la geometría, no de la milicia). Para peor: ahora que recuerdo, el libro me lo prestó alguien a quien se lo habían prestado. En fin, se lo presté a un joven amigo, quien, según me contó, empezó a sentir una presencia en su casa. Pronto comprendería, siempre en su decir, que tal presencia era la del poeta, lo que le escalofrío. Una noche dejó el libro sobre la mesa del comedor. Al día siguiente su madre le pregunta: ¿Y este libro? Me lo prestaron. ¿Si sabías que el autor es tu tío?

Aurora acababa de separarse de su marido, un venezolano, entiendo, cuando la conocimos, en un taller de la colonia Juárez. No andaba muy animada, pero dado que es una persona vital, nos acompañaba, o decididamente la llevábamos, a cervecerías, cantinas disfrazadas de restaurantes, lugares donde incluso sin mucho trámite se podía bailar o bailo-tear. Poníamos en la rockola “Oye, abre tus ojos… Disfruta las cosas buenas…” Al final, tengo la impresión, es ella la que nos enseñó a entender el significado de lo que, alocados más o menos jóvenes que éramos, le proponíamos.