Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de agosto de 2010 Num: 804

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Actuar con lo que sucede
RICARDO YÁÑEZ entrevista con DANIEL GIMÉNEZ CACHO

Viaje a Nicaragua: una aventura en el túnel centroamericano
XABIER F. CORONADO

Espiritualidad y humanismo
AUGUSTO ISLA

Los alienígenas y Stephen Hawking
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

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Ana García Bergua

Escaparates

Tengo una rara afición por los escaparates de las farmacias y las pequeñas tiendas de regalos que van acumulando naderías entre el polvo y los años. A saber qué numen me mantiene ahí con la nariz pegada al vidrio, dilucidando lo que hacen los cochecitos de juguete junto a los corderos y los pastores de porcelana, las ligas para el pelo y la colonia Sanborns. ¿Existe alguna misteriosa relación, un mundo en el que estos objetos convivan y posean una coherencia, una afinidad? O quizá los dueños de la farmacia los colocan en los estantes así nada más, como quien los lanza al ruedo, a ver qué sale de aquellas relaciones obligadas, si algún posible cliente como yo, amén de mirar la vidriera y preguntarse cosas, compra aunque sea un polvo desodorante, una cajita de hilos, una pinza.

Hace muchos años trabajé como ayudante de una señora que montaba escaparates. Al principio me imaginé que el trabajo sería muy emocionante: aprovecharía las vidrieras de Polanco para poner en escena batallas de maniquíes, cuadros alegóricos de abarrotes, óperas de artículos para papelería, naufragios de zapatos. La experiencia resultó un poco decepcionante, los comerciantes desconfiados, la señora complaciente. Sin embargo, los escaparates me siguen gustando, como a mucha gente. Están hechos para alimentar nuestro voyeurismo, nuestras fantasías. En ellos, las cosas pretenden verse mucho más bonitas de lo que son y no siempre lo logran. Desde los centros comerciales refulgentes de vidrio y metal, al cristal borroso de la panadería de barrio con sus conchas y cuernos pintados, las vitrinas son el teatro de nuestras inquietudes, la representación de los apetitos, el show de lo que está casi al alcance de la mano (un “casi” frágil pero contundente, como el vidrio; un “casi” quebradizo, peligroso: los ladrones nunca saben, si además de cortarse la mano, sonará una alarma). No sé de la historia de las tiendas y las vitrinas, pero supongo que alguna relación debe existir entre el surgimiento de los grandes almacenes y el invento del cine. Sobre todo por la idea de la amplificación de la mirada, la que se daría del pequeño gabinete a la tienda enorme con vitrinas como escenarios. Las vitrinas de ropa, con sus maniquíes, conservan siempre su origen teatral, que nunca dejará de resultar un poco siniestro, por su afinidad inquietante, buñuelesca, con los autómatas y los museos de cera.

Mientras más elegante el establecimiento, más perfecta y lisa la representación. Los centros comerciales son escaparates tridimensionales, para que quienes vagabundeamos por sus pasillos nos convirtamos también en maniquíes que actúan las obras de unos publicistas desquiciados. Son una especie de mundo aparte, de fantasía gigantesca a la que uno puede quedarse a vivir si cuenta con recursos para ello, un mundo que aspira a devorar el mundo de afuera. En el otro extremo –aunque ambos se tocan–, hay quienes viven como en vitrina y su casa, su coche, sus niños, sus ropas e incluso las frases que acomodan perfectamente en las reuniones, en las oficinas, a la salida de la escuela de sus niños de vitrina, están pensadas para ser vistas, tasadas por observadores potentes o impotentes: yo quiero ser como el señor Corcuera; ¿dónde está la etiqueta, el pasaporte a aquella suplantación intercambiable e infinita? Por eso el anuncio aquel de las cosas que no tienen precio. Como si hubiera que aclararlo.

Y por eso me gustan mucho, en contraste, las vitrinas de las farmacias: son como aquellos trinchadores de las casas que comienzan luciendo los platos de Talavera, las figuras de Lladró, y al cabo de los años terminan convertidos en un muestrario de recibos de teléfono, llaveros rotos, frascos de glóbulos homeopáticos que ya nadie toma y muñequitos de los que vienen en el cereal y nadie se atreve a tirar. El mundo de nadie, de los objetos que se acomodan solos a falta de intención decorativa, un atisbo del fin de los tiempos. También sucede con algunas papelerías viejas (esas se ven bonitas de cualquier manera, quieran o no quieran los dueños, y más ahora que el papel va dejando de usarse por escribir en otra vitrina que es la pantalla), pero más que nada, con las tlapalerías y su despliegue de coples, tuercas y trozos de manguera, y entre ellos, pachitas para el whisky o navajas suizas. Será la falta de premeditación y alevosía en la disposición de las cosas la que me gusta tanto y hace que me detenga a mirar esas vitrinas, que se parecen más a nuestras vidas.