Opinión
Ver día anteriorLunes 9 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sangre en el borde
C

uando Blas volvió a la tertulia del París se topó con que ya no había mesas en la banqueta, y sí en las lonas unos pegotes horribles de Clausurado por violar la ley. Las cosas cambian rápido a veces, apenas habían pasado siete días de su desaparición. Qué semana para la peña, que lo supuso secuestrado sin pedir rescate, que es lo peor. Y luego la visita de los inspectores de la delegación con su nuevo reglamento, y van para atrás los permisos. Las únicas mesas desplegadas ahora eran las del anexo, que en otra época sirvió de bodega.

¿Quién podría molestarse en hacerle algo a Blas, que además de buena gente no tenía un peso más de lo absolutamente indispensable y no se le conocían amistades sospechosas o peligrosas, siendo sus adicciones mayores los libros y el café, en ese orden? Y si acaso se fue a la playa con una conquista amorosa, pues bien por él, pero que no avise o lo haga bien, no con mensajitos mensos a la mensa de su cuñada.

Con toda la pena y no poco miedo, Blas se las había arreglado para convencer a la reina de las avispas que agradecía la deferencia de considerarlo para una iniciativa tan importante, una verdadera oportunidad, pero no para la clase de persona que él era.

–Por eso mismo –contratacó Reynaldo Lima, la reina de las avispas, como argumento para que aceptara aconsejarlo en su campaña–, porque usted es diferente, puede tener ideas frescas, su experiencia en la frontera norte cuenta y conoce la actualidad política y social sin tintes partidistas.

Agredeció a Lima los guayabazos, preguntándose de dónde sacaría esa información delirante acerca de su humilde persona. Y como aventura ya estuvo bueno, pensaba casi arrepentido.

–No, mire, don Reynaldo, lo que usted necesita es un profesional de la imagen, no un aficionado poco conectado. Alguien que resalte su repercusión global de buen magnate, más Bloomberg que Berlusconi, que maneje la lógica de la publicidad.

–Estoy harto de los publicistas –replicó Lima.

–Lo entiendo, quién no. Pero hay muy buenos propagandistas en renta. Búsquese uno. El que me recomendó lo puede orientar de primera mano. Yo para eso no sirvo, y no es cosa de honorarios, sino indolencia, si usted quiere.

Lima le puso mala cara, decepcionado. Pidió otros tragos que trajo la misma mucama guapa y morena. Con los vasos en la mano condujo a Blas hasta un salón en la parte posterior de la residencia, decorado con grandes fotos de su boda religiosa y series de retratos de estudio de sus hijos en distintas etapas de sus vidas. Algunos óleos, malos, que Lima describió como la colección de arte de mi mujer. El fondo musical de Las cuatro estaciones había dado paso a una antología de adagios que parecían tocados por la orquesta de Percy Faith.

Todo esto lo recreó Blas en la tertulia, que lo recibió con palmadas en la espalda, frases irónicas, puyas muertas de curiosidad. Contó cómo al fin Lima se dio por vencido, aunque no del todo, piénsele, le dijo, subrayando que apreciaba sus comentarios y agradecía la franqueza. Lamentó la negativa de Blas, reiterando la inmejorable opinión que de él tenía, y bla-bla.

Cuando vino a recogerlo una suburban blanca al pie de la escalinata del caserón de Lima, y antes de que le vendaran ritualmente los ojos, alcanzó a ver sangre en el borde de la portezuela trasera. Una mancha grande. Digo, pensó, ¿por qué no se molestaron en limpiarla, no que esta gente quiere quedar bien?

Ya empacado en el asiento de atrás, con un guardia en cada flanco, doblado sobre sus rodillas, se animó a preguntar provocadoramente, con la familiaridad que le daban los cinco días en la finca como huésped.

–Esa sangre, ¿de quién es?

–Es lodo –respondió el guardia de la derecha.

–¿Así de rojo? ¿Pues dónde andaban? –insistió Blas.

–¿Vamos a dejar que nos hable así? –inquirió el guardia de la izquierda dirigiéndose a sus compañeros. Siguió un silencio prolongado. A la media hora, cuando Blas ya había olvidado el tema, el del volante dijo:

–Sabe, es que un pasajero que traíamos se tropezó al bajar. ¿O fue al subirse, Gonzalitos?

Risotadas ominosas de Gonzalitos y los demás.

–Ya caigo –acusó recibo Blas, y mantuvo cerrada la boca el resto del trayecto, que terminó en el estacionamiento subterráneo de un centro comercial en Lomas Altas, donde lo dejaron con la instrucción ociosa de contar hasta 20 antes de quitarse la venda. No había nadie, sólo coches, y pocos.

Bocón, como de costumbre, ofreció un florido relato a su audiencia en lo que quedaba del café París, sin omitir detalles imprudentes. Había ido a dar a la guarida de un poderoso pillo que quería ser presidente.

Poco tardó para que Reynaldo Lima apareciera entrevistado por las televisoras y se posicionara como posible candidato, ¿de quién creen? Otro empresario, uno distinto de los políticos, populachero, montado en un tractor, vestido de policía. Un Fujimori millonario, se dijo entonces.

El resto es historia.