Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de agosto de 2010 Num: 806

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Metrópolis: la recuperación y sus metáforas
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Metrópolis:
la recuperación
y sus metáforas

Esther Andradi

Metrópolis, el mítico filme de Fritz Lang basado en el libro –y guión– de Von Harbou, vivió un reestreno de lujo ochenta y tres años más tarde de su realización en el marco de la Berlinale pasada. Atrás quedaba una travesía de pérdida, manipulación, destrucción, reconversión, búsqueda, y finalmente recuperación del rollo original, cuando ya ni el mismo Lang, muerto en 1976, se preocupaba por su destino. ¿Por qué tanto interés en una película que ya no existe?, recuerda Robert Bloch, autor de Psicosis, que le preguntó Lang una vez. Icono de la ciencia ficción, la reconstrucción de Metrópolis se parece en mucho a las lúdicas paradojas que le gustaba armar a Borges.

Metrópolis no tuvo el impacto esperado durante su estreno en 1927 en Berlín. Con 170 minutos de duración, 310 días de rodaje y quince mil extras, fue un costoso mamut que la Paramount decidió adaptar para el público estadunidense, convirtiéndola en una galleta digestiva de noventa minutos. De nada sirvió la farsa. El mismo Orson Welles le dedicó en The New York Times una crítica demoledora. La guerra sepultó definitivamente al filme y sus copias originales fueron a parar al agujero negro del olvido hasta que, en 2008, en el Museo del Cine de Buenos Aires apareció una copia de 168 minutos, la más completa de todas las existentes, y con el plus de ser el montaje original de Lang.

El argumento de Metrópolis es pueril, en el mejor de los casos ingenuo, pero, mirado al sesgo, contiene toda la mala leche del fascismo en ciernes. El magnate industrial Fredersen domina Metrópolis, la ciudad dividida: en los edificios opulentos residen los poderosos, mientras los trabajadores viven en lo más profundo de la tierra. En los jardines eternos, una reproducción de la inexistente naturaleza donde se divierten los hijos de los ricos, aparece María, la heroína que lucha por mejorar las condiciones del mundo de abajo. Freder, el hijo del magnate, se enamora perdidamente de ella. Pero el inventor Rotwang la secuestra para construir un robot a su imagen y semejanza, y con un cerebro diabólico. Gracias a los fragmentos recuperados en Buenos Aires, ahora se sabe que entre el poderoso Fredersen y el inventor Rotwang había un asunto de faldas pendiente: ambos habían amado a la misma mujer, pero ella fue del magnate. Cuando la amada muere, el inventor, más loco que criatura de Mary Shelley, concibe el robot a manera de venganza.

En Metrópolis el Estado no existe. No hay justicia ni parlamento, ni medios de comunicación ni policía. El poder ejerce su control con servicio secreto y apoyo tecnológico. La ciudad futurista funciona gracias a sus trabajadores, que yugan día y noche. El conflicto entre trabajo y capital se resuelve entre el bien y el mal, un cuento de hadas para una población seducida y alienada. El corazón –dice el mensaje final–, es el puente entre el cerebro y la mano: la mano es el trabajo; la propiedad es el cerebro; y el corazón la buena voluntad del hijo del magnate.

Poco después de la realización de Metrópolis, Fritz Lang se distanció de la alianza de clases que proclamaba la cinta y que fue la base del nazismo. La lucha de clases no es una cuestión emocional, opinó. Es un problema social. Eureka. Sin embargo, el paso del tiempo impregna de significado esta película, porque la herencia de Metrópolis no está en la historia lineal y previsible, ni en el desenlace reaccionario que relata, sino en su potencia visual. Sus imágenes parecen retratar el siglo XX, sus horrores y quimeras, sus espantos. Es escalofriante el desfile de obreros grises descendiendo hacia los sótanos dantescos donde se forja la riqueza. Y en la catástrofe final de la ciudad inundada, quién sabe si no esté encerrado el futuro próximo.

En Metrópolis no hay “naturaleza” ni pura ni divina: el diluvio, los reservorios que colapsan, el boicot y la destrucción llevan el mismo sello humano. No hay bosques sino jardines, y la historia  se desarrolla entre el cielo y el infierno. El cielo es la luz, los edificios opulentos, la torre que todo controla. El infierno es el lugar de la producción, la oscuridad donde se genera la riqueza. Un ascensor conecta ambos mundos, el de arriba y el de abajo, el ying y el yang. Todo está domesticado menos las emociones: el odio, el amor, la energía del corazón... tan sensible a los designios del poder.

La ciudad futurista archivada en el olvido, ahora reconstruida. Resulta simbólico que los fotogramas perdidos de Metrópolis hayan sido recuperados en un Museo del fin del mundo y con una historia digna de un cuento borgeano. La cinta no estaba ni oculta ni confundida. Al contrario: siempre estuvo registrada con su nombre y cronología, pero se ignoraba que esa copia era un original y no el engendro de la Paramount. Había pertenecido a Manuel Peña Rodríguez, crítico de arte, productor y director de cine argentino, quien se vio obligado a vender gran parte de su colección de antiguas cintas para pagar su tratamiento contra el cáncer que lo agobiaba, y que lo llevó a la muerte en 1971. Una década más tarde, otro Peña –Fernando Martín–, historiador de cine, supo que esa copia encerraba un tesoro. Fue por un comentario de su jefe, del Cine Club Núcleo, quien se quejó porque en una función, en los años setenta, había tenido que poner el dedo en el proyector ¡por más de dos horas! Como el nitrato se encoge un milímetro con el tiempo, el dedo corregía el defecto. “Supe entonces que esa cinta era la versión completa”, dice Peña. Pero debió esperar todavía otras dos décadas más para que su investigación encontrara apoyo.

Lo cierto es que ver Metrópolis en su versión original, ochenta y tres años después de su realización, y con la música de Gottfried Huppertz a cargo de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín de más de un centenar de miembros, fue de por sí una experiencia digna de ciencia ficción, en sintonía con el original. Una fiesta imponente, plena de significados. Aunque Metrópolis no haya podido adelantar que el futuro iba a ser digital, que toda la información contenida en esa torre dominada por el trabajo del ser humano iba a caber en un dedal. Qué digo, en una ínfima parte de un dedal con nombre de comida rápida: chip.