Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de agosto de 2010 Num: 806

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Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Filosofía y poesía
ANTONIO CICERO

B. Traven en Tampico
ORLANDO ORTIZ

La propuesta narrativa de Agustín Fernández Mallo
JORGE GUDIÑO

Elvis cumplió setenta y cinco
ALEJANDRO MICHELENA

Génova 2001: la marcha de los desobedientes
MATTEO DEAN

Metrópolis: la recuperación y sus metáforas
ESTHER ANDRADI

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

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B. Traven en Tampico

Orlando Ortiz


Algunos de los múltiples rostros de Bruno Traven

El 26 de marzo de 1969 falleció Traven Torsvan –tal fue el nombre con el que adoptó la nacionalidad mexicana–, y con él se llevó a B. Traven y a Hal Croves, y tal vez a Ret Marut. También con él se llevó la respuesta al misterio que nadie pudo resolver satisfactoriamente: ¿Quién era el hombre que aproximadamente en 1924 llegó a Tampico? Es más, ¿cómo llegó al puerto?

Dónde vivió o en qué trabajó es un misterio; tal vez algún investigador minucioso pueda, con suerte y paciencia, averiguarlo en el archivo histórico del puerto, en la oficina de correos o en Gobernación. Más que con suerte, diría “con mucha suerte, pues Traven utilizaba varios nombres. Por lo tanto es posible que haya ingresado al país con alguno de los conocidos (Traven Torsvan, Richard Marhut, Ret Marut, Hal Croves, Charles Trefny), pero también con otro que no volvió a usar.

El tesoro de la Sierra Madre es la novela que por antonomasia recoge imágenes de Tampico –en opinión de todos los que han abordado el tema–, aunque en ella nunca menciona el nombre de esta ciudad; tal vez el hecho de que la película protagonizada por Humphrey Bogart se filmara ahí contribuyó a que la gente ubicara en ella la acción; porque, en efecto, para un tampiqueño –dejándose llevar por lo que se ve en la película, más que por haber leído la novela– es fácil identificar de inmediato los sitios por los que se mueve el personaje, pero, insisto, es curioso que en el texto nunca dice estar en Tampico. (Tal vez era demasiado el temor de Ret Marut de ser localizado y aprehendido por las actividades que había realizado en Alemania como activista de izquierda.)

En fin, el caso es que en El tesoro de la Sierra Madre encontramos imágenes del puerto, fundamentalmente del ahora denominado Centro Histórico. Lo interesante es que a diferencia de otros escritores –como Joseph Hergesheimer, Jack London, José Puig Casauranc– que nos han dejado descripciones de Tampico en esa época, fundamentalmente de la sociedad pudiente o profesional, Traven nos da una visión del mundo de los trabajadores, de los que llegaban sin un centavo y debían ingeniárselas para vivir, o mejor dicho, para sobrevivir. Dobbs, el protagonista de la novela mencionada, deambula por la Plaza de la Libertad (en el libro no tiene nombre), sin un centavo en la bolsa y muerto de hambre. Le pide ayuda a un extranjero vestido de blanco que le da un peso: mucho más de lo que él esperaba. “¿Qué haría con aquel tesoro? ¿Cenaría y comería o cenaría dos veces? Tal vez sería mejor comprar diez cajetillas de cigarros Artistas o tomar cinco tazas de café con pan francés”. Después de mucho pensarlo abandona el banco de la plaza y se dirige al hotel Oso Negro.

No hemos encontrado ningún hotel con ese nombre en otras fuentes, pero por los datos parecería ser un edificio ubicado en una esquina de la Plaza de la Libertad. Hace referencia a que el auge había llegado a Tampico tan rápidamente que ni tiempo habían tenido de construir hoteles, de ahí que hubiera muy pocos y carísimos; dice que cobraban diez o quince dólares por un cuarto en que sólo había un catre, una silla y una mesita. El huésped podía esperar que por ese precio, cuando mucho, el catre contara con mosquitero (pabellón, se le decía en Tampico) y hubiera suficiente agua fría, porque la caliente era un lujo. “En el piso bajo del hotel Oso Negro había una tienda atendida por un árabe, en la que se vendían zapatos, botas, camisas, jabón, perfumes, ropa interior para damas y toda clase de instrumentos musicales. A la derecha había otra tienda que vendía sillas para escritorio, libros sobre localización y perforación de pozos petroleros, raquetas de tenis, relojes, periódicos y revistas americanas, refacciones para automóviles y linternas.” Se llegaba al patio del hotel por un corredor que había entre ambas tiendas y al cual se accedía por un zaguán abierto noche y día. En la planta alta había cuatro cuartos miserables, con vista a la calle, y otros cuatro con vista al patio... no abundaremos en la descripción, sólo apuntaremos que al parecer cobraban doce dólares por cada cuarto con sus respectivas camas llenas de chinches. No dudamos de que hubiera tales abusos, pero también podemos decir que en La Barcelonesa, Fonda, domiciliada en Madero 42 Oriente, Dobbs hubiera conseguido una cama desde $3 semanales, o alimentos y cuarto por $1.50 centavos diarios; en el Gran Hotel Centenario, la tarifa fluctuaba entre $1.50 y $3.50 diarios. El caso es que en el Oso Negro “había sólo dos duchas de agua fría; la caliente no se conocía allí, las duchas servían a todos los huéspedes y muy a menudo el agua se acababa porque el depósito contenía una cantidad muy limitada, que la mayoría de las veces se obtenía comprándola a los aguadores, los que la conducían sobre el lomo de un burro en latas que habían sido de petróleo”.

El patio del hotel estaba rodeado de cuartuchos construidos con pedazos de madera, los techos eran en parte de cartón y en parte de lámina acanalada, las puertas estaban cayéndose y era imposible tener privacidad en esas barracas. En cada una de ellas había catres muy juntos, para que cupieran más huéspedes. A eso había que sumar, nos dice, el humo de una hoguera que ardía en el patio las veinticuatro horas, utilizada por los chinos para calentar el agua en la que hervían la ropa de su lavandería. El fuego lo alimentaban con todo lo que encontraban a la mano: “Zapatos viejos, basura y hasta excrementos secos.” En la oficina del hotel había anaqueles destinados a cosas que encargaban los huéspedes o eran retenidas por el dueño mientras le pagaban. Estos casilleros, nos parece, concentran, metafóricamente, el drama de los trabajadores extranjeros o fuereños: dejaban ahí sus cosas, en depósito, mientras encontraban algún trabajo. Algunas de esas maletas, cajas o líos de ropa llevaban años, lo cual podía significar que el dueño había encontrado trabajo, tal vez, en algún barco, pero también que “sus huesos podían estar blanqueándose al sol en cualquier sitio de Venezuela o de Ecuador. ¿Quién se preocupaba por ello? Quizá estuviera en la cárcel, muerto de sed, devorado por algún tigre o sufriendo por la mordedura de una serpiente. Su petaca, a pesar de lo que a él pudiera haberle ocurrido, permanecía bien guardada en el hotel”.

Cabe aclarar que el cuestionamiento a la tarifa del hotel que nos da B. Traven no pretende negar su estadía en el puerto. A su favor hablan muchísimos más detalles que sólo viviendo en Tampico podía haber registrado de manera tan viva como nos los presenta en la novela. Por ejemplo, cuando obtiene un tostón de un hombre vestido de blanco (que a la postre resulta ser el mismo que la primera vez le dio un peso), Dobbs “se dirigió al extremo [de la Plaza de la Libertad] más cercano al muelle en el que atracaban los cruceros y barcos de carga. Allí se había establecido un café sin puertas, paredes ni ventanas, cosa que en realidad no necesitaba, pues permanecía abierto veinticuatro horas diarias. Dobbs pidió una taza grande de café con un cuarto de libra de azúcar. Cuando el mozo colocó el vaso de agua helada frente a Dobbs, éste elevó la vista hacia la lista de precios y gritó: –¡Bandidos, ya le subieron cinco centavos al precio de su apestoso café!” Seguramente se refiere al Café Oriental.

De igual manera hace referencia a los jóvenes que siempre se paraban en la esquina del Hotel Southern (en los bajos de éste se encontraba la fuente de sodas y droguería Sanborns –que más tarde abrió una sucursal en Ciudad de México, en el Palacio de los Azulejos–; también estuvo ahí, años después, el bar Manhatan), y esperaban “a que alguien los invitara al bar Madrid o al Louisiana, para ayudarles a gastar el dinero emborrachándose.” No insinúa prostitución masculina, sino oportunismo, pero no descartamos que aquella se diera. También hace alusión a la joyería La Perla, que en sus cuatro escaparates exhibía “una profusión de oro y de diamantes que difícilmente podría verse en Broadway”, y lo paradójico, apunta, es que no hay lugares dónde lucir tales joyas, pero se debe, piensa, a que hay dinero y en Tampico “no era posible comprar carros lujosos, porque no existían carreteras para ellos y la mayoría de las calles se hallaban en condiciones tales, que sólo carretones podían transitarlas”.

Dobbs y un amigo contemplan las joyas de La Perla y piensan muchísimas cosas, pero no se les ocurre que podrían robarlas, porque en todo ese tiempo de auge petrolero no ha habido asaltos espectaculares en el puerto, y en el único asalto a un banco “todos los asaltantes habían sido muertos y el que los esperaba afuera en un carro, herido y transportado al hospital, en donde se había hecho lo indecible porque no sobreviviera”. Desde luego que la delincuencia estaba presente, es más, “por todo el puerto había carteristas, y eran los americanos quienes, por supuesto, llevaban la batuta”.


Cuando lo fichó la policía de Londres, Bruno Traven usaba el nombre de Ret Marut

Una referencia más de que conocía la región se puede encontrar en el inicio de su relato “El visitante nocturno”, del cual transcribimos un fragmento: “Una espesura impenetrable cubre las amplias llanuras de las cuencas del Pánuco y del Tamesí. Sólo dos líneas de ferrocarril atraviesan los 90 000 kilómetros cuadrados de esta parte de la tierra caliente. Las poblaciones se acurrucan tímidamente alrededor de las pocas estaciones de tren. Hay muy pocos europeos y viven prácticamente aislados unos de otros.” Y en una carta remitida a su editor y fechada el 5 de agosto de 1925: “Escribí esta novela [Los pizcadores de algodón] en la selva, en un jacal indígena que no contaba con mesa ni sillas y donde tuve que anudar cuerdas para fabricarme mi propia cama, en forma de una hamaca nunca antes vista. La tienda más cercana en que podía comprar papel, tinta o lápices estaba a 35 millas de distancia. En ese entonces no tenía otra cosa que hacer y contaba con un poco de papel. No era mucho y tuve que llenarlo de ambos lados con un cabito de lápiz.”

En Los pizcadores de algodón Traven plasma –principalmente en la segunda parte, que denomina segundo libro– escenas que remiten a la vida en y de Tampico. Ya es un ambiente distinto al de El tesoro..., la historia la ubica ahora en panaderías, cafés y en el ámbito sindical. El humor, o mejor dicho, ese humor tan especial del autor –como puede verse en las líneas transcritas en los párrafos anteriores–, adquiere mayor nitidez en esta obra. En síntesis, B. Traven nos da en sus páginas una visión distinta a la de otros extranjeros que pasaron por el puerto y muy interesante del Tampico de los primeros años del siglo XX.

Cabe señalar que la llegada por mar a Tampico debió ser muy impresionante, pues todos los escritores antes mencionados y algunos otros viajeros así lo consignan en sus escritos. En cambio Traven no menciona para nada cómo fue su llegada a nuestra ciudad. Si lo hizo por tierra, es posible que nada le llamara la atención, y si fue por mar, existe la posibilidad de que llegara clandestinamente en un “barco de la muerte”*, o de polizón en uno normal y por lo tanto metido en alguna bodega o en el cuarto de máquinas, por eso nunca vio la Barra ni lo que bordeaba al Pánuco, desde el mar hasta el muelle fiscal.

*Ese nombre, o también “suicidas”, se le daba a los buques sin papeles ni documentación en regla, que hacían encallar o hundían a propósito –a veces con todo y tripulación– para que el dueño pudiera cobrar el seguro respectivo.