Editorial
Ver día anteriorMartes 17 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Crisis de confianza
A

yer, en el sexto Congreso Internacional de Derecho Electoral y Democracia, que se realiza en la capital michoacana, el coordinador residente de la ONU en México, Magdy Martínez-Solimán, afirmó que la sociedad mexicana desconfía de sus gobernantes y no se siente representada por ellos. En tal circunstancia, dijo el funcionario internacional, la calidad de la democracia y de los gobernantes es el tema pendiente del sistema político electoral mexicano.

El señalamiento es tan atendible como preocupante, en la medida en que la clase política en su conjunto habla y actúa como si en el país existiera plena normalidad democrática y alimenta, con ese ejercicio de simulación, su propio déficit de credibilidad. La institucionalidad formalmente vigente aparece cada vez más distanciada de los ciudadanos, cada vez más ajena a sus problemas y cada vez más próxima a una condición escenográfica. Ello puede apreciarse en el perseverante triunfalismo gubernamental –expuesto ayer de nuevo en un artículo firmado por el titular del Ejecutivo federal y publicado en Le Monde–, en la incapacidad del Legislativo para actuar con independencia respecto de los poderes empresariales y mediáticos, en la tendencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) a actuar como mera instancia culpadora de funcionarios y políticos. La desconfianza de la sociedad hacia las dependencias públicas y sus ocupantes es una consecuencia, más que una causa, de la crisis por la que atraviesa la institucionalidad nacional.

Semejante falta de credibilidad cierra un círculo vicioso que impide el funcionamiento correcto de las instancias del poder formal y de sus mecanismos de integración y renovación, y obstaculiza, hasta el punto de hacerlas inviables, las decisiones adoptadas por los gobernantes, así sean en principio correctas. El poder público no tendrá éxito en lograr el respaldo masivo y decidido de la sociedad a sus estrategias de seguridad en tanto la gente siga percibiendo que la ley es sistemáticamente ignorada por el propio convocante; la tendencia a la evasión fiscal no podrá erradicarse en tanto no se erradiquen la corrupción monumental, el dispendio y la frivolidad en el manejo de los presupuestos; las persistentes violaciones a los derechos humanos por los cuerpos de seguridad del Estado generan temor, sin duda, pero no respeto a la autoridad.

Sería superfluo, por lo demás, replicar a los señalamientos mencionados con el argumento de que lo dicho por Martínez-Solimán se reduce a un problema de percepción –como ha argumentado el discurso oficial ante la catástrofe de seguridad pública en la que se encuentra el país–, pues confianza y desconfianza se construyen, en esencia, con base en percepciones: si un grupo humano no se siente representado por un individuo o equipo, no hay poder legal ni institucional capaz de convertir a los segundos en representantes legítimos y mínimamente funcionales.

La discusión es relevante de cara a los comicios previstos para 2012, pues el sistema electoral del país genera desconfianza en vastos sectores sociales, a consecuencia del desaseo, la inequidad y las irregularidades que tuvieron lugar en la elección presidencial de julio de 2006. La renovación de autoridades programada para dentro de dos años puede ser una oportunidad para restituir la confiabilidad y la legitimidad del régimen político. Pero si la clase política no establece reglas claras y precisas para verificar los resultados –por ejemplo, la obligatoriedad del recuento voto por voto en casos de triunfos dudosos o cuestionados–, para impedir que las autoridades constituidas actúen en forma facciosa –como lo hizo la presidencia de Vicente Fox para beneficiar a los aspirantes de su partido y perjudicar a sus rivales– y para evitar la irrupción indebida de los poderes fácticos en las campañas –como las que realizaron los grupos empresariales en favor del entonces candidato presidencial panista, Felipe Calderón–, 2012 puede convertirse en la demolición definitiva de las vías electorales y democráticas en el país.