21 de agosto de 2010     Número 35

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Occidente: tierra indómita

Moctezuma era un rey como Carlos V, Tenochtitlan una ciudad igual que Sevilla pero algo mayor y los aztecas la cabeza de un imperio comparable al castellano, semejanzas que en Mesoamérica les amortiguaron el choque cultural a los españoles. En cambio, Aridoamérica era en verdad otra cosa y las regiones que hoy llamamos Sinaloa y Sonora, pobladas por tribus seminómadas que encaraban al invasor, fueron escenario de una peculiar y cruenta historia de conquista y resistencia que se inicia a principios del siglo XVI con las incursiones de Diego Hurtado de Mendoza y continúa con los avances modernizadores de gente como Albert Kinsey Owen y Benjamin Francis Johnston. Pero tanto la espada y la cruz que vienen del sur, como el arado y el riego que vienen del norte, son confrontados por mayos, yaquis, seris, pápagos, pimas y ópatas pueblos originarios que en su terca resistencia apelan primero a los recursos de la tradición y luego también a las armas de la modernidad.

Ese drama, el que selló nuestra colonialidad, ha sido representado por diferentes actores en distintos escenarios del territorio nacional. En los rústicos tablados de Aridoamérica la escenificación, aunque menos conocida, es tan emocionante como la que tiene lugar en los prestigiosos teatros mesoamericanos del centro y sur. Basten tres escenas emblemáticas de la saga del noroeste para documentarlo: a principios del XVI, el reencuentro de Alvar Núñez Cabeza de Vaca con sus compatriotas, las utopías modernizadoras socialista- capitalistas de fines del XIX y principios del XX, y algunos episodios de la llamada guerra del yaqui coincidentes con la revolución de 1910.

Adelantados de la interculturalidad. El encuentro entre el “nuevo” y el “viejo” mundo fue una masacre. ¿Pudo haber sido un diálogo? Quisiera creer que sí, pero lo impidió no la lobuna naturaleza humana sino la inercia imperial de los españoles. La saga de Cabeza de Vaca, que por ocho años compartió carencias y alegrías con los indios seminómadas de Aridoamérica, prueba que se podía confraternizar pero también constata algo más importante: es posible trascender fugazmente la otredad, vivir así sea por breves instantes el éxtasis de ser el otro, única forma legítima de que el diálogo intercultural trascienda el frío, distanciado y “tolerante” conversatorio.

En 1536, nueve años después de naufragar en La Florida y habiendo recorrido a raíz lo que hoy es Luisiana, Texas, Nuevo México, Sonora y Sinaloa, Alvar, tres compañeros de infortunio y el grupo de nebomes que los acompaña se topan con los hombres del capitán Diego de Alcaraz, que andaban a la caza de indios para esclavizarlos.

Así describe la estrafalaria facha de los extraviados el jesuita Andrés Pérez de Ribas: “En su traje y vista no se diferenciaban de los nativos, porque vestidos ya hacía años que no los alcanzaban y estaban tan tostados del sol y criado el cabello como los bárbaros en cuya compañía habían peregrinado”. Alvar lo cuenta desde el otro lado: “De mañana alcancé cuatro cristianos de caballo, que recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada”.

Una intensa experiencia transcultural de ocho años culmina en el momento en que el jerezano se ve en los ojos “tan atónitos” de sus compatriotas como el indio en que se ha convertido. Pero no sólo eso, ve también a quienes habían sido los suyos como los hideputas que en verdad son: conquistadores desalmados a los que Alvar llama cristianos, como si él fuera –siguiera siendo– el infiel chichimeca que por nueve años había sido.

Después de la primera sorpresa y hablando un castellano que tenía casi olvidado, el extraviado se identifica y trata de defender a sus camaradas nativos. Ésta es la versión de Pérez de Ribas: “Valióles la plática para no caer en las cadenas y collares de esclavos, pero no para que parase la codicia del capitán que prosiguió en su intento de capturar indios”. Y así lo cuenta Alvar, en un pasaje prodigioso que sintetiza la diferencia entre confraternizar y oprimir, entre sanar y matar, entre compartir y saquear, entre venir de donde sale el sol y venir de donde el sol se pone.

“Pasamos muchas y grandes pendencias con ellos (los españoles) porque nos querían hacer los indios que traímos esclavos (…) Vímonos con los indios en mucho trabajo porque se volviesen a sus casas (…) Ellos no querían sino ir con nosotros (…) A los cristianos les pesaba esto y hacían que su lengua (traductor) les dijese que nosotros éramos de ellos mismos, y que nos habíamos perdido muchos tiempos había, y que éramos gente de poca suerte y valor, y que ellos eran los señores de aquella tierra, a quien había de obedecer y servir. Más todo eso los indios tenían en muy poco o nada de lo que les decían; antes, unos con otros entre si platicaban, diciendo que los cristianos mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el Sol, y ellos de donde se pone; y que nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos; y que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y con lanza; y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo cuanto nos daban tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos, y los otros no tenían otro fin sino robar cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie; y de esta manera relataban todas nuestras cosas y las encarecían, por el contrario de los otros (…) Finalmente nunca pudo acabar con los indios creer que éramos de los otros cristianos”. Y es que, en verdad, ya no lo eran.

Tres siglos y medio después, en 1872, llega a la región el ingeniero civil Albert Kimsey Owen con el proyecto de un ferrocarril que, cruzando Chihuahua y saliendo al mar por Sinaloa, acercaría el este industrial de Estados Unidos con la costa oeste de ese país. La vía férrea no cuaja pero a cambio Albert emprende la confección de una colonia socialista con cabecera en la bahía de Topolobampo. Visionario, colectivista e igualitario, el plan era al mismo tiempo colonizador y tecnocrático pues buscaba poblar la zona con blancos de “ideas avanzadas” que aprovecharan el potencial agrícola del valle del Río Fuerte, una iniciativa netamente yori en la que mayos y otras etnias no serían más que fuerza de trabajo. Así describe la utopía William Slocum, uno de los editores del periódico de la colonia: “Esta región no puede fracasar. Es rica en recursos naturales; lo único que necesita es que se le desarrolle con trabajo inteligente: en unos cuantos años habrá aquí cientos de miles de sinaloenses progresistas y esta región (…) llegará a ser, como California lo es hoy, uno de los mejores lugares sobre la faz de la tierra”.

Los socialistas se dividen, entre otras cosas por el control del agua de riego, y el falansterio fracasa. Pero ciertamente lo región no, pues Benjamín Francis Johnston, que a fines del XIX había financiado a Owen, retoma el proyecto modernizador pero liberado de sus pretensiones colectivistas. El estadounidense se adueña del agua y la tierra del Valle del Fuerte, crea la empresa Sinaloa Sugar Company que controla toda la producción azucarera y es constructor y patriarca de la ciudad de Los Mochis. El emporio se mantiene hasta mediados de los años 20s del pasado siglo, cuando los intereses económicos de Johnston chocan con planes empresariales de Álvaro Obregón que le ha echado el ojo a su mayor ingenio azucarero.

Aunque doctrinariamente antagónicos, Owen, Johnston y Obregón tienen ideas análogas sobre cómo colonizar las tierras costeras de occidente. Visiones muy semejantes a la que formulara el porfirista Ramón Corral, pensando en el Valle del Yaqui: es la región “una fuente inexplorada de riqueza que solamente necesita la pacificación de las tribus y la laboriosidad e inteligencia del hombre civilizado (…) para cambiar la faz del estado”.

Socialistas o capitalistas, porfiristas o revolucionarios, todos coinciden en un mismo proyecto modernizador: hacer de los valles costeros del noroeste, desde Mexicali hasta Culiacán, un emporio de agricultura industrial en el que los pobladores originales salen sobrando salvo como mano de obra barata.

Pero los indios están ahí para contradecir. Por casi 500 años los “naturales” resisten a la dominación: a veces guerreando, otras remontándose en la sierra, y también dejándose incorporar al sistema dominante aunque sin renunciar a cultura y costumbres. En algún momento todos se rebelan, pero los yaquis son emblema de insumisión pues sobreviven a masacres y deportaciones alternando sabiamente la condición de mansos con la de broncos. Les falta, quizá, visión de conjunto: trascender los conflictos entre tribus para enfrentar juntos las amenazas y, en tiempos de revolución, acercarse otras fuerzas campesinas insurrectas.

Aunque por momentos avizoran esa posibilidad. En febrero de 1918, acosados militarmente por Álvaro Obregón, los yaquis llaman a la unidad de las tribus de occidente, en un manifiesto sorprendente que firman con el lema del Partido Liberal Mexicano, “Tierra y libertad”, por entonces ya adoptado por el zapatismo de Morelos y por el socialismo maya de Yucatán.

“Mientras el gobierno insista en no entregar nuestras tierras, la lucha seguirá dura y encarnizada –proclaman–. El gobierno no tiene palabra (…) ya no queremos más arreglos con el gobierno más que con ustedes, los pobres de esos pueblos (…) La opresión que el tirano gobierno ejerce sobre nosotros (…) los pobres hijos de los descendientes de nuestros hermanos pimas, pápagos y ópatas (…) causa que nos estemos matando unos a otros (…) Invitamos a ustedes para que si les conviene unirse todos los pobres, como antes, entonces los ricos no volverán nunca jamás a cortar los derechos de los hombres”. Rubrican: “Tierra y libertad”.

Con su llamado a la unidad india de las diferentes –y a veces contrapuestas– tribus y con el uso de una consigna en curso de globalización, los yaquis se iban apropiando de la tradición revolucionaria de los campesinos modernos al tiempo que le añadían una dimensión propiamente indígena: la exigencia de respeto a su hábitat ancestral, a su cultura y a sus formas de gobierno. Los jefes Cosari y Periat bien hubieran podido parafrasear la clásica consigna de los rústicos, rubricando su manifiesto con un lema campesindio entonces incipiente: “Territorio y libertad”.