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Doble forma de exclusión para las jóvenes mexicanas
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YucatánFoto Fabrizio León Diez
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n las semanas pasadas se ha debatido intensamente sobre el número de jóvenes que no tienen la oportunidad de estudiar ni trabajar. Sin desestimar la gravedad de las cifras, también es preocupante la concepción que han sostenido tanto la Directora del Instituto Mexicano de la Juventud como el Secretario de Educación Pública, sobre las jóvenes que no estudian ni trabajan, pero que se dedican a las labores domésticas.

Priscila Vera Hernández, directora del Instituto Mexicano de la Juventud (Imjuve), planteó como atenuante a esta crítica situación que siete de cada 10 de quienes se considera que no estudian ni trabajan son mujeres y la gran mayoría de ellas se dedican a las labores del hogar (La Jornada, 13 de agosto).

Es grave restar importancia al hecho de que un porcentaje tan alto de mujeres jóvenes de México se dediquen a las labores del hogar. Esta condición reproduce una de las formas de desigualdad más arraigada en nuestra organización social: la inequidad de género.

Dedicarse a las labores del hogar y no estudiar ni trabajar mantiene a millones de mujeres al margen del desarrollo, las priva de autonomía y las obliga a depender económicamente de alguien más (por lo general un hombre, su pareja). Éste es un binomio perfecto que preserva la subordinación de las mujeres, limita procesos democráticos para lograr igualdad y justicia social y obstaculiza el desarrollo nacional.

La educación es una condición para el desarrollo pleno de los seres humanos con efectos fundamentales en sus oportunidades de incorporación a la vida moderna y a la economía. No es aceptable que, con un afán de justificar cifras y acciones públicas, se busque presentar como una virtud que las mujeres queden al margen de las oportunidades de educación y de empleo remunerado, a los que tienen derecho de acuerdo con sus edades.

Conviene recordar a las autoridades del país que hace muchos años las mujeres conquistaron el derecho a la educación y al trabajo, entre muchos otros. La remuneración económica, el pago por el trabajo, es una de las fuentes de bienestar e independencia que tienen los seres humanos adultos. El que algunas autoridades consideren adecuado que las mujeres se dediquen a labores, no remuneradas, en el hogar, al margen del sistema educativo y el mercado laboral, contradice derechos adquiridos y manifiesta una visión limitada sobre los retos de la equidad y del desarrollo contemporáneo.

Cuando el secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, plantea que las estadísticas deben revalorar el trabajo doméstico de las jóvenes que sólo se dedican a esta actividad (La Jornada, 22 de agosto), no se entiende con base en qué plantea esta revaloración. Sabemos que el trabajo doméstico es indispensable para la vida cotidiana. La casa es el espacio de la reproducción de la fuerza de trabajo. Los integrantes de la familia que participan en la educación o tienen una ocupación remunerada, se alimentan, descansan y se asean en el espacio familiar; es decir, allí encuentran las condiciones necesarias para continuar al día siguiente con sus actividades.

En teoría la casa es el espacio donde se atienden sus necesidades personales; donde se dedica tiempo y se organizan las actividades escolares, deportivas y recreativas de los más jóvenes; donde se cuida la salud de grandes y chicos; el lugar de descanso, de reposición de las fuerzas perdidas. En condiciones ideales, cuando no se desarrollan relaciones de opresión o violencia intrafamiliar, debe ser también el lugar de los afectos, el refugio del mundo público.

Todo esto tiene enorme importancia; sin embargo, a la vez entraña un sinfín de actividades que requieren de grandes cargas de trabajo no remunerado, no reconocido, no valorado (en términos de valor de uso y valor de cambio). Las tareas domésticas no están acotadas en el tiempo; son de índole permanente, no empiezan ni terminan; simplemente son parte de la vida cotidiana de las mujeres. Pero cuando estas mujeres, además de las actividades domésticas, están incorporadas al trabajo fuera del hogar, cumplen una doble jornada: una remunerada y la otra no. Normalmente los hombres solo se dedican al trabajo remunerado.

Hay diversas formas de revalorar las actividades domésticas y ninguna de ellas se cumple a través del simple reconocimiento estadístico. Señalo aquí solamente dos. La primera, que implica una profunda transformación cultural, es que hombres y mujeres (padres, madres, hermanos, hermanas, etcétera) sean corresponsables de las múltiples actividades que deben atenderse dentro de una familia. Se trata de equilibrar los tiempos y la energía que hombres y mujeres pueden dedicar a sus trabajos, a sus estudios, a sus tiempos personales y, por supuesto, a las tareas domésticas.

La otra forma de revalorar el trabajo doméstico es asignarle un valor en el mercado, una remuneración, pagar el trabajo que se realiza en las casas. De esta manera aquellas mujeres que deciden ser exclusivamente amas de casa, tendrían un ingreso por su trabajo y podrían tomar una serie de decisiones sobre su vida, que sólo pueden llevarse a cabo si se tiene dinero. Las mujeres que se dedican al hogar no se verían obligadas a mantenerse en situaciones intolerables por falta de recursos, cosa que ocurre con mucha frecuencia.

El trabajo doméstico debería ser valorado económicamente en su justa dimensión, ya que cuando las mujeres desarrollan este trabajo afuera de sus hogares, lo hacen en condiciones precarias de tiempos, cargas de trabajo, de remuneración y sin prestaciones ni garantías de ningún tipo.

En la actualidad existen instancias en las que el trabajo de tipo doméstico se profesionaliza y se intercambia en el mercado, frecuentemente por medio de empresas de limpieza de oficinas, hoteles, y en algunos casos también de hogares particulares. A pesar de que, en general, estas empresas funcionan con esquemas de condiciones laborales precarias y altos niveles de explotación, este tipo de trabajo es remunerado y tiene algunas prestaciones. Un fenómeno a resaltar es que en estas condiciones, los hombres también se incorporan a ocupaciones tradicionalmente femeninas, aunque, por supuesto, fuera del hogar.

No se puede seguir sosteniendo un modelo social que reivindica el lugar de las mujeres en actividades sin remuneración, sin reconocimiento, que las excluye de la educación y de la posibilidad de construir un proyecto de vida propio. Por esta razón, los argumentos del secretario Lujambio y la directora Vera Hernández resultan alarmantes e inaceptables. En contraste la preocupación expresada por el doctor Narro Robles, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, no sólo es legítima, es una postura que atiende a una de las más graves formas de desigualdad social: la desigualdad de condiciones y oportunidades entre los hombres y las mujeres.

*Investigadora Asociada C, secretaria de Equidad de Género, Programa Universitario de Estudios de Género, UNAM