Opinión
Ver día anteriorSábado 4 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una hipótesis sobre la crisis en educación
L

a crisis educativa que afecta hoy a la sociedad mexicana forma ya parte de uno de esos paisajes lunares que han dejado tras de sí 10 años de administraciones panistas en el gobierno federal. Los saldos de una política que ha atacado y desvalorado la educación pública como nunca antes sucedió en el siglo XX forman parte de las estadísticas más desoladoras no sólo de los balances nacionales, sino de los de la Unesco, la ONU y otros organismos internacionales que se dedican a monitorear las condiciones educativas en el mundo. Alumnos que no terminan de prepararse, profesores que nunca acaban de instruirse, laboratorios inexistentes, bibliotecas fantasmas, recursos pedagógicos que sólo existen en las listas de inventarios imaginarios, autoridades corruptas prestas a realizar negocios con el menor pretexto, sistemas de evaluación que no evalúan son las noticias que se reciben día a día de ese enorme universo (que involucra a millones y millones de niños, jóvenes y adultos) en todos sus niveles.

Lo convencional es adscribir los orígenes de la crisis al antiguo régimen: 70 años de gobiernos priístas no lograron crear un sistema educativo que respondiera a los retos de una sociedad que depositó –y sigue depositando– en la educación una de sus apuestas centrales para salir de los dilemas que la mantienen en el atraso y en la incapacidad de cerrar las brechas entre sectores sociales cada vez más polarizados. Es un argumento al que es difícil restarle razón, si bien los esfuerzos educativos de ese antiguo régimen tuvieron algunos momentos estelares: la administración de Torres Bodet, la instrucción media en los años 50 y 60, las universidades de los 70. Lo cierto es que ninguno de esos momentos se tradujo en estructuras sólidas y duraderas que lograran sortear los vendavales y los cambios en las políticas sociales que caracterizaban a los estilos sexenales de gobernar en aquellas administraciones.

Sin embargo, 10 años son, en términos de política educativa, muchos. Abarcan prácticamente a una generación de alumnos, profesores y quienes se dedican a enfrentar los retos de ese difícil territorio. Las administraciones panistas no parecen tener ninguna excusa, más que su propia política, para explicar por qué los saldos generales del sistema educativo (aprovechamiento, eficiencia terminal, calificación y profesionalización de los docentes, calidad de la enseñanza, etcétera) son hoy peores que en 2000.

Tanto Vicente Fox como Felipe Calderón no han dudado en adscribir los principales motivos de ese fracaso no a sus propias gestiones (¿habrá en algún futuro un político mexicano dotado del gesto de la autocrítica?), sino a esa suerte de muro de los lamentos que nadie en el mundo educativo ha podido sortear (y al parecer ni siquiera entender): el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). En la visión de estos dos sexenios, el sindicato habría representado una especie de último y poderoso dique de inmovilidad frente a las reformas que se requieren para destrabar los nudos de la parálisis educativa. El argumento es plausible, pero visiblemente pobre. El gremio controla, en efecto, muchos de los procesos educativos básicos que determinan la calidad de la enseñanza. Pero uno nunca acaba de entender por qué no habría de compartir políticas de mejoramiento si éstas redundarán en garantizar su propia existencia. En rigor, el argumento de que la burocracia y el clientelismo del SNTE son el principal lastre que propicia el rezago en este ámbito no hace más que ocultar lo que, a mi parecer, es la razón actual principal del deterioro del sistema educativo. Esa razón tiene un nombre y un lugar social perfectamente discernibles, pero que nunca aparece en los análisis oficiales sobre la crisis de la educación. Me refiero a las funciones que ejercen hoy en día las miles y miles de escuelas, universidades y centros de educación privados que imparten sus servicios en todo el país. En suma: el papel que ejerce actualmente lo que se da en llamar la educación privada. Y habría que pensar con más detenimiento si no es éste, y no otro, el factor principal que, al parecer, mantiene en zozobra los esfuerzos públicos por mejorar la calidad de nuestras escuelas.

En primer lugar, la educación es uno de los rubros por excelencia que definen el horizonte de expectativas de una sociedad. Lo que mueve a millones de familias a elegir una u otra opción no son tanto las realidades y los niveles pedagógicos de cada escuela, sino el espectro de expectativas (sociales, profesionales y de movilidad) que promete a quienes pasarán por sus aulas. La fórmula, ya anclada en el sentido común popular, es simple y ha sido devastadora: la educación privada es buena, la pública, mala. Esta fórmula idiosincrática, que ninguna estadística corrobora, convierte de manera prácticamente clasista a los educandos de las escuelas públicas en ciudadanos de segunda clase. Lo patético es que ni siquiera se trata de un ideograma, sino de una simple idiosincrasia que asegura el más cruel de los sistemas de exclusión y polarización social. Simplemente porque la mayor parte de la población no puede optar por el camino privado. De tal manera que la fuerza central que mueve a quienes aspiran a una educación que se traduzca en beneficios, las expectativas educativas, enfrenta de entrada un auténtico muro de privilegios para quienes sólo pueden acudir a la instrucción pública.

En segundo lugar, la educación privada concentra al mayor número de universidades patito que se dedican a hacer negocios con este servicio que debería siempre tener un espíritu público y civil. Cientos y cientos de universidades dedicadas a formar diseñadores, contadores y otros oficios profesionales, exentas de cualquier rigor y de condiciones para garantizar una educación superior de calidad, forman, o más bien deforman, a cientos de miles de los futuros profesionales del país.

En tercer lugar, el abandono del sistema público. Una de las revistas de mayor circulación se vanagloriaba de que el gobierno de Felipe Calderón invertía 4.8 por ciento del gasto en educación. El mínimo para que un sistema educativo funcione en sus niveles más bajos, según los estudios más meticulosos, es 8 por ciento. La inversión panista en educación ha estado dedicada deliberadamente a derrotar al sistema público. De esto no debería quedar la menor duda.