Opinión
Ver día anteriorDomingo 5 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El infierno
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Escena de la cinta de Luis Estrada
¿Q

ué es el optimismo? Es la obstinación de pensar que todo está bien, cuando todo está mal. (Voltaire). Esta obstinación, comprensible en un hombre político atrapado en las contradicciones de su discurso o en la torpeza de sus acciones, sería inconsecuente en un artista mínimamente crítico.

A diferencia de muchos creadores de cine que en México abordan los temas políticos con pusilanimidad o con oportunismo, Luis Estrada se ha distinguido en los últimos años, en particular desde La ley de Herodes (1999), por la manera directa y mordaz con que presenta los vicios de la clase política en el poder. A un año de la transición política del 2000, a la mayor escuela de corrupción nacional le colocó de modo muy visible las siglas del partido gobernante, y retomó de paso una sentencia válida hasta nuestros días (El que no transa no avanza).

Diez años después, ayuno de ilusiones, el director de El infierno señala la decadencia total de la derecha política en el poder y ofrece el inventario de daños que día a día contempla la nación: la corrupción endémica, la guerra inútil contra una delincuencia organizada que la población apenas distingue de la delincuencia de cuello blanco que dice combatirla, la ineptitud y el descrédito moral de la clase gobernante, la impunidad y la hipocresía de los poderes fácticos, el hartazgo colectivo y el desánimo; en pocas palabras, una situación de caos que Luis Estrada no vacila en calificar de infernal y que exhibe con lenguaje de gran guiñol, farsa y humor negro, por ser las formas expresivas más idóneas para lidiar con lo grotesco.

Si todo lo anterior funciona muy bien con amplios sectores del público, no deja de ser síntoma preocupante que el cine mexicano no tenga aún la capacidad de abordar estos temas o elaborar una denuncia política, sin recurrir obligadamente a formas de entretenimiento previsibles y gastadas: humor grueso y lenguaje procaz, solicitación complaciente de los reflejos más elementales del público, indignación visceral por encima de una reflexión sostenida, connivencia en la ramplonería en lugar de una verdadera complicidad crítica.

El problema no es que el cine comercial mexicano de denuncia política utilice los recursos de la comedia, algo perfectamente válido, sino que para poder expresarse y conquistar un público deba depender exclusivamente de ellos, en detrimento de toda profundidad o sutileza expresivas. Atrapada en este determinismo mercadotécnico, la película El infierno maneja la misma situación arquetípica del hombre común, un nuevo Varguitas (La ley de Herodes), llamado ahora Benjamín García (formidable Damián Alcázar), víctima de la espiral de corrupción que prevalece en el país. Para evitar el maniqueísmo de buenos y malos en el nuevo western político, Estrada sube el tono catastrofista y presenta hoy la división de malos y aún peores. De igual manera, el escaparate de actos de corrupción se acompaña de una violencia muy gráfica (mochaorejas, cortalenguas, torturadores, delatores, narcos pozoleros, estela de cadáveres, decapitaciones, etcétera), hasta culminar, literalmente, en un fuego de artificio de revancha violenta.

La red de complicidades es señalada con lujo de detalles: en fotografías en el domicilio de un narco, el delincuente aparece recibido y festejado lo mismo en Los Pinos de Vicente Fox que en el Vaticano de Juan Pablo II. El escepticismo concluye: nada hay que celebrar en este México 2010. Y en eso sólo podemos estar de acuerdo. Pero mirando detenidamente la película habría que añadir que tampoco hay mucho que celebrar en las inercias expresivas del cine mexicano actual, dispuesto a transformar en espectáculo la misma miseria política que denuncia, y a transformar el rencor social en un último depósito de la picaresca mexicana. ¿Acaso sirve de algo la involución expresiva de este cine? ¿El regreso a los mecanismos de identificación primitiva de Mecánica nacional (Luis Alcoriza, 1971 –¿De veras somos así los mexicanos?, rezaba su publicidad), o el tremendismo falsamente crítico de México, México, ra-ra-ra, de Gustavo Alatriste, 1975? Tres décadas después, cabría esperar alguna evolución en la forma de exponer y cuestionar los viejos problemas crónicos.

Luis Estrada posee, sin duda, una gran destreza para manejar a sus actores (en el reparto destacan, además de Alcázar, Joaquín Cosío y Ernesto Gómez Cruz), y para recrear atmósferas; ese talento de director podría también servir en el futuro para romper, de una vez por todas, con los esquemas obsoletos de la comedia fílmica en México, con las facilidades del humor grueso, y así de paso con las exigencias de rentabilidad comercial en el círculo de la exhibición, esa máquina trituradora de las ambiciones artísticas más genuinas.