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Ver día anteriorMartes 7 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La República panista
E

s un rompecabezas de contentillo: es imposible armarlo porque cambia erráticamente, aunque siempre sobre la base de principios de los que sus dueños están orgullosos: el conservadurismo en primer lugar (los panistas o algunos panistas seguramente no admitirían ser llamados así). En lo político, ese conservadurismo se expresa en posiciones de derecha que se oponen a cambios sustanciales, no importa que nuestra institucionalidad política esté haciendo agua por todas partes; en lo social, nuestros conservadores por excelencia defienden lo que ellos creen que son valores universales eternos asociados a lo que ellos entienden como familia y a los asociados también a los dogmas religiosos.

En la esfera social referida, sus principios familiares y religiosos son para ellos La Moral (con mayúsculas). Hablo de los panistas doctrinarios que ocupan espacios decisivos en la cúpula del poder, no de un neopanismo muy militante, enchapado al estilo del viejo priísmo, tan corrupto como toda la nefasta corrupción histórica que ha cruzado nuestra historia.

Esta matriz ideológica, a la que adhieren algunos sectores sociales no afiliados al panismo doctrinario, se estructura con base en creencias primarias fuera de tiempo; me refiero al tiempo del presente cultural y científicamente más desarrollado. En el seno de esa decadente ideología se incuban exabruptos como los de Onésimo Cepeda, tal como nos lo recordaba el pasado domingo León García Soler: soy abogado, dijo el inconcebible empresario taurino y obispo Onésimo Cepeda: el Estado está formado por pueblo, territorio y poder. ¿El pueblo es laico?, no. Los maizales, o sea, el territorio, ¿es laico?, no. ¿El gobierno es laico?, sí. El Estado laico es una jalada.

Al taurino no lo visten las luces sino la sotana. Por supuesto nos receta una definición de introducción al derecho que enseñan aún en el bachillerato. Si hubiera leído alguna vez la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, habría encontrado en el artículo tercero otra definición de Estado –también equivocada, fuera de tiempo–, según la cual el Estado son los tres niveles de gobierno.

Al menos una manita de barniz de cultura política le habría evitado a Onésimo exhibirse arrojando sapos por la boca. Un rasgo fundamental de todo el pensamiento moderno es que el conocimiento no es un conjunto de saberes encapsulados, de verdades eternas, sino precisamente un conjunto de saberes-hipótesis, abierto, sujeto a debate permanente, que explica por qué el conocimiento pueda avanzar continuamente.

Un concepto consensuado con amplitud dice que el Estado es una forma de organización del poder determinada históricamente. Como la historia es flujo de cambio perpetuo, las instituciones en que se plasma esa organización han cambiado a través de los siglos, y en ello han concurrido intereses diversos y la correlación de fuerzas cambiantes que la acompañan.

El humanismo, que trajo consigo el Renacimiento, independizó su pensamiento de las explicaciones divinas. Fue un paso formidable en la secularización y el advenimiento de la modernidad y la creciente humanización de los humanos aún incipientemente sapiens. En este contexto, fue justamente la institución eclesiástica católica y sus papas la que introdujo la distinción entre los espiritual y lo mundano para fundar la supremacía de la Iglesia, lo que –no podía haber ocurrido de otra manera–, terminaría por empujar el predominio y la supremacía de la política.

En adelante la organización de lo mundano, que conlleva las formas de organización del poder, sólo podía funcionar si lo hacía con independencia de lo espiritual. La única forma como ello puede ocurrir es si la organización del poder se lleva a cabo libre de los dogmas de cualesquiera religiones: el Estado laico.

Pero todo ello nunca acabó por aceptarlo la Iglesia de Roma que, de otra parte, era absolutamente impotente para frenar la secularización inevitable: la Iglesia católica se la ha pasado peleando con la realidad dura y madura de los hechos. Secularización, proveniente de saeculare, que significa siglo, pero también mundo. Secularización igual a mundanización: lo sagrado se trueca profano; lo religioso, secular. El cristianismo se seculariza espectacularmente con el surgimiento y desarrollo de la Ilustración, por ejemplo. Se plantea así una tensión que los curas mantienen viva, respecto de la política y de la ética, que con demasiada frecuencia en México la vuelven conflicto.

Con la secularización de la ética, llega felizmente la liberación, la afirmación y el reclamo de derechos por parte de todos los tipos de familia que ahí han estado acaso por toda la historia, pero los Onésimos y los Sandovales niegan la luz del día: sólo es moral un solo tipo de familia, creen, y a continuación meten su cuchara en una olla que les es ajena: las instituciones que organizan el Estado, violando así, una y otra vez un espacio que no les es propio, sin dejar de expresarse como arrieros en el monte, al estilo de Onésimos y Sandovales (dicho sea con todo respeto por los arrieros).

El asunto no daría para más que no fuera una sonrisa piadosa respecto de esta suerte de homo religiosus, si no fuera porque en México, hoy, la cúspide del poder político está tan confundida como los mentados. Dice esa cúspide que no, y jura que están de acuerdo en el necesario laicismo del Estado, pero los hechos hablan su propia lengua, y ésta va contra la sociedad mexicana, porque aunque la mayoría se dice católica, en los hechos esa mayoría observa conductas propias del laicismo. Está, sin remedio, secularizada.