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Ver día anteriorJueves 9 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Notas sobre la Independencia
S

e pretende que la ciudadanía –el pueblo llano– asuma las fiestas del bicentenario con un sentido histórico particular, aderezado por el entusiasmo patrio y la renacida confianza en el futuro, pero el ánimo no levanta: en las capitales se anuncian grandes espectáculos mediáticos, en los que el menú oficial, recortado por incumplimientos y omisiones, deja en la sombra la razón de ser de estas conmemoraciones: saber quiénes somos y hacia dónde vamos como nación; en definitiva, establecer qué significa hoy la Independencia. Dado que pertenecemos a un mundo a la vez fragmentado y global, en el cual la soberanía ha sido materialmente recortada, sin que esté a la vista la constitución de un nuevo orden de gobierno democrático, esas preguntas adquieren vigencia, so pena de convertir la historia en un relato trivial y al final inútil.

Si la obsesión por desmitificar la historia oficial tiene en cierto modo una base racional, necesaria, no menos cierto es que dicha revisión carecería de interés si se limitara, como por desgracia ocurre, a la tarea de reinventarse anecdóticamente las biografías de los héroes, a buscar la mexicanidad en la superficialidad de las visiones posmodernas que hacen tabla rasa de todo aquello que la historiografía mexicana acumuló en décadas de trabajo paciente, silencioso, de investigación. Se echa de menos que este bicentenario no nos deje, por ejemplo, una gran enciclopedia, cuyos usos pudieren extenderse a las aulas y al sostenimiento de la cultura histórica más general de los ciudadanos del primer cuarto del siglo XXI. Allí debería constar los que fuimos como proyecto nacional y lo que aún nos queda por hacer y cómo.

Para ello sería obligado abandonar las visiones autocomplacientes que en nombre de la unidad nacional disolvieron en la interpretación del pasado la rica, a veces terrible, confrontación de intereses que competían –y compiten, digo yo– por el rumbo de la nación, entonces recién parida, a un mundo que ya entonces era desigual, asimétrico, siempre feroz contra los débiles. Hubo, en efecto, maneras distintas de entender no en virtud de los componentes esenciales que se le fueron agregando a la idea de nación que se estaba construyendo, sino de las exigencias impuestas por la relación con los intereses prevalecientes en el mundo, por la afinidad con los fines expresados por las ideologías en pugna y por la manera como se depuraron los conflictos hasta sedimentar en normas fundamentales de obligado cumplimiento para el conjunto de los poderes existentes. Ante la necesidad de crear una nación y un Estado, los fundadores actuaron con las armas y las ideas que la sociedad de su época les brindaba y no siempre resultaron vencedores, pero es un hecho que, además del recuerdo de un ítem moral, la vuelta, el reconocimiento del pasado, nos permite desandar los pasos que para bien o para mal –según se vea– nos han traído hasta hoy, aunque cada generación tenga, para todos los efectos de futuro, su propia e intransferible responsabilidad.

Desde luego es importante hurgar en el pasado para rescribir las historias broncíneas de los héroes y los hechos, pero las preguntas acerca de la actualidad de aquí y ahora no se refieren, por cierto, a la preocupación escolástica de diluir toda trascendencia a los actos y conductas registrados en la memoria colectiva. Si el Grito fue o no el 15 de septiembre; si Hidalgo fue o no un pecador corriente; si la narrativa debe ajustarse a las necesidades del lector contemporáneo, son temas que interesan a muchos, pero éstos no deberían servir como excusas para no replantearse el tema de fondo que nos trae el bicentenario: ¿qué significa hoy? Tampoco se trata de celebrar como si nada tuviera que decirse sobre sus lecciones. La mera celebración sin un examen crítico equivale a no desentrañar en el presente las razones del pasado. O, dicho de otra manera, a convertir la actualidad en una esfera sin aristas o fisuras, que se explica a sí misma gracias a las inercias del pensamiento dominante.

México tiene que buscar una salida al laberinto en que se encuentra. Guste o no, la nación existe aunque cada vez sea menos el sujeto y más el objeto de la acción ideológica bajo la cual actúan los grupos de poder (económico o espiritual) que, por definición, pertenecen al mundo de los intereses particulares, así sus funciones sean públicas. Esa nación, identificable, objetivamente cuantificable, se reconoce en sus leyes fundamentales (aun cuando el mundo global recorte los márgenes de soberanía) y, por tanto, está muy lejos de extinguirse, como lo predicaron hace años los teóricos del fin de la historia y sus acólitos nativos. Existen, pues, los intereses nacionales, si bien éstos no se identifican ya con una fuerza política preponderante. Mas no hay un proyecto de nación capaz de elevar a un nuevo nivel el cumplimiento de nuevos y viejos derechos, dándole a la relación del país con el mundo circundante un aliento de renovada autonomía. Por desgracia eso hoy no ocurre, pues el futuro no importa, aunque se diga lo contrario. Si acaso, se reafirma el antiguo nacionalismo sin perspectiva, o se reduce la defensa del Estado al simple patrioterismo, que es la vuelta al esencialismo en todas sus variantes étnicas, religiosas, etcétera; o simplemente se opone a la noción de cambio contenida en nuestra historia la revancha desalentadora del pesimismo, la sensación de que ese país independiente, justo y en evolución permanente, ya no es viable. Es el conservadurismo por excelencia revestido de modernidad.

Las fiestas pasarán, envueltas en el halo del entretenimiento que se ha convertido, por lo visto, en la única preocupación tanto para los políticos como para los educadores. La batuta, pues, la tendrán los productores del espectáculo nacional. Sin embargo, queda en pie la pregunta al cabo de 200 años del Grito de Hidalgo. ¿Tiene sentido? Muchos, no lo dudo, responderán negativamente.