De mojado a profesor

Lamberto Roque Hernández

 

Hace mucho calor aquí en el pueblo. Cuando llegué, hace una semana, aún tenía la piel blanquizca por haber estado tanto en la sombra. Hoy, ya estoy agarrando color, entre rojizo y color de la tierra. Me ha estado quemando el sol. Los primeros días, me molestaba casi todo. El polvo. El ruido de los vecinos. Los chismes del pueblo. El tener que despertarme debido al escándalo de los gaseros, y el pregonar de las tamaleras. En estos días, hace aire por las tardes y se levanta la tierra. Me irrita la garganta. Me lastima los ojos. Se me pega en el pelo y se hace mugre. Más de la que estoy acostumbrado. 
Hace mucho calor, pero esto es lo que extrañaba al andar allá en el norte. En el otro lado, por estas fechas hace frío. En estos días está lloviendo en algunos estados. En otros está nevando. Allá en el norte de California donde vivo, el cielo es gris casi todo el día durante estos tiempos invernales.
Hace calor aquí en el valle oaxaqueño. Seco. Las calles de mi poblado son las mismas. Sin pavimentar. Sin banquetas. Caminos de tierra que contrastan con lo brillante de mis zapatos tenis naikis. Mis ropas se impregnan del polvo que opaca sus destellos. Sudo y me doy cuenta que estoy pasado de peso. La gente de por aquí dice que todos los que nos vamos pa’l norte regresamos gordos. Es cierto.
Por esas mismas calles desfilan las trocasque han sido traídas desde el otro lado. Tienen que compartir el reducido espacio con los toros, vacas, chivos, y otros animales del lugar. Suena la música que escapa de los caros sistemas de sonido que mis paisanos han instalado en sus autos. Corridos de narcos, de pistolas, canciones elogiando carros, y duranguense, la corriente de moda en estos días. Nadie toca la música oaxaqueña.

Hay más de cinco que me detestan. Son mis estudiantes blancos. Mis gringuitos les llamo. No les cabe que un maestro de color les corrija. Les enseñe. No les cuadra que sea yo quien los motiva al decirles que el sistema de vida en el que están viviendo tiene muchos hoyos y ellos tienen que remendarlos. Con conocimientos. A través de la educación. Entiendo que para ellos es difícil aceptarme. No se acostumbran a que alguien como yo, al que siempre han visto como extraño, como un limpia baños, peón o sirviente, sea su maestro de matemáticas en la secundaria. Ya sé lo que dicen: fucking mexican, I hate him. Lo bueno que son sólo unos cuántos.
La mayoría de mis estudiantes, los latinos y los negros, quieran o no me ven como una posibilidad en sus vidas. Les represento la liberación. El éxito. Además, como no soy un profesor como al que han estado acostumbrados, anglosajón pues, les represento una alternativa. De ellos son los que recibo respeto. Me tienen ley, los morros.
En repetidas ocasiones, les he contado a mis alumnos que cuando llegué a los Estados Unidos traía cantidades negativas en mi bolsillo. Uso ese ejemplo cuando hacemos operaciones con números positivos y negativos. Al principio se cagaban de risa, no querían entender. Aunque después se dieron cuenta que mis ejemplos eran netas. Vivencias propias. Eran reales, y que mi experiencia no es como la de los maestros que habían tenido en los años previos. Les platico de mis deudas que traía. Mi inversión en el pago del coyote, porque eso es, uno apuesta dinero en la pasada. Siempre se tiene la esperanza que algún día uno se recuperará con creces. Bueno, también se apuesta la vida, y no siempre se gana.
Comparto con ellos que cuando llegué a California no sabía la lengua oficial del país. Dormía en una cochera fría. Comía puros frijoles. Sólo tenía la ropa con la que llegué. Pero como tenía ganas de salir adelante, hambre crónica y necesidad, después de conseguir trabajo como peón de construcción me iba a la escuela en las noches a tomar clases de inglés. Gratuitas. Así me inicié. Ése fue el primer paso. Así empecé mi penar hasta años más tarde llegar a la universidad, sacar una licenciatura, y después especializarme en educación. ¡Cabrón! Suena como algo rápido pero no lo fue.
La mayor parte de mis estudiantes son hijos de gente jodida. Negros y latinos. Jóvenes de séptimo grado. Son unos cabrones. Me han sacado el sudor. Me han hecho ganarme su respeto como es debido. Honestamente. Aprendemos juntos. Ellos de mí y yo mucho de ellos. A los latinos trato de motivarles diciéndoles que descienden de culturas milenarias. De los incas, los aztecas, los mayas, los mixtecos. De los zapotecos. Recordándoles que sus padres dejaron sus lugares de origen para venir en busca de una vida mejor. A los negros les hago ver que descienden de una raza en resistencia. De reyes y reinas. Los hago hacer conciencia para que piensen de manera crítica. Les incito a que dejen los barrios pobres, que se vayan a la universidad, y que regresen a servir a su gente algún día. Soy un maestro que sueña.

Cuando me vine al norte, lo hice como lo hacen a diario los cientos de paisanos. Me crucé por el desierto y me agarró la migra un chingo de veces. Me sacaban de noche y de madrugada. Cada vez que esto pasaba, era pérdida de dinero. De esperanzas. Sin embargo, después de tanto insistir, mi suerte estuvo en Tijuana. Ahí crucé caminando por las colinas, cobijado por la oscuridad fronteriza. Observado por parpadeantes luces desde los dos lados.
En el norte he trabajado de lava autos. De peón en la construcción. De pizzero, haciendo y entregando. De repartidor de periódicos. Cuidando estudiantes con discapacidades físicas y mentales. Asistente de maestro. Acomodador de libros en la biblioteca. Acomodador de carros en un estacionamiento.
Hoy, después de tantas desveladas y estando en algún momento a punto de tirar los libros, doy clases. Soy bilingüe. Compito con los gringos, y cada que tengo oportunidad pongo en alto el nombre de un estado mexicano en el que su gente siempre ha estado en resistencia. Cada que puedo hablo en nombre de una raza terca y chambiadora como somos los oaxacos.

En las calles de mi pueblo, en estas fechas no hay cabida para ningún tipo de análisis financiero, social o político. En ellas, circulan autos de diversos modelos, semi-nuevos y nuevos. Casi todos arrastrados desde los distintos estados en los que están mis coterráneos. También en eso se compite. A ver quién trae el carro más chido. El sonido más sofisticado. La música más perrona.
Me encanta el contraste. La carreta jalada por la yunta tiene que hacerse a un lado para que pase una Navigator con placas de Carolina del Norte. Costosísimos autos que demuestran que por algo uno se parte la madre en el otro lado. Vale la pena exponer la vida al atravesar el desierto para llegar al gabacho. El éxito. Situación que invita a los lugareños a abandonar la secundaria, las tierras, las yuntas, las amadas, las tlayudas, y a los muchitos para enfilarse rumbo al norte. ¿Quién no quiere cambiar la carreta por la troca de doble tracción? ¿Cuántos de nosotros jamás regresaremos? ¿Hasta cuándo pararemos de irnos? ¿Cuándo regresaremos a quedarnos definitivamente?
Miro a mis hermanos, niños rotangos con sus caritas embarradas de frijol. Juegan a los encantados entre piedras y cazaguates. Lloran. Miro a mi madre peinando su hermosa cabellera en espera de mi padre quien se fue desde hace seis meses. Siento escalofríos al recordar que atrás han quedado esos días en los que acompañaba a mi viejita a vender tortillas al mercado Veinte de Noviembre de la capital oaxaqueña, y en la que éramos humillados por los de la ciudad. Pinches indios mugrosos nos decían. Amaban las tlayudashechas por mi madre. Miro las grandes ciudades con sus luces, sus gentes y sus falsedades por las que he andado. Miro la decadencia.
Arropado por el silencio escucho mis latidos para comprobar que soy yo y no mi alma en pena. Se oyen lejanos como retumbos de tambores viejos. Tal parece que vienen de lejos, de allá de las montañas coronadas con vestigios milenarios. Y me pregunto si esos retumbos van o vienen.

 

Lamberto Roque Hernández, migrante oaxaqueño en Estados Unidos, trabaja como maestro en comunidades marginadas de Oakland y la bahía de San Francisco. Ha publicado de manera independiente dos libros de historias, uno “en español oaxaqueño” y otro en inglés. Ésta es una selección de su testimonio “Retumbos”, premiado en 2008 por la Universidad Autónoma Benito Juárez y el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca.