Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de septiembre de 2010 Num: 810

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Jesusa Palancares: el rostro centenario de México
SONIA PEÑA

¿Hay algo que celebrar el 2010?
JORGE HERRERA VELASCO

Las fiestas del centenario de la Independencia
GERARDO MENDIVE

Bolívar Echeverría y el siglo XXI
LUIS ARIZMENDI

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
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Directorio
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César Martínez, caracterizado como Lo Cura Hidalgo, personaje presentado dentro del evento urbano: La ira y el deseo

¿Hay algo que celebrar el 2010?

Jorge Herrera Velasco

I

El que ahora llamamos movimiento de independencia, que en 1810 fue encabezado por don Miguel Hidalgo, no resiste el apelativo “independencia” si tomamos en cuenta que su plan incluía el reconocimiento de la autoridad de Fernando VII, entonces prisionero de Napoleón. ¿Pretendía el padre Hidalgo alguna independencia? Es obvio que no de la monarquía española, ya que de manera explícita rendía sumisión hacia quien podría ser considerado el español más emblemático, el rey de España. Más bien buscaba para nuestro país una autonomía que nos liberara del gobierno novohispano, constituido por españoles peninsulares, “los odiados gachupines”, quienes oprimían social y económicamente a las grandes mayorías, conformadas por indígenas, castas y criollos. Y, efectivamente, tan odiados eran los gachupines que, según dice don Lucas Alamán en su Historia de México, el mismo Hidalgo invitó a sus seguidores a acabar con ellos, quienes no mostraron demasiados escrúpulos para llevar a cabo su cometido.

En cuanto a buscar un beneficio para la población marginada, no se puede dudar de que Hidalgo tuvo esa preocupación en variadas formas. En su comunidad de Dolores –comenta Alamán– don Miguel promovió la apicultura, la curtiduría, los cultivos de uva y morera, la fabricación de loza, ladrillos y ropa, todo esto sumado a su labor sacerdotal, además del trabajo docente que había ya desempeñado en el Colegio de San Nicolás en Valladolid. En plena Guerra de Independencia sobresale su decreto de abolición de la esclavitud. El caso de Morelos es también digno de mención; su inquietud queda demostrada en el documento “Los sentimientos de la nación”, en donde, entre otras cosas, propone moderar las diferencias económicas y reafirma la proscripción de la esclavitud.

Sin embargo, es difícil creer que, en términos generales, a los criollos les importara mucho que las mejoras socio-económicas que tanto anhelaban fueran extensivas a los grupos más desprotegidos. De esto no queda duda si se considera que el puñado de beneficiados por el cambio de régimen que se dio en 1821 estaba constituido por criollos, quienes gobernaron en gran medida con las mismas estructuras virreinales, aprovechando para ellos muchos privilegios, pero prevaleciendo para la mayoría de la población lastimosas condiciones económicas y prácticas discriminadoras heredadas del período colonial. Eduardo Galeano, en su libro Las venas abiertas de América Latina, lo expresa así: “A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió el tiempo de la desdicha.”

Volviendo a los “odiados gachupines”, vale la pena distinguir entre al menos cuatro grupos de ellos –odiados quizá en distintas proporciones, pero todos odiados al fin. El primero de ellos correspondía a los gobernantes, o sea el virrey, la Real Audiencia y los funcionarios de mayor rango. Un segundo grupo lo constituía la alta jerarquía de la Iglesia; otro más lo formaban los altos mandos del ejército. Al conjunto de estos tres sectores de gachupines se les puede denominar “el sector público”. A un cuarto grupo podría llamársele “el sector privado” de la Nueva España; lo integraban los grandes empresarios, preponderantemente los comerciantes, los mineros y la mayoría de los hacendados. Eso sí, los cuatro grupos se beneficiaban del régimen, fuese porque las reglamentaciones en vigor les resultaban excesivamente favorables, o también por poder acceder a un sistema de canonjías, complicidades, corrupción e impunidad.

Hidalgo era consciente de la falta de sensibilidad social del régimen virreinal, conocía las desgraciadas condiciones de vida de los indígenas y de las castas, y sabía perfectamente que podría contar con ellos para mejorar su situación. Distinto hubiese sido el caso si esta gente hubiera contado con lo necesario para vivir: alimento suficiente, vivienda y vestido dignos, acceso a la atención médica, a la educación y a la justicia en una sociedad libre de discriminaciones. Con esta ucronía utópica no hubieran seguido a don Miguel, ni a éste se le hubiera ocurrido levantarse en armas. De haberse vivido en esas condiciones, lo de estar gobernados por españoles peninsulares hubiese sido lo de menos, y seguro que el término “gachupín”, que en su origen tenía una connotación de repulsa, no se hubiera adoptado para designar a los españoles llegados de la metrópoli, dado que el régimen colonial habría sido satisfactorio para las mayorías. Pero no fue así. El gobierno tricentenario creó y sostuvo una sociedad saturada de injusticias generadoras de odios. Ello explica que tantos “odiados gachupines” acabaran sus días, en esos años de insurgencia, degollados; y de los que pervivieron, muchos salieron del país llevándose sus fortunas.

El triunfo insurgente de 1821 dio un respiro de alivio a la desgastada moral de la población mexicana, pero la problemática de la desigualdad siguió igual. Desde entonces, y hasta 1867, la nación sufrió un torbellino de revueltas, guerras civiles, invasiones y mutilaciones de su territorio; predominó la ingobernabilidad. La cacareada felicidad que nos esperaba al liberarnos del despotismo español no llegó; fueron cuarenta y seis años en los que la sobrevivencia de México como país independiente estuvo en duda.


Fotos: Jorge Morales Moreno. Maquillaje: Jorge Siller

La nación, exhausta y con todo tipo de expectativas no alcanzadas, inició, con la República Restaurada, el camino que la llevaría a un período de estabilidad. Y así empezó, en 1877, una etapa de forzoso orden con indudable progreso en el que se creó una riqueza considerable que otra vez se concentró, como en la época colonial, en grupos reducidos que, por ambición de poder y económica, no pudieron ni quisieron visualizar la inestabilidad social que estaban provocando.

La masacre de Tomóchic, perpetrada contra los rarámuris que protestaron por los despojos de que habían sido objeto por parte de autoridades y particulares; la represión a la prensa antiporfirista que envió a la cárcel y al exilio a muchos periodistas, como los Flores Magón; la huelga de Cananea y la rebelión de Río Blanco, que costaron la vida a cientos de trabajadores por reclamar condiciones laborales más humanas; la negación de los derechos políticos a la población que se atrevía a enfrentar al régimen dictatorial de Porfirio Díaz con su sistema de privilegiados y oprimidos, que incluso permitía la esclavitud, fueron haciendo que, al llegar 1910, el país fuese ya una caldera a punto de explotar. ¿No faltó inteligencia y sensibilidad social a aquel gobierno y a las elites que protegía para evitar lo que ya se vislumbraba? Probablemente supusieron que su bonanza y su poder eran inamovibles. Fue igual, en esencia, lo que caracterizó a la oligarquía de ese momento y al gobierno de cien años antes.

¡Ah!, pero esto no nos iba a aguar la conmemoración del centenario. Se festejó a lo grande: visitas de delegaciones extranjeras, desfiles, saraos, exposiciones, inauguración de monumentos y edificios y otros vistosos eventos.

En el segundo decenio del siglo XX, mucho de lo construido fue arrasado; fue un lapso de ingobernabilidad, con su bagaje de destrucción y muerte. A partir de 1917 y hasta la actualidad se han turnado el poder gobiernos constitucionales, aunque no todos de legitimidad aceptada cabalmente. Desde 1920 se fueron conformando las instituciones encargadas, directa o indirectamente, de regular y auspiciar las actividades productivas y las de beneficio social que han coadyuvado a aumentar el bienestar y el confort. Sin embargo, los beneficios han sido distribuidos otra vez con gran inequidad, aunque ya, lógicamente, la fisonomía de los marginados de 2010 ha cambiado, pero también sufren un estado de pobreza o de miseria. ¡Ah!, pero esto no nos va a aguar las conmemoraciones, y ahora por partida doble, un bicentenario y un centenario.

II

De acuerdo con el artículo de Ricardo Gómez publicado por El Universal el 27 de septiembre de 2007, en ese año México contaba con 106 millones de habitantes, 44.7 de los cuales vivían en situación de pobreza y 14.4 enfrentaba la pobreza más lacerante: la pobreza alimentaria. Dos años después, según La Jornada del 10 de julio de 2009, la población total había aumentado a 107.6 millones, y con información de Notimex publicada en El Economista el 19 de julio del mismo año, vemos que en ese tiempo México tenía 51.0 millones en la pobreza, y 19.6 en la pobreza alimentaria.

Poco menos de la mitad de los mexicanos no pueden satisfacer adecuadamente una o varias de las necesidades básicas para vivir con dignidad: alimento, agua potable, trabajo, habitación, atención médica, educación y acceso al esparcimiento. Y entre ellos, más de 19 millones pueden ver satisfecha con dificultad siquiera una de las necesidades mencionadas. Lo grave de las cifras en sí se agudiza al saber que la tendencia es alarmantemente al alza: de 2007 a 2009, el número de mexicanos pobres se incrementó el 14.1 por ciento, y los de pobreza alimentaria un 36.1 por ciento. ¿Cómo estarán las cifras de 2010?

En contraste con los marginados, México sigue teniendo sus elites –que hoy día hacen el papel que hicieron en 1810 “los odiados gachupines”. Tales elites se pueden reducir a dos: la del sector privado y la del sector público –como hace dos siglos–; ambas disfrutan de la abundancia y hasta de la opulencia. La elite pública usufructúa el poder al aprovecharse de sus posiciones como gobernantes, funcionarios o empleados públicos. Basta con enterarse de los sueldos de los servidores públicos, empezando con el presidente de la República, y siguiendo con secretarios, legisladores, magistrados, gobernadores, consejeros y otros más, para darse cuenta de la gran voracidad existente. Además de los sueldos están los bonos, seguros, comisiones, viáticos, aguinaldos y otros emolumentos que con frecuencia suman más que los mismos sueldos. La elite del sector público se apoya en eficaces medios “legales” para disponer de los dineros del erario sin quebrantar las leyes. Esto, a pesar del contrasentido, bien podría llamarse “corrupción legal”, y es legal porque no hay motivos jurídicos para enjuiciar a nadie.

Un ejemplo: en el artículo “Sueldos y prestaciones [de] magistrados”, publicado en el portal de internet de Radio Trece 1290 AM del 26 de febrero de 2009, se informa que cada uno de los dieciocho magistrados –once de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y site del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación– gana en promedio 410 mil pesos mensuales. Mientras tanto, el salario mínimo no llega a 2 mil pesos, lo que significa que el trabajo de un magistrado es remunerado con lo mismo que se remunera a 205 empleados de salario mínimo, misma cantidad con la que están pensionados millones de mexicanos. ¿Qué idea de justicia tienen los señores magistrados de la nación? Es difícil no emplear palabras altisonantes al hacer conciencia de tan cínica burla.

Los gobernantes y funcionarios justifican tal estado de cosas aduciendo que se actúa bajo la “normatividad establecida”. Es evidente que quienes han ocupado los puestos que conforman esa elite pública fueron ideando y construyendo una “normatividad” muy a su conveniencia; primero para disfrutar de altos salarios y prestaciones mientras estuviesen en funciones, y después, ya jubilados, para gozar de jugosas pensiones y otros privilegios. Cuando llegó la elite actual encontró la mesa puesta, y desde luego la disfruta y la defiende como un perro defiende un hueso.

Algunos miembros de la elite pública se benefician también mediante la consecución de diversos actos de corrupción como sobornos, concesiones, contratos, venta de plazas de trabajo, fraudes y peculados. Este tipo de corrupción sí la sanciona la ley, sin embargo, buena parte de esos delitos ocultos y, de los que llegan a conocerse, sólo pocos son motivo de juicio y menos aún son castigados.

Además, en nuestro país se han dado grandes dispendios por proyectos oficiales impracticables o inconclusos, frutos de la improvisación, la ignorancia y la fatuidad. Por si fuera poco, el pueblo de México ha sufrido innumerables despojos perpetrados por los gobernantes; quizá el más grande de nuestra historia fue orquestado por el presidente Ernesto Zedillo y su equipo de tecnócratas, quienes, para enfrentar la crisis económica heredada del gobierno de Carlos Salinas, optaron por que el rojísimo saldo resultante de errores y rapacerías fuese pagado por el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa), que en esa coyuntura dejó de estar sufragado por los bancos y que, en adelante, por disposición gubernamental, pasó a ser financiado por el erario, o sea con los dineros del pueblo, que recibió un golpe demoledor cuyos efectos continúan a la fecha.

Resulta que mientras hubo ganancias en bancos y empresas, éstas fueron a los bolsillos de sus propietarios, pero eso sí, cuando hubo pérdidas –por errores o por rapiña–, el gobierno las socializó. Después del rescate de los bancos, la mayoría de éstos fueron vendidos a empresas extranjeras; en algunos casos mediante operaciones bursátiles que están, gracias a la muy ventajosa “normatividad” correspondiente, exentas de impuestos, lo que representa otro ejemplo de cómo se privilegia a la elite empresarial, evitándole el desembolso de una tributación a la hacienda pública. Un ejemplo de esto se puede constatar en el artículo de Roberto Garduño y Roberto González titulado “Autorizó Gil Díaz (secretario de Hacienda en 2001 cuando se realizó la transacción) venta de Banamex que provocó enorme quebranto fiscal”, aparecido en La Jornada, el 21 de septiembre de 2008. En este reportaje se afirma: “El grupo mexicano (Banamex Accival) pasó a ser propiedad del estadunidense (Citigroup) en una transacción por 12 mil 500 millones de dólares, sin pago de impuestos”, y más adelante aparece la declaración de Gabriel Reyes Orona, ex procurador fiscal de la federación: “Se articuló la operación causante del mayor quebranto fiscal en la historia del país, al omitirse el pago de contribuciones por más de 3 mil 500 millones de dólares, acudiendo a una nueva simulación, consistente en hacer pasar dicha transacción como si se tratase de una operación espontáneamente surgida en el seno de la Bolsa Mexicana de Valores.”


Lo Cura Hidalgo recorre las calles pidiendo limosna para una nueva independencia

No sólo se ha dado el rescate bancario, sino también el carretero, el azucarero y otros más, en los que el denominador común ha sido la socialización de las pérdidas.

Por disposición oficial se decreta cada año un salario mínimo cuyo monto está muy lejos de posibilitar el sostén de un trabajador o de un pensionado, lo que contraviene el mandato constitucional que, en el artículo 123, fracción VI de la Carta Magna de 1917, estipula que el monto de ese salario mínimo debe tener un nivel de suficiencia que permita vivir dignamente a una familia. De este modo el gobierno coadyuva a sostener un statu quo de injusticia, muy a la medida de las conveniencias de las empresas privadas. La poca o nula importancia que se le da a mejorar la distribución de la riqueza no sólo es patente en la administración pública, ya que en este asunto se encuentra involucrada la elite empresarial, la que de alguna manera juega ahora el papel que en su tiempo jugaron los gachupines comerciantes, mineros y hacendados. La colusión del sector público con el privado ha sido de gran productividad para los grandes empresarios, y ha permitido que, según información de la revista Forbes, aparecida en el portal de internet www.forbes.com, en 2010, nueve mexicanos posean fortunas de más de mil millones de dólares, y uno de ellos ocupe el primer lugar de la lista de los más ricos del mundo. ¿Sería esto posible si la “normatividad” mexicana no se los permitiera? Alardean las autoridades que vivimos en un Estado de derecho; es tanta la “legalidad” que también la inmoralidad está legalizada; la riqueza se sigue concentrando en cada vez menos individuos. Hay que agregar que uno de los nueve mencionados en Forbes es un conocido narcotraficante supuestamente perseguido por la justicia mexicana, lo que delata de manera incuestionable el nivel de impunidad que nos agobia, impunidad que en buena parte es producto de la complicidad con autoridades y funcionarios.

III

A principios del siglo XIX, la gran inequidad provocó una convulsión social; hubo destrucción, saqueo y muerte. En 1910, México inició otra etapa de lo mismo. Ahora, en el siglo XXI, ya no se habla de los odiados gachupines y del gobierno virreinal, como en 1810, ni de los también odiados “científicos” y el gobierno dictatorial de 1910; su lugar lo han tomado los gobernantes, los empresarios monopolistas, los consorcios mediáticos, los partidos políticos y algunas instituciones del gobierno. En 2010, el rechazo e incluso el odio hacia los grupos de privilegiados, es paliado por el futbol, las telenovelas y demás adicciones que el sistema cuida de proporcionar al pueblo mexicano para sedarlo.

Celebraremos con bombo y platillo la Independencia y la Revolución; dos sucesos históricos que supuestamente nos liberarían de la inequidad y la injusticia. Qué lamentable es reconocer que, a pesar de todos los discursos pronunciados por los gobernantes, ni una cosa ni otra se han logrado. En las últimas décadas nuestro país ha tenido varios momentos críticos en que nos hemos acercado a una explosión social; sin embargo, México parece ser “el país donde nunca pasa nada”, tal como lo afirma Jorge Fernández, en el periódico Zócalo-Saltillo del 13 de agosto de 2009, donde comenta las tragedias de los incendios de una discoteca que dejó un saldo de doce personas muertas, y de una guardería donde murieron quemados casi medio centenar de bebés; en ambos casos no hubo, al menos hasta la fecha mencionada, una efectiva acción de las autoridades judiciales. También Pedro Miguel, en La Jornada del 3 de marzo de 2009, titula su artículo “No pasa nada”, en el que expone una aguda crítica a la situación del país, confrontándola con la versión disminuida y maquillada que autoridades y funcionarios quieren hacer creer al pueblo; por la inmovilidad que predomina pareciera que pueblo y gobierno están satisfechos con las lamentables condiciones en que viven millones de mexicanos.

La fama de ser “el país donde nunca pasa nada” es explicable gracias al sistema de complicidades e impunidades que ha regido durante muchos sexenios y al cual se han acogido un buen número de gobernantes, funcionarios y empresarios. Esto lo reconoció explícitamente el ex presidente Miguel de la Madrid durante la entrevista que le hizo la periodista Carmen Aristegui; a la pregunta: “¿La justicia estorba para ejercer el poder?”, la respuesta fue: “A veces sí.” Y cuando la interrogante fue: “¿La impunidad es condición necesaria para que la maquinaria siga funcionando en México?”, contestó: “Sí”; y todavía fue más allá Aristegui al comentar: “Es tremendo lo que dice, es dramático”, a lo que siguió otra escueta respuesta de “sí” por parte de De la Madrid. Esta información apareció en el artículo de Ramón Alberto Garza, “MMH enjuicia: los Salinas, corruptos e inmorales”, publicado en Reporte Índigo del 13 de mayo de 2009. En realidad no era nuevo lo que supimos en palabras del ex presidente, pero sí fue un caso único de sinceridad con la que se expresó. Después, bajo coacción, prefirió retractarse, hecho que reafirmó aún más lo ya sabido. Surge la pregunta: ¿Y después de formular esta y otras denuncias se abrió algún proceso judicial o pasó algo? La respuesta, también escueta, es no.

Pero en este país del “nunca pasa nada” sí han pasado cosas, y lo demostraron Hidalgo y Madero, quienes levantaron en armas a un pueblo. Un agorero que gustara de la historia cíclica profetizaría que en 2010 alguien provocará un movimiento reivindicador; es muy poco probable. Una cosa es segura: en caso de violencia todos perderemos.


“Aunque sea sólo cambio, pues es lo que más se necesita en este país: cambio”

Una de las características de la idiosincrasia del mexicano es su proclividad a lo festivo. Este año de 2010 el gobierno ha hecho resonar, y mucho, los próximos aniversarios de la Independencia y la Revolución. Con base en el artículo de Jorge Ricardo, “Anuncian celebraciones 2010”, del diario Reforma del 27 de mayo de 2009, los festejos tendrán expresiones cívicas, académicas, editoriales, deportivas, artísticas y de infraestructura. Sin duda se trata de un plausible esfuerzo. El pueblo de México acompañará al gobierno a festejar, igual que en 1910.

Sin embargo, con festejos o sin ellos, no podremos olvidar que para lograr una vida digna para todos habremos de remontar pronunciadas cuestas. Considero que la más empinada será el desmontar el intrincado sistema de abusos, complicidades, corrupción e impunidad; es alto el grado de utopía que esto lleva implícito, pero urge empezar. No hay recetas para tal empresa, pero es seguro que se debe eliminar todo camino que implique violencia. Los primeros pasos tendrá que darlos el presidente de la República y, con él, los tres órdenes de gobierno; expresando una voluntad de cambio que inequívocamente vaya acompañado de acciones efectivas. Necesitamos una sociedad regida por valores éticos, por ideas humanistas que reemplacen al individualismo y al utilitarismo, ideologías que han postrado a millones de compatriotas y con ellos a la nación mexicana.

Saber que ya empezó realmente la marcha que nos conducirá a una sociedad más justa, ameritaría una celebración mucho mayor que las que están en curso. Mientras tanto, y después de 2010, serán los miembros de las elites quienes seguirán celebrando sus privilegios, con o sin conmemoraciones; ellos han sido –hasta ahora– los auténticos y permanentes celebradores.