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Zócalo 2010: lo kitsch y lo desaforado
E

l desfile como texto. El Zócalo es de todos. Este hecho simple y público, que ha convertido a la plaza central de la ciudad en un patrimonio indiscriminado de quienes quieren hacer sentir su voz como una resonancia (o el simulacro de una resonancia) de las signaturas de la nación, se debe (por más que se olvide) a ese inverosímil arrojo que hizo del 68 lo que el 68 acabó siendo: una inversión de valores en los que la patria era un sinónimo del Estado; el Estado, un sinónimo del Partido Revolucionario Institucional; el PRI, un sinónimo de la sociedad, y el Presidente, la gran ley que regía por encima de todos. Antes del 68 el Zócalo era una suerte de patio privado, un recinto reservado a la construcción y la sacralización de esa figura casi omnímoda que fue la antigua Presidencia. Y lo que logran los estudiantes en aquel verano es profanar ese orden, desarmar ese teatro que sólo aparecía como disponible a la homologación entre la autoridad y sus símbolos, entre el monólogo y la simulación de lo público. Después del 68, la Plaza de la Constitución empieza a ser conquistada o colonizada gradual y muy esforzadamente (también se olvidan las reprimendas y la represión para impedirlo) como la gran sede de un nuevo ejercicio: la toma de la palabra, el despliegue horizontal o simplemente el despliegue por ocupación de la beligerancia de la ciudad y de quienes acudan a ella para usufructuarla. Hasta convertirse en lo que es hoy: una meca para manifestar las más inverosímiles querellas de la sociedad, pero una meca, sin duda, abierta al público. En septiembre de 2010, son el Partido de Acción Nacional y sus funcionarios de la administración federal quienes se arrojan a ese ruedo para reinventar los rituales de la celebración civil más celebrable del país, rituales que habían sido codificados por décadas de antigua inercia. Algo hay de cierto: una tradición que no se reforma deja de ser una tradición.

A la fiesta del 15 de septiembre de 2010 la anteceden el desgano, la indiferencia y, sobre todo, el sentimiento de una impostura: no hay nada que celebrar es el eco que se escucha frente a las convocatorias, los certámenes, los concursos y la anunciadísima Gran Celebración que habría de mitigar agravios y desconfianzas capitalizando el encanto que tiene en México la fiesta para disipar el lo que pudo haber sido y no fue. Pero el problema es que el escepticismo septembrino no lo producen tanto los saldos rojos del desempeño del gobierno desde que ha iniciado su gestión en 2006, sino la sensación de una celebración que tiene todas las miras de ser una autocelebración. Y los preparativos indican que desde Los Pinos (ahora sí se empeña un gasto público de 2 mil 700 millones) se quiere simplemente capitalizar o instrumentalizar la fecha para abonar algo a un rating cada vez más alicaído. Por otra parte, ¿qué gobierno desaprovecharía la oportunidad? El dilema es que en política la performance y el estilo lo son prácticamente todo.

Se planea una gran desfile (además de actos monumentales, conciertos y una verbena espectacular) en el que sus creadores (en las explicaciones oficiales previas que aparecen colgadas en Youtube se les llama creativos), probablemente sin saberlo, planean casi una réplica de la historia puesta en pasarela que inspiró al que los artífices del centenario de 1910 escenificaron para aquel aniversario. Habrá bailes, escenificaciones y 27 carros alegóricos (en 1910 era jalados por caballos) de El Mundo Prehispánico (los creativos al parecer no saben que la palabra prehispánico ha entrado en desuso para evitar la hipertrofia conceptual de la colonia; hoy se les llama civilizaciones antiguas, simplemente), La Independencia, La Gran Nación Mexicana, Colonia y Barroco, Insurgencia y Revolución, La Cultura Popular (cada vez que alguien quiere representar lo popular es que sin duda se siente fuera de ello), y La Celebración del Día de Muertos (porque es muy folk y muy lo nuestro). En este plan de la historia hay, por más que sea el de un desfile, una visión de la historia misma: la versión ya no liberal, en la que la Nueva España está en el centro, el mestizaje se ha borrado y lo demás es algo dividido entre lo popular y quienes lo representan. ¿La antigua versión conservadora de México? Tal vez.

El pasado como performance de un orden estamental. Ya en el Paseo de la Reforma, las hipótesis sobre ese plan se confirman. El signo básico del desfile es la marioneta. En rigor es un desfile de marionetas, a veces magníficas, a veces pequeñas, a veces gigantes, pero marionetas al fin. Las marionetas que evocan a la insurgencia y la Revolución son una suerte de monstruos mecánicos que evocan al grupo de baile que Michael Jackson ideó para Bad en una danza break. Siniestramente imponentes. Si alguien quería deconstruir la glorificación de la simbólica de la Revolución, los creativos lo lograron.

Las marionetas de los héroes y mitos van vestidas en su mayoría de chapa dorada. Juárez en dorado, Morelos en dorado, Allende en dorado… Pero lo que llama la atención es que son marionetas desvertebradas, informes, danzantes y a veces simpáticas. En cambio, colonia y barroco son representados en vivo y a todo color por jinetes y caballos reales vestidos con armaduras españolas. Hombres rubios y barbados que contrastan con la raza del mundo prehispánico. Alguien que me corrija, pero es la primera vez después de 100 años que las metáforas festivas de Hernán Cortés vuelven al espectáculo de Reforma. Pero si el kitsch es la identidad entre la forma y el vacío, la sección de la cultura popular lo vuelve una celebración de sí misma. Con sus carros alegóricos llenos de pedagogía emblemática de algo que nadie debe aprender porque todo el mundo conoce. Un desfile donde el contenido es no la forma sino el anuncio.

Todo ello en medio de un espíritu de exclusión y paranoia. Miles y miles y miles de uniformados vigilan a unos cuantos observadores desangelados que miran un espectáculo casi hollywoodense. O sin el casi. La prensa internacional es inclemente. Sólo reporta el asedio: El bicentenario mexicano se celebra bajo la más alta seguridad, es el encabezado de Le Monde. Las notas de los otros periódicos son similares. Del arte que han derrochado los creativos para reinventar el vestido del charro, al son y la cumbia, nada. Por cierto, hay figuras, debe reconocerse, que resultan efectivamente creativas, sin las comillas.