Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sindicatos: la democracia mutilada
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ara documentar la distancia que aún nos separa de las llamadas democracias avanzadas, las europeas en particular, basta echar una mirada a lo que hoy mismo está sucediendo en el mundo del trabajo, más concretamente, en las relaciones laborales en tiempos de crisis. Si damos por descontado que el principal saldo negativo de la recesión internacional es el aumento del desempleo y, con él, la disminución de la calidad de vida de las familias, también es evidente que, aunque las causas de la crisis sean la mismas, los modos de afrontarla podrían diferir de país a país según en ellos existan o no sistemas de seguridad social, mecanismos de protección universales capaces de frenar sus efectos más destructivos sobre los asalariados.

En general, la crisis agudiza la inequidad, multiplica la pobreza y libera nuevas fuerzas, destruyendo parte de la riqueza acumulada en el pasado. Vista en su conjunto, la solución capitalista orquestada por los grandes centros financieros, no obstante las lecciones derivadas de la situación actual, omite una rectificación de fondo en las desgastadas líneas del catecismo neoliberal. En rigor, por eso se canta en París, Madrid o México la misma tonada acerca de la austeridad y el déficit, o se promueven idénticas reformas estructurales en materia laboral. En consecuencia, la situación empeora, ahondándose la desigualdad en la sociedad.

Allí donde sobreviven las instituciones del estado de bienestar, la principal resistencia a las medidas impuestas por las agencias supranacionales proviene de los sindicatos en defensa de sus derechos, con lo cual se protegen, a querer o no, también los de la ciudadanía entera, lanzada por la crisis a la más feroz competencia por la sobrevivencia. Pero las medidas preconizadas a escala global no responden, realmente, a situaciones específicas porque, en definitiva, están diseñadas para mantener la salud global de un sistema del que sólo se benefician las poderosas minorías que, en definitiva, cargan con la responsabilidad teórica y práctica de fomentar un modelo esencialmente injusto e ineficiente.

El resultado es el intento de de crear un mercado de trabajo sin interferencias proteccionistas, es decir, reduciendo a su mínima expresión los derechos alcanzados por los trabajadores en las etapas precedentes. La precarización absoluta de las condiciones de trabajo a escala universal se presenta como la gran fórmula para hacer despegar la productividad y recuperar el crecimiento. Pero es obvio, como ocurre hoy en España, que la reforma laboral presentada por el gobierno –y aprobada en el Congreso– no es una vía para la recuperación del empleo perdido dramáticamente en los años de crisis, sino el mecanismo ad hoc para abaratar el despido, asestándole un golpe seco al corazón mismo del diálogo social. Bajo la protesta en curso contra la reforma laboral, la reducción de la edad de jubilación y la prevista revisión de las pensiones, está la disputa entre quienes adoptan la estrategia conocida y fracasada y aquellos que creen posible una opción que no descargue en los más débiles la solución de la crisis. Es un dilema político que cada quien asumirá partiendo de sus fortalezas y debilidades. El éxito de la huelga general en el país peninsular, más allá de las campañas de desinformación bien concertadas, ilustra hasta qué punto la necesidad de buscar alternativas es ya una prioridad política incontestable para las fuerzas progresistas del orbe.

Sin embargo, pensando en nuestras particularidades nacionales, hay todavía una diferencia importante que también está vinculada al desarrollo y a la seriedad de la democracia: la presencia real (y por supuesto legal) de un sindicalismo actuante cuyos derechos no están sujetos a la voluntad del poder o al capricho de las empresas dominantes. Se podrá debatir la actualidad de sus soluciones o protestas, pero a nadie sorprende que en Francia se realicen sucesivas huelgas generales para revertir las decisiones del gobierno nacional o las disposiciones europeas que lesionan derechos colectivos. En México nada de eso es imaginable sin que antes se produzca un gran terremoto en el campo sindical. Crisis van y vienen y, excepción hecha de los sindicatos independientes que han planteado un programa coherente, lo cierto es que la minoría que admistra y gobierna el país se ve favorecida por la ausencia de un sindicalismo crítico, clasista, racional y socialmente responsable. Durante décadas los presidentes han hecho y deshecho a su antojo (y de sus sostenedores) la política económica sin recibir a cambio la respuesta necesaria de los trabajadores organizados, sujetos a la tutela de un sindicalismo decadente, fantasmal, desfasado que, sin embargo, resulta funcional dado el orden piramidal del poder, las complicidades interclasistas e interpartidistas y la mezquidad histórica del empresariado local. Hay, sí, muchas quejas provenientes de los círculos oficialistas contra el monopolio sindical, pero si se rasca un poco la superficie se verá que el tema de fondo en este caso no es tanto la democracia sindical como la intención de erosionar el principio nacionalizador que aún pervive en la denuncia de la corrupción (que es una realidad en Pemex y su sindicato) y tiene el no tan noble objetivo de atacar al sindicalismo en general en la perspectiva de las políticas privatizadoras que este gobierno no abandona.

Si de verdad se pretendiera fortalecer a los sindicatos, el gobierno, sus aliados en los medios y cierta intelectualidad que presume de liberal, habrían dirigido sus baterías al antidemocrático sindicato de la CFE (el innombrable SUTERM, que aplastó la autonomía sindical para servir al régimen en la privatización silenciosa de la energía e industria eléctrica) o al SNTE, cuyo papel en el atraso educativo del país es un hecho sabido y reconocido por propios y extraños. Más bien, la obsesión es, reitero, desnaturalizar por completo al sindicalismo. Esa es, en definitiva, la estrategia de Felipe Calderón, en cuyo nombre habla el secretario Lozano cuyas fobias –reiteradas en el caso del SME y el sindicato minero– ya merecerían un serio análisis sicológico.

A estas alturas, visto lo visto en México y en el mundo, se puede colegir que aquí la democracia está atrofiada por la mutilación histórica de uno de sus potenciales actores: las organizaciones sociales protegidas por la ley, entre ellas los sindicatos, cuya voz apenas si se escucha en tiempos de crisis. Hay quienes creen, por cierto, que este es un asunto de modas y que el impulso hacia el sindicalismo está muerto. Pero nada puede ser más falso. Hay que leer en estas mismas páginas los artículos de Arturo Alcalde (con las aberrantes reacciones que provoca) y Néstor de Buen, para darle dimensión al atraso que en términos legales, políticos y morales nos impone la existencia de ese sindicalismo de mentiras.

La ausencia de organizaciones sociales auténticas, representativas de los intereses legales e históricos de los trabajadores es la principal falla estructural en la configuración de una ciudadanía democrática, vigilante de sus derechos. Es esa terrible omisión la que castra el desarrollo político de generaciones de mexicanos.