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El último suspiro del Conquistador / XLII

E

l almero Tomás tenía poco tiempo de habitar en su nuevo cuerpo cuando aquella muchacha teúl llegó al pueblo. Estaba investigando una antigua leyenda sobre la práctica del envasado y la conservación de almas, y Tomás se alarmó. Decidió que lo mejor sería tenerla cerca, y le ofreció hospedaje en su casa por medio de una anciana del poblado que hizo de intermediaria.

–Dice el señor Tomás que vivas en su casa el tiempo que vayas a estar.

Cuando la fuereña desapareció en forma súbita, el maya intuyó que se había llevado algo con ella, revisó sus almarios y percibió de inmediato la falta de uno de los objetos allí almacenados: ¡el alma de Cortés!

Muchos saberes había acumulado Tomás en cinco siglos de vida intermitente; los necesarios, en todo caso, para rastrear con toda la paciencia el paradero de la muchacha y del frasco robado. Pero no quiso partir en su búsqueda en ese momento porque su cuerpo estaba viejo y gastado. Esperó a morir una vez más y a conseguir un organismo capaz de resistir las incertidumbres del viaje, y un día, con un organismo aceptable, lo emprendió, acompañado por Garcí.

* * *

En el laboratorio, Manuel percibió un cambio sutil, pero inequívoco, en la conducta de su colega. La doctora Contreras era una cascarrabias proverbial, desprovista de humor y, al parecer, sin más intereses en la vida que los proyectos académicos y científicos, pero él era un fresco de tal calibre que podía mantener intacto el aprecio por ella. Cuando se encontró a Jacinta y ésta le contó su historia del frasco, Manuel no dudó en recurrir a su antigua condiscípula, a sabiendas de que ésta gruñía todo el tiempo. Y así había sido hasta el momento en que él le informó que Jacinta estaba por llegar, acompañada de su novio. Con un poco de asombro, el científico observó cómo el rubor se esparcía por el rostro de la doctora Contreras e imprimía en él un efecto casi balsámico, suavizando los gestos faciales y relajando los músculos de las quijadas. No pudo pasar por alto aquella reacción.

–¿Y a usted qué le pasa, colega?

–Na... nada... –respondió ella, mientras luchaba por recobrar el dominio de sí misma.

Con su desparpajo habitual, Manuel decidió tomar el asunto a la chacota:

–Oiga, doctora, ¿a poco le molesta que Jacinta tenga novio? No me va a salir a estas alturas con que...

Para sorpresa del viejo, su interlocutora no respondió a la puya con una nueva expresión agria, sino con una carcajada, la primera que le escuchaba en muchos años.

–¡Ay, Manuel, qué cosas se le ocurren! –dijo ella, cuando paró de reír–. Mire, mejor vamos a buscar un cafecito, nos despejamos un poco, y después nos ponemos a trabajar en lo que llega Jacinta. Quiero ver esas como hélices que halló usted.

El aludido captó la mención de Jacinta por su nombre, y no con expresiones como esa muchacha o su arqueóloga, como un nuevo signo anomalo, y se sintió intrigado, pero aceptó la sugerencia.

* * *

Encuentro tras encuentro, Rufina fue comprobando lo que había sospechado desde un principio: que los hombres rara vez se juegan el corazón en la cama, y que la mayoría de ellos poseen una válvula que corta el flujo de las emociones en presencia del placer e impide que aquellas se mezclen con éste; intuyó que ese mecanismo impide la conformación de una mezcla sumamente explosiva y difícil de controlar, y deja a los varones con la ilusión de ser dueños de sí mismos en casi todas las circunstancias; tal ilusión les permite, a su vez, adueñarse del mundo y relegar a las mujeres a un segundo plano. Rufina estuvo siempre segura de que Juan Riestra se había enamorado de ella, pero incluso él fue capaz de mantenerse al margen de expresiones de afecto y de comportarse como si su interés por aquel muchacho que había sido Rufina estuviera fundamentado únicamente en la atracción física.

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Conforme avanzaba en la comprensión de esas lógicas extrañas, consolidó su identificación con las mujeres y al cabo de unos años se olvidó de su cuerpo de hombre y empezaron a resbalarle las burlas de la sociedad. Asumió como un sino inevitable los ciclos de destrucción y reconstrucción afectiva que habrían de acompañar, en lo sucesivo, sus relaciones con hombres siempre vergonzantes que aceptaban tener sexo con ella a condición de que la máscara de su hombría no se abollara en la aventura.

Rufina aprendió algo más: por nada del mundo podía permitirse el lujo de necesitar a ninguno de sus compañeros sexuales. Si había que pagar por el encuentro, fuese en forma sutil o de manera abierta, ella sería la que haría el pago.

* * *

Décadas más tarde, él terminaría por reconocer que ella había jugado en su vida un papel mucho más constructivo del que podía inferirse por el solo relato de los hechos. Fue cuando recordó su deslumbramiento ante unos versos que ella le declamó, desnuda y enredada en las sábanas de un hotel al pie de los Alpes, horas después de haberse conocido:

“Constreñida

por el rigor del vaso que la aclara,

el agua toma forma...”

* * *

Había sido dueño de un fino sentido del cálculo y de la oportunidad, y ello le valió el ser considerado, por algunos, como visionario; había sido audaz, y con ello se había hecho pasar por valiente; había sido cruel, y lo consideraron riguroso. Había sido indolente y torpe, y con ello se hizo fama de desinteresado y genuino. Su vida había sido una vasta impostura, y todas sus conquistas, incluida la gloria, se disolvieron en una nada grisácea en la que flotaban jirones de recuerdos, dolores fragmentados, astillas de soberbia y, de pronto, aunque en su niebla no existiera el tiempo, había aparecido una noción de vaciamiento parecida al pánico.

* * *

De camino al puesto donde vendían un café horrible en vasos de unicel, Manuel confirmó el cambio experimentado por la doctora Contreras: en forma insólita, ésta lo miraba a los ojos al hablar, sonreía y en algún momento, para enfatizar una expresión verbal, le dio unos golpecitos en el antebrazo; ¡ella, la que hasta entonces se crispaba con la simple cercanía física! Pero el científico no fue capaz de escudriñar los razones de aquella mudanza.

Al volver al laboratorio, ambos se concentraron en ponderar las implicaciones de aquel dato curioso descubierto horas antes por Manuel: lo que se encontraba dentro del frasco, fuera lo que fuera, poseía unas ramificaciones, o seudópodos, o lo que fueran, pero que se asemejaban, por su estructura, a un rulo de ADN.

* * *

En el último tramo del trayecto del aeropuerto a la casa de Eduviges, Jacinta hubo de dar indicaciones al taxista y eso le otorgó a Andrés una tregua. En el vehículo, y en medio de un embotellamiento, Jacinta se había atrevido nada menos que a proponerle matrimonio, con un desenfado tal como quien ofrece un chicle al pasajero de junto. Cuando enfilaron por la pequeña calle y divisaron la casa, vieron que había tres hombres parados frente a la puerta. Jacinta se alarmó y gritó:

–¡Mi mamá! ¡Algo le pasó!

No esperó a que el taxi terminara de frenar. Se bajó atolondradamente, se enredó en la correa de su bolsa de mano, trastabilló y estuvo a punto de caer, pero uno de los desconocidos se acercó a ella con rapidez y la detuvo antes de que llegara al suelo.

(Continuará)