Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de octubre de 2010 Num: 813

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Memorias de los pasajeros
JOAQUÍN GUILLÉN MÁRQUEZ

Monólogos compartidos
FRANCISCO TORRES CÓRDOVA

500 años de Botticelli
ANNUNZIATA ROSSI

Brasil y los años de Lula
HERNÁN GÓMEZ BRUERA

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

Dramafilia
MIGUEL ANGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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LEER EN EL CRISTAL

ALFREDO FRESSIA


Cristales sólidos. Una biografía literaria,
José Ángel Leyva,
Ediciones Domingo Atrasado,
Colombia, 2010.

Este es el segundo libro de la colección Homenajes, de Ediciones Domingo Atrasado de Bogotá. El primero había sido Cristal de Roca, biografía literaria de poeta colombiano Juan Manuel Roca. Con circulación garantizada por lo menos en Colombia y México, la colección comparece sabiamente signada por el cristal. Lo está desde los meros títulos, pero también en el sentido de que son libros depurados, que “cristalizan” gráficamente una biografía cuyo sentido último fue literario, y especialmente poético.

¿Qué otra cosa es una biografía literaria si no el cristalizarse de un significado –escrito, estético, ficcional– que hemos dado a nuestra existencia? Eso sí, el enigma, que ningún libro responde, ni siquiera esta “biografía literaria”, radica ciertamente en qué momento dimos ese significado a nuestra vida, y el porqué de ese significado y no otro.

José Ángel Leyva, el poeta aquí homenajeado, lleva ese arcano en su biografía, inclusive en la que está “cristalizada” en este libro, que es homenaje y antología íntima. Leyva es médico por la Universidad Juárez del estado de Durango; se inició en la psiquiatría, con una estadía de un año en el psiquiátrico Bernardino Álvarez en Ciudad de México. Pero el significado que dio a su existencia estaba en la poesía, eran las letras. Pasado su medio siglo de vida, su obra escrita es el mejor testimonio de ese sentido legible tanto en su obra lírica (Botellas de sed, 1988, Catulo en el desierto, 1993, Entresueños, 1996, El espinazo del diablo, 1998, Duranguraños, 2007, Aguja, España e Italia, 2010), como en su obra narrativa (La noche del jabalí, 2003, es una tentativa casi mítica de comprender la sociedad mexicana) o aun en sus ensayos (El admirable caso del médico curioso: Claude Bernard, 1991; Lectura del mundo nuevo, 1996; El Politécnico, un joven de 60 años, 1996, El Naranjo en flor. Homenaje a los Revueltas, 2003 y 2006, Guillermo Ceniceros, 2006).

Además, en el caso de Leyva es imposible no pensar en su “militancia” literaria, el trabajo monumental que ha realizado como promotor cultural, como editor –coeditó la revista y las ediciones Alforja, y dirige la actual revista de poesía La Otra, sólo por mencionar algún ejemplo de esa labor. Es legítimo pensar que la misma actitud dialógica que lo llevó a la medicina –y a la del alma– es la que está en la base de ese sello tan suyo de oír, de auscultar el mapa –cultural, y especialmente poético– ya no sólo de México, sino del continente latinoamericano. Y es dable suponer que ese mismo arcano, ese enfrentarse a la creación como a un destino, es lo que lo ha llevado a esos diálogos riquísimos con los poetas mexicanos de Versoconverso, 2001, y después con los poetas latinoamericanos en general (Versos comunicantes i, 2002, el ii, 2005, y el iii, de 2008), realizados y coordinados por él.

Pero la respuesta huye siempre, a saber, nadie sabe el porqué del significado literario que los poetas dan a sus vidas, y parece más prudente pensar en algo como un instinto o un destino. Clarice Lispector lo decía así: “La explicación del enigma es la repetición del enigma.” Y Carlos Drummond de Andrade hablaba de un “claro enigma”. La palabra poética, esa cristalización de una apuesta que se hace en nosotros sin que sepamos las razones, surge de la propia aceptación del arcano. Y ocurre en la escritura. Por eso en la vida Leyva desconfía de la locuacidad, se muestra discreto y contempla desde su low profile el ego considerable de los artistas.

El lector que recorra este homenaje tendrá la ocasión de leer o releer poemas entrañables del autor, dos ensayos sobre temas que le son caros, tres de sus relatos, diálogos con dos artistas (tan diferentes, Vlady y Edmundo Valadés), una serie de ensayos que otros poetas y críticos han consagrado a la obra de Leyva, una entrevista muy reveladora que le ha hecho Ana Franco Ortuño y una serie de fotografías con seres queridos, poetas y amigos, a la que el autor llamó “Egoteca”, por puro exceso de discreción, ya que son el mero documento gráfico de ese diálogo, afectuoso, que lo constituye como hombre y como creador. El conjunto, además, está precedido de un espléndido prefacio del poeta Juan Manuel Roca.

Sabidamente, el enigma más claro es el cristal. Y sólido. Porque hay cristales líquidos, ésos que la naturaleza va madurando para volverlos roca. Los de este libro son de los definitivos. A Leyva le gusta recordar que el lector es un “elector” (el verbo latino lego-legere, en su primera acepción, desde cuando no había textos para ser leídos, es “recoger” y “elegir”). Cuando uno lee, elige, y por eso la lectura es un acto de libertad (y por eso también cada uno lee lo que quiere, incluso a partir de un mismo texto). Pero se debe agregar: el escritor también elige. Por ejemplo, elige qué escribir y cómo.

Lo que Leyva elige para decirnos se sitúa en la superación de la autobiografía. Como narrador, y en la tradición de Rulfo o de Arreola, Leyva se instala en los límites de la vida y la muerte, en un espacio que interroga al propio narrador. Como poeta, habla por su boca la experiencia humana y su perplejidad, aunque nos esté hablando de sus padres o del cuchillo de su abuelo carnicero. Y por eso su idioma es nítido. El veneno del escorpión mata o cura, según su uso. A Leyva no lo asusta el oxímoron, más bien es su modo de leer el mundo y de transfigurar la sustancia opaca en cristal, que ilumina o desgarra. La transparencia exige el trabajo de los siglos. El negro alacrán de Durango brilla a la luz del desierto. Es el universal y claro enigma, y es lo que permite, por ejemplo, que este reseñista uruguayo, en su casa del sur del Brasil, pueda leer al Leyva de este libro con una nitidez sobrecogedora y con todos los canales de comunicación abiertos. No es ninguna “mancia” en bola de cristal. Es el cristal de la palabra, se llama poesía.


DE PENSAMIENTO LIBÉRRIMO Y SENSUAL

ERNESTO LUMBRERAS


Una jornada en el otro tiempo,
Luis Tovar,
Ediciones Sin Nombre,
México, 2009.

Si las palabras son el doble de la realidad, lo que la memoria retiene, transfigura y pule es nuestra vida hecha de palabras. En el momento de pretender transcribirlo, nuestro pasado nos impone una serie de contratiempos: se torna un archipiélago de realidades, una colección de presencias y de ausencias, un bosque de sensaciones y símbolos. Los relatos, ensayos, poemas en prosa, anotaciones de diario, apuntes de viaje, reflexiones al paso que conforman Una jornada en el otro tiempo, de Luis Tovar, ponen a prueba las posibilidades de la palabra escrita para reconstruir, aunque sea en fragmentos empañados de caos y de muerte, la vida en un mundo, a veces, inverosímilmente real y abominable donde acontecen otras realidades sublimes y atroces. Las realidades que erigen la memoria y la literatura, por ejemplo, dominan y determinan nuestra percepción de la vida y del mundo desde la ficción más que desde la historia social y objetiva.

A los treinta y seis textos del libro los habita un espíritu escéptico e irónico. Libre de cualquier condescendencia o prioridad, el autor está en condiciones de ejercer la crítica y el examen de todo o de nada –las voluptuosidades de la plenitud y de la vacuidad− sin mesianismos ni desplantes de lo políticamente correcto. Y claro, la revisión y los cuestionamientos los comienza el autor por la casa de su memoria: el hablante de estos relatos es testigo, acusado, juez y verdugo de sí mismo. Con una prosa exigente de lo que escribe y de la manera de hacerlo, cada relato ensayístico-autobiográfico sabe confrontar al lector sin recurrir a ningún tipo de enseñanza o sermón; el recuerdo de un viaje o del pasaje de un libro o del rostro de una mujer sirve al escritor como detonante para levantar un breve y delicioso tratado sobre el sinsentido de la vida en particular, sobre los delirios de grandeza del hombre de éxito, culto, observador visionario de todo aquello que tiene un valor cuantificable y redituable.

Como las de Julio Ramón Ribeyro, las de Luis Tovar también merecen denominarse Prosas apátridas. Sin domicilio ni potestad, en ambos ejercicios de aliento divagatorio, punzocortante y amargo a ratos, confesional e íntimo como la conversación entre dos amigos entrañables, el pensamiento que ahí se expresa no aspira a convencernos de nada. Su sola expresión es lo único que lo justifica. Rehúye toda moraleja. No aspira  a ser modelo de nada. Es la manifestación de un pensamiento libérrimo y sensual que sin distinción o categorías habla de cosas y asuntos nimios y pueriles con el mismo rigor y placer argumental con el que, en otros momentos, habla del miedo, de la nostalgia, de la presencia amorosa. Aunque cabe mencionar que para Tovar la fascinación del vacío es tal, que todo aquello que ronde su territorio desolado y estéril, merece su atención y disfrute. Él mismo dice: “Soy el hagiógrafo de las naderías”, “Tengo la cabeza llena de nimiedades.” Es por eso que en sus prosas vemos un desfile de objetos y de sensaciones de apariencia irrelevante donde la vida, y sobre todo el arte, apenas se detienen. Al leer algunos de estos textos me fue imposible no traer a colación la pintura de Edward Hopper; atmósferas vacuas y sombrías, pobladas de personajes suspendidos en otro tiempo. El tema de la vida contemplativa versus la vida vegetativa del hombre moderno que plantea Luis Tovar también aparece en la obra del pintor norteamericano. Visiones compartidas, cada uno examina con sus respectivos lenguajes los callejones sin salida, los espejismos seductores de un modelo de civilización perverso y cruel.

Por supuesto, a las páginas de Una jornada en el otro tiempo las cubre una pátina de solipsismo, en la tradición de los grandes pesimistas de la civilización:  Kierkegaard, Nietzsche, Kafka, Cioran, Canetti... Pero también, la presencia de un narrador que conoce el arte de Sherezada hace de este volumen un discurrir ameno que sabe alternar las iluminaciones y los desasosiegos del narrador –gracias a un depurado monólogo interior− con las descripciones y atmósferas de los espacios escénicos donde transcurren sus meditaciones. La lectura de Una jornada en el otro tiempo cumple a cabalidad el deseo y la exigencia de Walt Whitman de sentir, al leer cada una de las prosas del libro, la presencia del hombre con todas sus vicisitudes y deslumbramientos.


ESPACIO EVOCADO Y ANALIZADO

RAÚL OLVERA MIJARES


La poética del espacio,
Gaston Bachelard,
Traducción de Ernestina Champourcin,
FCE,
México, 2009.

La exploración de las formas sensibles, no en cualquiera de sus manifestaciones sino en aquella muy particular que engendra el sentimiento de la belleza, se convierte en objeto de interés científico por parte de Gaston Bachelard (1884-1962) en su obra La poétique de l’espace (1957) la cual tradujo, sin mayores distorsiones ni libertades dudosas, Ernestina Champourcin en 1965. Obra abstrusa, no fácil de penetrar, que va ya por la décima reimpresión, testimonio de un momento irrepetible en la historia del pensamiento francés contemporáneo, en que confluyeron dos corrientes igualmente impetuosas y sustanciales: la filosofía de la existencia de Martin Heidegger y el interés por los hallazgos realizados por las ciencias experimentales.

En general se piensa en Sartre como el portavoz y desarrollador de las ideas existencialistas, es verdad, aunque el enfoque más original y más denso en cuanto a la especulación filosófica es el de la Phénoménologie de la perception (1944), de Maurice Merleau-Ponty, vuelta al método originario husserliano, último fundamento de las ideas de Heidegger. El iniciador en realidad de esta corriente, Franz Brentano, veía con sumo interés las nuevas ideas científicas, representadas en su tiempo por figuras de la talla de un Bernard Bolzano o un Hermann von Helmholtz. Gaston Bachelard proviene también de una formación científico-experimental bastante sólida. Cree en el apego al método y, en repetidas ocasiones, invoca los principios fenomenológicos o –mejor aún, como los bautizó Brentano– descriptivos del enfoque, significando con ello el análisis pormenorizado –prescindiendo de detalles históricos, tradicionales o propios de cada disciplina– relativo a los aspectos más sobresalientes, menudos y concatenados en forma causal respecto de lo que se muestra, es decir, el fenómeno en toda su riqueza fáctica.

La aportación, en cuanto a los hallazgos particulares, puede parecer un tanto menor o desdeñable, si bien Bachelard –aquí sí recurriendo a la historia del arte– centra su idea de asociar la noción de topos o espacio a una serie de motivos estéticos más o menos recurrentes en la historia de las artes visuales, explorándolos en sus evocaciones en la literatura y, de manera especial, en la poesía. La casa, el nido, la concha, los rincones, la miniatura, la inmensidad, el dentro y el fuera, lo redondo, se vuelven tema de una lenta y lírica divagación por parte de Bachelard, gran venerador de la poesía en su lengua y en otras tradiciones extranjeras, no la última la germana, por cierto. Mucho del estilo llano e intimista de la charla cuasi familiar del autor se pierde en el trasvase al castellano, donde innumerables voces adquieren resonancias acaso demasiado cultas y ásperas. Algo queda, desde luego, cuando el lector se sumerge en las aguas profundas de la interiorización.