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El grupo estadunidense presenta su arsenal de invención en la Postdamer Platz, en Berlín

Sin ambages, Blue Man Group analiza la comunicación humana mediante gadgets

Hace días que no hablo con una persona de carne y hueso, frase que marca el hilo argumental del show

El segmento más célebre del trío, cuando sus cabezas son monitores de tv e interactúan

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Sus espectáculos cambian de nombre, pero no de contenido, es una suma de artes milenarias y lo último en high tech
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Periódico La Jornada
Lunes 4 de octubre de 2010, p. a11

Berlín, 3 de octubre. El grupo de origen estadunidense Blue Man Group presenta en esta ciudad alemana una reflexión desenfadada acerca de los procesos de comunicación humana a través de los avances tecnológicos.

Esta trouppe, fundada en Estados Unidos en 1987 por Phil Stanton, Chris Wink y Matt Goldman, pasó de la contracultura al off-off Broadway, a prácticamente la franquicia, pues mantiene temporadas a localidades agotadas en numerosas capitales del planeta.

Con elencos renovados, sus espectáculos cambian de nombre pero no de contenido: una miríada post-pos-moderna, una suma de vectores, un embudo ecléctico de géneros, corrientes, artes milenarias y lo último en high tech.

Sombras chinescas, el arte del clown, el arte percusivo japonés, la contracultura neoyorquina de la improvisación percusiva con el cuerpo, el teatro kabuki, la commedia dell’arte, el videoclip, la antigua ópera china, el arte balinesco del zymbalon, el código de colores de Zoltan Kodaly, la pintura de Rauschenberg, Pollock, Kandinsky, Mondrian y Tàpies… laberinto.

El espectáculo comienza antes de que se inicie. El equilibrio entre la intervención humana, la robótica y el juego irónico con el uso de la tecnología no cesa: mediante un teleprómpter, dispositivo tan antiguo como actual, la comunicación se inicia con el público: el espectáculo comenzará en breve, se anuncia sin palabras pronunciadas, solamente con caracteres electrónicos; sugerimos a los ocupantes de las primeras filas que se coloquen los ponchos de plástico (“plastik ponchos”, en el original en alemán) que colocamos en los respaldos de sus asientos, para proteger sus vestimentas, se advierte; se les recuerda que está prohibido tomar fotografías, video, audio o cualquier otro sistema de reproducción.

El anuncio-advertencia final es devastador: se suplica al público desconecte teléfonos celulares, radiolocalizadores, aparatos de telecomunicación, microchips, computadoras de bolsillo, fax portátiles… y la lista no parece terminar, y convierte a los espectadores en simples portadores de gadgets.

El mensaje es lineal, lo repiten a lo largo del espectáculo: los usuarios de gadgets y redes sociales devienen cada día más solitarios y se comunican menos.

Y lo dicen sin ambages, en el segmento titulado Café Internet: donde enuncian sin pronunciar palabras, solamente con caracteres tecnológicos: “usted está a punto de entrar a un lugar donde empezará a comunicarse con personas que no están en ese lugar, con gente que ni siquiera conoce físicamente. Ya lo escuchamos decir: ‘hace días que no hablo con una persona de carne y hueso’”.

Ese simple argumento habilita el desarrollo dramatúrgico de hora y media de trepidante, alucinógeno espectáculo.

Porque, independientemente de la profundidad, carácter tópico o enternecedor de su mensaje, las habilidades de este trío de ejecutantes, enfundadas sus cabezas en máscaras de látex azul eléctrico, son francamente deslumbrantes.

He aquí la sincronía, la capacidad de polirritmia, la colocación de notas musicales con baquetas, paletas de pintor, chasquidos, cabeceos, guiños, eructos, pestañeos, movimientos oculares e incluso el mismísimo cuerpo entero inmóvil.

Su instrumento estrella es un dispositivo, armado a manera de mecano, de tubos pvc, que en realidad ya había inventado hace décadas un compositor de entre los más importantes de la escena contemporánea de la música de concierto: el polaco Kryztoff Penderecki.

Usan también tambores inundados de líquidos color fosforescente que forman géiseres de polirritmia y ecos electrónicos, timbales cibernéticos que generan sonidos celestiales, xilófonos armados con tubos de pvc, el todo como sonido concertante estructurado con base en un cuarteto de cuerdas mutados en percusiones.

El segmento más célebre del trío ocurre cuando sus cabezas son monitores de televisión e interactúan entre sí, tanto en tiempo real como en el de la tele, en un enjambre rítmico asombroso.

Los momentos de embeleso musicales guardan equilibrio con los episodios de teatro alternativo, rutinas gestuales, gags, slapsticks, un arsenal de invención y magia.

Resultan notables las coincidencias artesanales, actorales, dramatúrgicas y gestuales con un paralelo: el espectáculo de Slava Pablunin, perdón de Slava Polunin, también convertido en un clásico, y que repite y repite y repite temporadas sin agotar el asombro del público en muchas capitales del planeta.

El primer elemento de convergencia es el fabuloso arte del clown moderno, esa conjunción escénica que muestra el alma y la armazón de sentimientos y emociones, alfabeto básico para narrar el mundo, la vida, en tan sólo en un instante.

También, que los actores interactúan con el público: escalan los respaldos de las butacas, eligen a alguien de entre el público para armar una de las secuencias, y al final una telaraña de papel recorre las butacas de arriba abajo.

Bringen leben, bring to live

Narrar el mundo, contar la vida. El espectáculo de los Blue Man Group tiene momentos donde enuncian de manera natural sus argumentos. Por ejemplo cuando narran, de manera siempre irónica, no desde el inicio de los tiempos, sino desde lo último en tecnología, el origen de la vida y del arte.

Así, mediante sombras chinescas, narran la manera en que nació el arte rupestre y explican la etimología de la palabra animar, que es la misma en alemán, inglés, español y en otras lenguas: dar ánima, traer a la vida, bringen leben, bring to live, traer a la vida. Narrar la vida.

Y de esa manera, tan sencilla en su complejidad porque se valen de una música en extremo complicada en su imaginación, factura y puesta en vida, narran la vida entera pero, sobre todo, hacen felices a todos quienes dos veces cada noche atiborran el butaquerío del teatro ubicado en el mismísimo corazón de la Postdamer Platz, en sí misma una exposición permanente y creciente de arquitectura en vivo. Desde Renzo Piano hasta los jóvenes talentos, los edificios ultramodernos funcionan como escenografía idónea para el arte de los hombres enfundados su cabeza en látex azul eléctrico.

Porque el juego entre imaginación y realidad se lleva a tal extremo que así como en cada prestidigitación, como buenos magos, explican el truco, hay momentos en que abandonan el escenario y continúan en escena porque una cámara los sigue sempiterna, al grado de que en un momento su recorrido por los laberintos del edificio los llevan a la calle Marlene Dietrich, que existe en la vida real, y toman un taxi de a de veras y dejan al público esperando y en penumbras, pero aparecen nuevamente porque todo es magia y ensueño y juego, sobre todo el tono lúdico que pinta de azul eléctrico la escena entera.

Y entonces suena un toque de burbujas sonoras, un redoble de tambor, una manera diferente de narrar lo mismo: la vida.

Y entonces todo recomienza.