Con un abrazo para nuestros hermanos mixes de Tlahui

 

Vientos encontrados corren por las Américas, sobre todo la llamada Latina, la América nuestra. Fuertes cambios de los buenos, y de los malos. Por un lado, avanza inexorable la destrucción del capitalismo en su etapa más letal sobre los suelos y subsuelos de nuestros países, contra el aire, el mar, los ríos, sus pescaditos, y al final y principalmente, los pueblos que le son suyos a la tierra, los que de por sí. Se les intenta llamar de muchas maneras: nativos, originarios, aborígenes, tradicionales. O bien, de modo cosificador, etnias. O indios, indígenas, y entre las clases acomodadas, “inditos”. Naciones, tribus, en fin, pueblos.

Por otro lado, estos pueblos, sus movimientos y nacionalidades experimentan un despertar profundo y extraordinario. Con terribles vientos en contra, han impulsado la transformación mental y material de sus comunidades, de los Estados nacionales donde se encuentran. En Ecuador y Bolivia conquistaron ya el reconocimiento a la plurinacionalidad y avanzan objetivamente hacia la autodeterminación política, territorial, medio­ambiental, cultural. Sus actuales gobiernos nacionales, considerados progresistas, y hasta “de izquierda” por los entusiastas, no se sostendrían sin los experimentados y maduros pueblos y organizaciones indígenas, a tal grado que resultaron determinantes a la hora de echar del poder a los neoliberales de derecha que antecedieron a Evo Morales y Rafael Correa.

La reconstitución del pueblo mapuche en Chile, ejemplar y dolorosa, ha sido aplastada y negada con trato de criminal por la dictadura y la democracia por igual. Lo sorprendente es que, con tantas tempestades en contra, fortalezca su fructífera resistencia a precio de balas y cárcel, de inanición, pero también de lucha, solidaridad, rebeldía y claridad en sus demandas históricas, hoy más vivas que nunca, desde cuando los redujeron los generalotes de Chile y Argentina y creyeron exterminarlos.

También dolorosa, por momentos desesperada, es la resistencia de los guaraní kaiowá en el Mato Grosso de Brasil. Ocho años de gobierno buena onda de Lula el saliente no alcanzaron  para hacerles justicia; ellos mismos debieron recuperar tierras, al igual que los mapuche, pero permanecen rodeados de agroindustrias, pastizales y pistoleros, sin más respiro que las limosnas de Brasilia.

No hace falta cargar mucho la tinta para concluir que México está sumido en el desastre. Con un gobierno nacional ilegítimo que ha militarizado el país y un divorcio abismal entre las instituciones y los pueblos indígenas, las resistencias atraviesan en soledad horas difíciles y peligrosas. El desmantelamiento del municipio autónomo de San Juan Copala no pudo ser más brutal, criminal e impune. Los narcotraficantes, más que el narcotráfico, mantienen sitiadas miles de comunidades nahuas, tlapanecas, mazahuas, purépechas, mixtecas, zapotecos, tenek, mayo, yaqui, wixárika. En Guerrero, Oaxaca, Sonora, las Huastecas, Puebla, Veracruz, Estado de México, Michoacán, Jalisco, Sinaloa, Durango. Más no cuentan con las instituciones. De hecho, policías y militares también les tienden cercos. Se les condena a la migración o el exilio, la domesticación, el despeñadero del exterminio. Súmense las crecientes devastaciones ambientales —desgajamientos, inundaciones, sequías, envenenamientos— producto de la voracidad ecocida del modelo económico impuesto por el mercado “libre”.

Los países de la América nuestra pierden a pasos agigantados selvas, ríos, montañas. Lo mismo bajo gobiernos rapaces de derecha (México, Colombia, Perú, Chile) que democráticos, socialistas, progresistas (Ecuador, Venezuela, Bolivia, Argentina, Paraguay, y muy pálidamente, Nicaragua, El Salvador, Guatemala). Todos los gobiernos, hasta los mejorcitos, abren sus puertas a las trasnacionales mineras, petroleras, agroindustriales, turísticas, eléctricas. El extractivismo autoritario en clave neoliberal goza de cabal salud incluso en las prácticas nacionalistas de Correa, Lula, Chávez o Morales.

En este contexto las exigencias y oposiciones de los pueblos en Ecuador y Bolivia no han sido entendidas por la izquierda latinoamericana, una vez más. Al contrario, aprovechando este desencuentro teórico y práctico, sus respectivos gobiernos acusan a los indígenas de estorbar al progreso, sostener demandas egoístas o ser agentes embozados del imperialismo. Craso error. ¿Será que las izquierdas nunca entenderán que las posibilidades de sobrevivencia de nuestros países dependen en buena medida de que los pueblos originarios conquisten sus derechos y recuperen su mundo? ¿Que como siguen enseñando las comunidades autónomas zapatistas de Chiapas, sitiadas y en silencio vivo, el futuro se cuida resistiendo?

okjarasca