Opinión
Ver día anteriorDomingo 10 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Integración forzada
H

ace más de 80 años, Robert Redfield, uno de los pioneros de los estudiosos del fenómeno migratorio mexicano, no salía de su asombro al constatar una y otra vez que los migrantes mexicanos eran diferentes a los italianos, polacos, judíos, alemanes que llegaban a la gran urbe de Chicago. La diferencia consistía en que los mexicanos parecían no integrarse, siempre hablaban de volver, de regresar, de que su estancia era temporal. La duda lo llevó a revisar los procesos de naturalización de esos años y descubrió que de los 732 expedientes ninguno era de mexicano.

Y la estadística la confirmaba con las entrevistas. Un informante de Michoacán le dijo: que él puede mantener mejor a su familia en este país, pero no le gusta el frío y extraña las flores y las frutas de México. No está interesado en obtener la ciudadanía. Inicialmente le fue muy difícil a su mujer comprender el significado de ciudadanía. Cuando lo entendió, dijo en tono alterado: ¿Usted quiere decir que cambie de bandera? Mi padre nunca haría eso. La trabajadora social le explicó que la señora Díaz (otro caso) tenía pensión como madre, pero no la habría recibido si no estaría planeando convertirse en ciudadana. Ella respondió: ¿Cómo? ¿Mary Díaz cambió de bandera? (tomado de Mexicanos en Chicago, el diario de campo de Robert Redfield).

Eso llevó a Redfield a la siguiente conclusión: “el mexicano sin educación puede habitar físicamente en Estados Unidos durante muchos años, sin llegar a vivir ahí mentalmente… como por las circunstancias y por gusto se reúne con otros mexicanos iguales a él, tiende a permanecer enclavado, pero no asimilado en el país. Intercambia artículos y servicios con los norteamericanos, pero no ideas… no hay comprensión mutua”.

Otro estudioso de la migración de aquellos años llegó a conclusiones diferentes. Para Taylor, los migrantes creían que estaban de paso en Estados Unidos, tenían la idea de que iban a regresar a México. Pero, para él, esa era una cuestión que iba más allá de las buenas intenciones. Todo dependía de la manera en que los migrantes se insertaban en el mercado de trabajo. Una cosa eran los trabajadores agrícolas y del ferrocarril, que saltaban de un lugar a otro, y una situación muy distinta era la de los obreros industriales que él conoció en Indiana y Chicago, que eran clase obrera, igual y diferente a sus compañeros de tantas otras nacionalidades.

La prueba de fuego tuvo lugar durante los años aciagos de las grandes deportaciones, entre 1929 y 1933. Muchos mexicanos fueron deportados, otros regresaron o se vieron forzados a retornar. Pero también cerca de medio millón de mexicanos optó por quedarse. Y en esos tiempos difíciles quedarse significaba integrarse, mimetizarse, aculturarse. En muchos casos se tomaron decisiones difíciles, como la de no hablar en español en casa. Cuenta el alcalde de Los Ángeles, Antonio Villaraigosa, que él tuvo que reaprender el español cuando empezó a participar en política. En su casa, en el barrio de Boyle Heights, cercano a East Los Ángeles, la familia había decidido integrarse y la mejor manera de hacerlo era hablando inglés.

Paradójicamente, el bilingüismo en Estados Unidos sigue siendo un estigma. Los niños bilingües son sistemáticamente colocados en el segundo nivel. Los maestros suponen que si hablas otro idioma, no dominas el inglés. Así, la discriminación comienza desde la escuela, es reforzada por los maestros y avalada por el sistema

En aquellos años fueron las mujeres: esposas, trabajadoras, hijas, las que más lucharon por quedarse, por integrarse. El instinto de sobrevivencia del grupo es muchos más acentuado en las mujeres. Cuenta una crónica de la deportación que cuando toda la familia ya estaba lista para embarcarse en el tren, de regreso a México, una de las muchachas no aparecía, por más que la buscaban y la llamaban. Finalmente partió el tren y todos se tuvieron que quedar a vivir en Indiana Harbor.

La opción no es casual. Hay una marcada diferencia genérica en cuanto a la posibilidad del retorno. Las mujeres prefieren quedarse, los hombres volver. Para las mujeres el contraste en cuanto a calidad de vida, libertad y derechos adquiridos es muy alto. Así lo refiere Taylor en una entrevista que realizó en Tapeposco, Jalisco, en 1930: “Le dije a Paulino: qué crees que es mejor, estar allá en Bethlehem, Pennsylvania, o aquí en San José Tateposco? Y me respondió: señor, yo creo que es mejor estar aquí en Tateposco. Y cuando le pregunté por qué pensaba eso, me respondió que aquí había más libertad. Luego le pregunte lo mismo a su esposa y sin dejar de trabajar, me respondió que para ella era mejor vivir en Bethlehem, Pennsylvania. Yo le pregunté entonces por qué y ella inmediatamente me respondió que allá había más libertad. Allá sólo había que darle una vuelta a la perilla para que se encendiera el gas y aquí había que ir al cerro a buscar leña. Y ellos dos entendían perfectamente la respuesta que cada quién había dado. De este modo, con la misma pregunta yo obtuve la misma respuesta, pero argumentaciones completamente opuestas, dependiendo del sexo.

Como en los años 20, hoy en día se viven tiempos difíciles y muchos migrantes luchan desesperadamente por integrarse, por ser uno más, por acentuar las semejanzas y esconder las diferencias. Una manera de integrarse es naturalizarse. Y ahora los índices de naturalización de los mexicanos son de los más altos de Estados Unidos.

Ha tenido que pasar más de un siglo para que los migrantes cambiaran de actitud. Adquirir otra nacionalidad ya no significa traición a la patria.