Editorial
Ver día anteriorLunes 11 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cordero: economía y delincuencia
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comienzos de la semana pasada, el secretario de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero, negó que la inseguridad y la violencia que se viven en el país tuviesen un efecto adverso en la inversión y en la generación de empleos, y proclamó, con optimismo exultante, que a pesar de esas circunstancias la inversión sigue llegando y estamos generando empleos como no lo habíamos hecho en 10 o 20 años. Ayer, en Washington, el funcionario admitió que en ciertas regiones del país sí hay un problema de inseguridad real que seguramente está afectando algunas decisiones económicas en puntos muy focalizados.

La rectificación de palabras equivocadas es un acto procedente y hasta meritorio, a condición de que se realice con un propósito esclarecedor. Lamentablemente, el retroceso de Cordero, lejos de aclarar y de enunciar los hechos reales, los minimiza y los distorsiona: en extensas regiones del país la violencia descontrolada, resultado de las luchas intestinas entre organizaciones delictivas y de la campaña contra la criminalidad lanzada hace cuatro años por el gobierno calderonista, ha dislocado diversas actividades económicas. Aun si se diera por buena la afirmación de que la inversión y la generación de empleos no se han visto afectadas, hay numerosos datos sobre el impacto de la inseguridad en diversos mercados –el de consumo y el inmobiliario, por ejemplo–, en el comercio y en el sector agrícola. Es un secreto a voces que el incremento de prácticas criminales como la extorsión y el secuestro causan estragos en porciones del territorio que no pueden ser descritas como puntos muy focalizados y que la zozobra en la que viven diversas zonas ha propiciado un crecimiento desmesurado de giros como el de los servicios privados de seguridad.

La omisión más importante en las apreciaciones del secretario de Hacienda no tiene que ver con la inseguridad, la cual es, a fin de cuentas, un efecto, sino con profundas y severas distorsiones causadas en el quehacer económico por prácticas delictivas y corruptas: hace algunos meses, el propio Cordero admitió la presencia en la economía nacional de una cantidad de dinero situada en la magnitud de las decenas de miles de millones de dólares, y que proviene, presumiblemente, de los negocios del narcotráfico. En un entorno caracterizado por el deterioro salarial, la depresión del mercado interno y el incremento del desempleo y de la pobreza, hay bonanzas sectoriales que difícilmente se explican sin el factor de derrama monetaria generada por el lavado de dinero procedente de actividades ilícitas, relacionadas o no con el trasiego de drogas prohibidas.

Desde otro punto de vista, y dadas las dimensiones de las fortunas que se mueven en los negocios ilícitos, así como la necesidad de sus propietarios de convertirlas en dinero limpio, cabe preguntarse cuánta de esa inversión que según el funcionario no ha disminuido en términos generales procede de actividades criminales, y si no resulta un tanto pueril felicitarse por los indicios de una recuperación basada, así sea parcialmente, en fenómenos delictivos y que, para colmo, es percibida sólo en esferas gubernamentales y empresariales, pero que para el grueso de la población constituye un buen deseo.

El país padece la confluencia de un modelo económico improcedente –cuyas consecuencias sociales incluyen el incremento inexorable de la delincuencia– con una política de seguridad pública errada y contraproducente que, lejos de abatir la violencia, la ha hecho crecer en forma sostenida. Lo deseable y urgente, en tales condiciones, es una rectificación de alcances estratégicos en ambas líneas de la acción gubernamental.