Opinión
Ver día anteriorMartes 12 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Orozco en San Ildefonso
L

a arquitectura del antiguo colegio del siglo XVIII pauta en buena medida la museografía, dispuesta en salas numeradas, ofreciendo secuencia. Es indispensable recordar que la observación de los murales in situ, en los tres registros, forma parte inextricable del recorrido, sea o no que el espectador esté familiarizado con ellos.

Se experimenta satisfacción identificando los numerosísimos dibujos, en su mayoría perfectamente planteados en su geometría al cotejarlos con los murales. Todos, incluyendo los de San Ildefonso, se encuentran reproducidos en fotografía y acompañados de diagramas se exhiben en vitrinas, incluyendo los realizados en Estados Unidos: la mesa de la Confraternidad Universal y el Dive Bomber en Nueva York, el Prometeo de Pomona College en California y muy principalmente el ciclo de la Biblioteca Baker en Darmouth College, New Hampshire.

Hambriento de muros para pintar, al morir el 7 de septiembre de 1949 poco antes de cumplir 66 años, Orozco se ocupaba entonces de delinear proyecto de un nuevo mural para el multifamiliar Miguel Alemán.

En San Ildefonso están los de más antigua data, de los cuales, como es sabido, hay secciones en el Patio Grande que el pintor eliminó cuando regresó a la Escuela Nacional Preparatoria en 1926, preservando sólo algunas partes. Ver los dibujos de los que fueron eliminados (conocidos mediante fotografías de Tina Modotti y de los diagramas de Jean Charlot) es ocasión que raras veces se presenta.

Orozco no es pintor fácil ni consolador y además es desigual, pero a la vez resulta posible afirmar que la nutrida selección es de primera línea y entrega sus visiones, aunque se extrañe la presencia de algunas predilectas pinturas de caballete que el curador en jefe: Miguel Cervantes, asistido por un equipo, no se vio en posibilidad de obtener en préstamo, cosa de la que no hay que lamentarse dado que, por ejemplo, la serie de Los teules –integrada con las obras realizadas para sus exhibiciones en El Colegio Nacional, del que fue fundador en 1946, se encuentra bien representada.

Una de las más altas enseñanzas y disfrutes que se obtienen está en los dibujos, no me refiero sólo a los que preparó para los murales, sino prácticamente a todos los que se exhiben, a partir de las caricaturas o cartoons y de la serie que en conjunto se denomina las casas de lágrimas: acuarelas, temples y dibujos a línea que están entre lo mejor que la primera mitad del siglo XX dio en materia de obra sobre papel, e igual el apartado de litografías. Los hay que pueden ser aterrorizantes en cuanto a mensaje, éstos y el grueso de los que se exhiben son obras maestras.

El recorrido en San Ildefonso se inicia con una espléndida serie de retratos, dos o tres de ellos pintados motu proprio, como el de su madre doña Rosa, de 1921, alarde de dominio académico y a la vez de perceptividad en cuanto al carácter de la modelo. Le sigue el de su esposa Margarita Valladares, de 1944, que quizá propositivamente dejó inacabado o el de su pequeña hija Lucrecia del mismo año.

Calibrar a Orozco retratista es tema para un volumen completo. Se admira una de las mejores obras del siglo XX mexicano dentro de este género, el retrato del obispo don Luis María Martínez, que en cuanto a factura en algo recuerda el retrato del cardenal Guevara de El Greco –ambas manos visibles, contacto de ojo bajo los lentes, expresión contundente–. Este retrato orozquiano ha sido muy reproducido, pero la fotografía, con toda la fidelidad que se quiera, no puede entregar la visión, no solo pictórica, sino también presencial, se diría, que provoca esta pintura e igual sucede con el retrato del aristócrata tapatío Enrique Corcuera y García Pimentel, planteado con suma elegancia, pero sin bonituras en 1947-48, diferente en cuanto a tónica del que le hizo al arquitecto Mario Pani, a quien representó sentado, sin hacer contacto de ojo con el espectador, sosteniendo cigarrillo en la mano izquierda. Está pintado en piroxilina, utilizada de modo muy diferente a las modalidades más texturadas implantadas por David Alfaro Siqueiros.

Se exhibe el retrato de doña Carmen Carrillo Gil, captada de perfil, como dama de sociedad, luciendo elegante atuendo de calle a la moda de los años 40, con rostro y uñas cuidadosamente maquillados. Es igualmente una semblanza precisa, pero a mí me resulta más fresco y grato el retrato de Celia Chávez de García Terrés, que no se exhibe.

Esta sección se acompaña de una serie de fotografías que le fueron tomadas a Orozco en diferentes momentos, excelentemente amplificadas y dispuestas en plafones.