Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de octubre de 2010 Num: 816

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Los ajustes
(farsa damasquina)

JUAN TOVAR

Roque Dalton vuelve a morir
MIGUEL HUEZO MIXCO

Roque Dalton la fuerza
literaria del compromiso

XABIER F. CORONADO

Poema (fragmento)
ROQUE DALTON

Sonetos para Tongolele
RUBÉN BONIFAZ NUÑO

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Ana García Bergua

Lugares de espera

¿A cuánta gente en nuestros países no se le va el tiempo en esperar, en hacer colas, antesalas eternas? ¿Cuánta vida se va en pararse o sentarse en algún lugar desde tempranas horas, anhelar que una ventana o una puerta se abran, que el tiempo y el trámite avancen? Hay cierta perversidad en hacer que la gente espere, sobre todo cuando se puede lograr que muchas cosas vayan a la gente y no la gente a ellas. Supongo que tener filas de personas esperando otorga algún grado de control, un podercillo de teatro del absurdo sobre aquellos de quienes dependen momentáneamente. Y sin embargo, la gente se adapta, intenta seguir su vida o hacer una vida en la espera, qué remedio. Cuesta rebelarse y entonces más vale vivir entre cobijas, almohadas y bolsas con agua y galletas, aferrarse a las palabras que le da a beber quien surge, de tanto en tanto, de puertas o ventanillas. Dejar que el tiempo de adentro de la espera se ensanche, mientras el de la vida cotidiana se estrecha hasta desaparecer y queda suspendido, postergado. Afuera de mi ventana, hasta hace un mes, se ponía una cola de gente a la que se le daba una ayuda de la delegación. Al principio me sorprendía y me apenaba ver a la gente ya instalada con su refresco y su bolillo desde las seis de la mañana en que mi gato y yo abrimos las persianas, hasta la tarde. Después la cola empezó a formar parte de la vida cotidiana: era un mundo paralelo, un país, un paisaje cuyos habitantes practicaban la espera, mientras los vecinos del barrio íbamos y veníamos, atentos a nuestras cosas.

Pero si hay lugares donde la espera es terrible es en los hospitales públicos. Recientemente pasé unas semanas dolorosas en uno de ellos. Ahí la espera es triste; la gente se instala para vivir, el hogar se reduce muchas veces a una silla de plástico conseguida con trabajos o con astucias, y pena junto a su enfermo hasta que sana, muere o queda peor. Y son terribles los burócratas de los hospitales públicos: hay en ellos gente valiosísima, de paciencia y generosidad ejemplar, y también alimañas perversas, enredadas en la tela de su pequeño trámite. Un guardia que exige que el sello esté al frente y no detrás del pase trabajosamente conseguido. Una enfermera insensible al dolor de una mujer que no le sabe decir a qué hora precisa vendrán otros parientes a buscar el cuerpo de su madre. Médicos más preocupados por posibles quejas o demandas de la familia del enfermo, que por la salud de sus pacientes. El personal que se siente rebasado y el que disfruta del poder incierto sobre tanta gente y tantas vidas.

Y mientras, la gente espera la vuelta a la vida o la muerte, lucha por sillas de plástico donde pasar noches torcidas, se instala con cobijas y colchones inflables en las salas heladas y el tiempo se detiene al gusto de las enfermedades. Las salas de espera de los hospitales públicos tienen una extraña similitud con las terminales de autobuses, que siempre son un poco oscuras y desalentadoras. De repente, a la una de la mañana se abren unas esclusas, como cuando sale un autobús nocturno, se dan informes: el enfermo está mejor o peor, será trasladado a otro sitio, a otra cama con otras ventanillas y otras salas de espera. Aquella espera que en los hospitales privados tiene mucho de limbo blancuzco –y eso no la hace mejor, ni mucho menos, la verdad–, en los públicos se parece al purgatorio, por encontrarse uno a merced de ángeles diversos o demonios disfrazados. Y de todos modos, piensa uno tomando café de la máquina, mientras espera de pie por no haber alcanzado sillita de plástico, ni pared para recargarse, y trata de escuchar un nombre en medio de todos los nombres que se gritan a la multitud, qué bendición que existan los hospitales públicos, que haya suero y sangre y vendas y cirugía para quien puede acudir a ellos, que ni siquiera son todos. Y qué triste la espera, la espera ansiosa y preocupada que a todos nos iguala.

Esperamos también en los aeropuertos, en las terminales de autobuses que parecen salas de hospital, en las estaciones del Metro y en las paradas del camión, y en todas ellas parece que al movimiento le antecede una quietud simulada. Sin embargo, ahí la espera se entretiene, no es una espera ansiosa, sino una que hace planes, crucigramas, cábalas, que en su detención ya ha echado a andar. A diferencia de colas y hospitales, es la espera de los libres que siguen con sus vidas: casi no es espera.