Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 31 de octubre de 2010 Num: 817

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La pasión del reverendo Dimmesdale (la carta escarlata)
ROGER VILAR

Monólogos compartidos
FRANCISCO TORRES CÓRDOVA

Escritura y melancolía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

La política económica
HERNÁN GÓMEZ BRUERA

Leonard Brooks y un mural de Siqueiros
INGRID SUCKAER

Heinrich Böll y la justicia
RICARDO BADA

Relectura de un clown
RICARDO YÁÑEZ

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
ORLANDO ORTIZ

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

Dramafilia
MIGUEL ÁMGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Orlando Ortiz

Otro centenario

Conocí a Miguel Hernández en 1968, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. No, no se trata de un homónimo sino del poeta nacido en Orihuela el 30 de octubre de hace cien años. Y no fue en una edición príncipe, tampoco era una edición crítica o de lujo. Lo conocí a través de un cuadernillo impreso en mimeógrafo, en papel mimeógrafo (muy corriente) y con una cubierta de cartulina barata color gris. En aquellos años el mimeógrafo hacía las veces de las actuales fotocopiadoras, pero con menos calidad y era necesario “picar” previamente un estencil. Los había muy sofisticados, eléctricos y con una velocidad de impresión asombrosa, para aquella época, pero había otros más modestos, manuales y por lo tanto su velocidad era limitadísima. Estos modelos se encontraban en sindicatos y grupos estudiantiles, políticos o culturales; era un instrumento para la divulgación de programas, manifiestos, volantes, etcétera. Más tarde fue un arma, según las autoridades policíacas, pues no había comité de lucha o grupo clandestino o semiclandestino que no contara con un mimeógrafo.

Pocos son los poetas que leo y releo con la emoción de la primera vez. A medida que fui leyendo sus obras, mi entusiasmo y gusto por sus poesía no sólo se reafirmó, sino que se amplió. Muy contados son los poetas que, para mí, alcanzan las alturas de Miguel Hernández; pocos aquellos en cuyos versos late con fuerza el desgarrón afectivo, la pasión, la bravura, la sensualidad, la fuerza, el erotismo, la combatividad... un vitalismo arrollador, a pesar de los fuertes contrastes, o tal vez por ello. Sonetos como “Umbrío por la pena”, siguen estremeciéndome (“¡Cuánto penar para morirse uno!”), o “Tengo estos huesos hechos” (“Tengo estos huesos hechos a las penas,/ y a las cavilaciones estas sienes; pena que vas, cavilación que vienes/ como el mar de la playa a las arenas //[...] Eludiendo por eso el mal presagio/ de que ni en ti siquiera habré seguro,/ voy entre pena y pena sonriendo.”), o “El último rincón”, (“Ay el rincón de tu vientre,/ el callejón de tu carne;/ el callejón sin salida/ donde agonicé una tarde.”), anhelado porque “Allí quisiera tenderme para desenamorarme”; y no puedo dejar de referirme al que, para Carlos Bousoño, es “el mejor poema quizá del Cancionero y romancero de ausencias y uno de los más altos que haya escrito en toda su corta vida”:  “Antes del odio.” Si me pusiera a mencionar todos los poemas de Miguel Hernández que siguen haciéndome vibrar, rebasaría con mucho el espacio de esta columna.

Sin embargo, ninguno de los poemas mencionados era el que contenía aquel cuadernillo humilde, que cuarenta y dos años después aún conservo. Los versos impresos en esa plaquetita eran los de “Llamo a la juventud”, que leído en aquel momento fueron algo telúrico: “Sangre que no se desborda,/ juventud que no se atreve,/ ni es sangre, ni es juventud,/ ni relucen, ni florecen./ Cuerpos que nacen vencidos,/ vencidos y grises mueren:/ vienen con la edad de un siglo,/ y son viejos cuando vienen.”

Lo anterior vino a mi memoria por esa discusión de los Ni-ni-ni: que si son únicamente 285 mil, según el gobierno, o si la cifra asciende, según el rector de la UNAM, a siete y medio millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan. En efecto, yo puse un ni más, porque lo considero necesario. Entre los jóvenes de aquellos años en que conocí a Miguel Hernández, los había que sólo estudiaban, o que sólo trabajaban, o que, como yo, estudiábamos y trabajábamos y también nos interesábamos por la situación del país, pues teníamos aspiraciones a que cambiaran las cosas. Teníamos ilusiones, fe en el socialismo, en la justicia social y en el justo reparto de la riqueza. El tiempo se encargó de hacernos ver que ese socialismo estaba prendido con alfileres. Después de la caída del Muro de Berlín y “la democratización” de los países del bloque soviético y de las repúblicas populares, el camino a seguir fue la Cámara de Diputados y la lucha no por el poder, sino “para poder” vivir bien y del presupuesto. Quedó un espeluznante vacío teórico e ideológico. Se perdió el horizonte. Ahora, quien trata con jóvenes puede darse cuenta de que son apocalípticos, fatalistas, derrotistas, pusilánimes... porque carecen de perspectivas. El socialismo que nos alentaba entonces fracasó y para ellos no hay esperanzas, carecen de ilusiones. Por eso el Ni-ni-ni: porque ni estudian, ni trabajan, ni tienen ilusiones. Es necesario hacer que en ellos renazcan la esperanza y las ganas de luchar o de por lo menos trazar nuevos horizontes.