Opinión
Ver día anteriorMiércoles 3 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Doctas barbaries
L

o doctor no quita lo intolerante. En la historia de la represión por cuestiones religiosas abundan los casos de concienzudas lecturas de libros sacros que conducen a la persecución de los heterodoxos. En dos milenios de cristiandad hay una larga cadena de excesos impulsados por estudiosos de la Biblia, libro que tenían por continente de la revelación divina.

En el siglo IV la Iglesia cristiana pasa de ser fe perseguida a religión oficial del imperio romano. Al hecho se oponen algunos liderazgos y sus grupos, por considerar que esa simbiosis es contraria a las enseñanzas de Jesús. La unión Estado-Iglesia (católica en formación) es un parteaguas: por un lado el triunfalista poder político-poder eclesiástico; y por otro la Iglesia de creyentes, que subraya el carácter de adherencia voluntaria a las enseñanzas evangélicas y pertenencia a una comunidad confesante.

San Agustín, teólogo muy citado en ambientes ecuménicos por su frase In necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas (En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo amor), es quien desarrolla, a fines del siglo IV y principios del V, una teología de la persecución contra los donatistas, movimiento cristiano del norte de África. Por su lectura de dos parábolas de Jesús (la de la cizaña y el trigo, Mateo 13:24-30, y la del banquete, Lucas 14:15-24), Agustín concluye que es necesario erradicar la mala hierba del seno de la cristiandad y obligar a seguir las enseñanzas oficiales de la Iglesia católica a los renuentes a cumplirlas. Legitima el uso de la fuerza y la violencia para hacer volver al redil a los descarriados.

Entre los siglos V y XV son reprimidos sangrientamente los valdenses (seguidores de Pedro Valdo), los cátaros y albigenses (contra ellos se crea la Inquisición en 1233), Juan Wyclif y los lolardos (predicadores itinerantes que llamaban a retornar a la sencillez del Evangelio), Pedro Chelcicky y los hermanos checos. A todos se les acusa de herejes, y se desata contra ellos una persecución implacable. La base argumentativa contra los rebeldes no es otra que la desarrollada por San Agustín.

Los doctores católicos fueron muy prolíficos en el siglo XVI para construir teorías de la supremacía de su fe sobre las creencias de protestantes y pueblos considerados por ellos paganos. En el primer caso, en su reacción contra el movimiento desatado por Martín Lutero el 31 de octubre de 1517, al clavar sus 95 tesis contra las indulgencias en la puerta de la capilla del castillo de Wittenberg, se organizó una respuesta tanto teológica como persecutoria que gestaron la Contrarreforma. Ésta se caracterizó por un férreo control de la libre circulación de libros e ideas, así como por una política de aniquilación bárbara de los disidentes.

Con el Índice de libros prohibidos (Index librorum prohibitorum et expurgatorum), emitido en 1559, la Iglesia católica quiso expurgar la literatura herética y exigió el decomiso y destrucción de maléficas obras de, para ella, connotados heresiarcas. En México, en 1571, Pedro Moya de Contreras, inquisidor general de la Nueva España, hace circular un edicto prohibicionista titulado Contra la herética pravedad y apostasía en la gran Ciudad de Tenuxchxtitlan México y su arzobispado. En él se refiere a los libros sospechosos de criticar la fe católica en los siguientes términos: “Por ser como son, pozos públicos y fuentes perpetuas de ponzoña y raíces profundas de veneno con los herejes antiguos, especialmente los de estos tiempos, secuaces del malvado heresiarca Lutero…”.

Testimonios prohijados en el seno de las clandestinas comunidades protestantes españolas del siglo XVI trascendieron muy temprano y con detallados recuentos de las acciones persecutorias inquisitoriales. En una obra de 1567, firmada por Reginaldus Gonsalvius Montanus (seudónimo que según algunos estudiosos ocultaba la identidad de sus verdaderos autores: los protestantes Casiodoro de Reina –traductor de la Biblia al castellano– y Antonio del Corro), su título revela el modus operandi de la institución perseguidora por excelencia: Artes de la Santa Inquisición española.

El teólogo católico español Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), en la polémica que tiene en Valladolid (1550-1551) con Bartolomé de las Casas se pronuncia tajantemente por la conquista de los pueblos indios, y si en ella debe recurrirse a la violencia es por la negativa de los aborígenes a convertirse a la verdadera fe. Por cierto que en su intercambio con Las Casas, una y otra vez Ginés de Sepúlveda recurre al filósofo Aristóteles para demostrar la superioridad de la cultura hispana y la consecuente inferioridad natural de los indios del Nuevo Mundo. No vacila en defender la destrucción de los ídolos aztecas y sus códices y si es necesario quemarlos, como para él lo es. Al arrojar a las llamas los escritos de los indígenas se estará prestando, Ginés afirma, invaluable servicio a la cristianización de los salvajes.

En nuestros días la mentalidad inquisitorial sigue cosechando cultivadores de ella. Aunque sin la exposición de rebuscados y doctorales argumentos como los de personajes a que nos hemos referido, sino más bien con ideas reduccionistas y en extremo esquemáticas. Terry Jones, pastor de una pequeña iglesia en Gainesville, Florida, alcanzó notoriedad informativa global tras anunciar su intención, finalmente no cumplida, de quemar ejemplares del Corán cada 11 de septiembre en una especie de revancha por el atentado coordinado por integrantes de Al Qaeda que hizo añicos dos torres de Nueva York ese día en 2001.

En México tenemos connotados clérigos católicos que personifican el autoritarismo que rehúye la diversidad, al amparo de supuestas doctas disquisiciones y seguras barbaries que rinden culto al pensamiento único.