Opinión
Ver día anteriorMartes 16 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Saturnino Herrán revisitado
C

uando murió en 1918 a consecuencias de una cirugía mal llevada a cabo, el pintor Saturnino Herrán, casi cuatro años menor que José Clemente Orozco, tenía 31 años de edad. Lo que realizó en tan corto periodo lo coloca entre los maestros del modernismo mexicano al lado del zacatecano Julio Ruelas (1871-1907), cuya producción pictórica es menos cuantiosa, en tanto que como ilustrador lo supera en cantidad, pero no porque el aguascalentense Herrán fuese un dibujante de menores alcances, antes al contrario, ahora los visitantes de la exposición Instante subjetivo calibran el nivel de sus obras realizadas con lápices de colores en combinación con acuarela.

Varias de ellas son retratos, entre otros se exhibe el de Manuel Toussaint, muy joven, fechado en 1917. Desafortunadamente el retrato de don Artemio del Valle Arizpe, que es una de sus piezas más sugestivas en cuanto a la proclividad estilizante de la que Herrán hizo gala, no se exhibe.

Tampoco está la que quizá sea una de sus piezas más conocidas: La ofrenda, de 1913, en la que los personajes representados corresponden a las edades del ser humano, casi desde su nacimiento hasta la senectud.

Del mismo año es El jarabe, con el cual rinde homenaje a la gallardía mestiza, como sucede con sus llamadas criollas, una de las cuales se titula El rebozo, debido a que la joven que ofrece una fruta haciendo contacto de ojo, aparece con torso desnudo cubriendo sus partes nobles con esa prenda sobre la que sostiene un plato con fruta. A su lado hay un muy fálico sombrero de charro. Yo creo que Saturnino Herrán logró vencer prejuicios al respecto.

La misma modelo posó en 1916 para La criolla del mango. Aquí va vestida y se adorna con un collar de perlas.

Tengo la impresión de que este maestro tenía algo de miedo o de precaución a su guapa esposa Rosario Arellano, quien le sirvió de modelo en varias composiciones.

Una de sus más reproducidas pinturas es la de Rosario en traje de tehuana y la pintó en 1914, año en que contrajeron matrimonio; su rostro afilado y provocativo mira tras el refajo blanco al espectador (quien en primer término era su prometido o su marido) con cierto desprecio, pero la expresión elegida es fruto del pintor, no se su modelo.

Reaparece sonriendo, bella e imponente en el retrato con mantón de Manila, prenda que despliega extendiendo el brazo izquierdo. Aquí es casi una femme fatale seductora, de corte simbolista; en cambio, en el retrato ovalado ataviada a la moda de entonces (1916) tocada con elegante sombrero y sosteniendo abanico en la mano derecha, el gesto resulta enérgico, pues con su dedo índice izquierdo apunta decididamente a un objeto o situación que está fuera de la representación.

En otro retrato, anterior al matrimonio, Saturnino Herrán inscribe en caracteres tipográficos de la época el nombre de su prometida: Chayito, parece que la hermosa muchacha era dominante o bien, así la sentía el pintor. Aquí está dotada de belleza fisonómica que hace pensar en el andrógino.

Puede ser que al artista le haya tocado cargar una cruz demasiado pesada y existe una viñeta en la que el personaje representado se doblega bajo enorme cruz, mientras El Gólgota con las tres cruces se percibe al fondo.

Al ingresar a la remozada Sala Nacional el espectador se topa con el tríptico La leyenda de los volcanes proveniente del Ateneo Fuentes de Saltillo, que fue restaurado desde hace algún tiempo. Está flanqueado por un desnudo femenino sobre el mismo tema, que es mejor que los del tríptico desde ángulo estrictamente pictórico.

Su contraparte es un desnudo masculino, cuyas proporciones desde mi punto de vista son fallidas. Se titula El quetzal: torso y brazos expandidos, miguelangelescos, contrastan con las exiguas caderas sobre las que el personaje se acuclilla.

No se trata de una licencia poética, sino de una falla de quien ya para entonces era maestro consumado.

Las proporciones perfectas de los dibujos realizados para el friso titulado Nuestros dioses, cuya consecución mural no llegó a realizarse, son epítome del modernismo y sus amaneramientos posturales provocan perfecto efecto decorativo, coreográfico se diría, como se suponía que debía proponerse para el Teatro Nacional, es decir, para el inconcluso Palacio de Bellas Artes, que vino a inaugurarse hasta 1934.

Tenía razón José Clemente Orozco cuando afirmaba que el advenimiento de la pintura mural se encontró con la mesa puesta, pues los prolegómenos ya estaban formulados a través de Saturnino Herrán y de otros maestros.

La exposición incluye los paneles sobre El trabajo (1910), otro preludio importantísimo del muralismo.